12.06.18

La homilía: Una tarea que ha ser tomada muy en serio

Predicar es un “ministerio”, una ocupación, un trabajo, un servicio, que hay que asumir con un gran sentido de la responsabilidad. Así lo enseña el papa Benedicto XVI: “quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea” (Verbum Domini, 59).

Ser ministros, ser servidores -  ser casi lo de menos - , equivale a no querer ser el centro. Se deben evitar, nos dice Benedicto XVI, “inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía”.

Cristo no aburre. Y solo Él, y no el predicador, puede ser el centro. Todo lo demás es - a corto, medio y largo plazo – un fraude. Un día puede valer contar tal o cual experiencia personal. A la quinta vez que se cuente, y digo a la quinta por ser muy indulgente, obliga casi a desconectar. Y ya no digamos si quien predica se empeña en narrar supuestos “milagros” obrados por el poder divino en atención a su maestría suprema a la hora de anunciar el Evangelio. No cuela. Sobra. Aburre. Son divagaciones inútiles.

Para ser buenos ministros, nos recuerda Benedicto XVI, “se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado; que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión”.

No es poco lo que se les pide a los predicadores. El texto sagrado, que es la Sagrada Escritura. La meditación y la oración – y la Liturgia de las Horas contribuirá a que la Escritura sea meditada y orada - . La convicción y la pasión, que es como convocar a la mente y al corazón a cumplir su papel imprescindible: pensar y comprometerse.

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9.06.18

La homilía: Su finalidad

¿Cuál es la finalidad de la homilía? ¿Cuál es su objeto o motivo? Se trata de un cometido puramente ministerial, servicial: “favorecer una mejor comprensión y eficacia  de la Palabra de Dios en la vida de los fieles” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 46).

Favorecer, ayudar; en absoluto sustituir o suplantar. Favorecer una mejor “comprensión”, un mejor entendimiento, y una mejor “eficacia”, contribuyendo a que la Palabra de Dios logre su efecto en la vida de los fieles; efecto que no es otro que la conversión y la fe.

No le corresponde a la homilía “hacer milagros”. Los milagros los hace Dios y los hace, o puede hacerlos, principalmente por medio de su Palabra. Ayudar a que esta Palabra sea mejor interpretada y más asumida en la propia vida es un servicio necesario, pero meramente auxiliar.

Conscientes de esta función auxiliar, los ministros ordenados han de preparar la homilía con esmero, basándose en un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura. La adecuación consiste, creo yo, en el respeto a la naturaleza de la Escritura, que es Palabra de Dios en palabra humana, aunque, propiamente hablando, la Palabra de Dios no es, en primer lugar, la Escritura, sino Jesucristo, el Verbo encarnado.

Se deben evitar homilías genéricas o abstractas. Newman distinguía, a este respecto, entre lo “nocional” y lo “real”. Ambas dimensiones del conocimiento humano son necesarias. Lo “nocional” es lo común, lo impersonal; lo “real” es lo propio, lo personal, lo concreto, lo vinculado con la experiencia de cada uno. La homilía ha de aspirar a ir más allá de lo genérico para llegar a lo propio.

Obviamente, es un deseo, un principio regulativo. Porque lo “propio” de uno no necesariamente es, por arte de magia, lo “propio” del que está al lado. Quizá el criterio sea que lo que el predicador diga en la homilía esté vinculado con su experiencia personal, suponiendo que lo que puede convencer a uno mismo puede convencer a otros.

La homilía ha de ser mistagógica, ha de explicar los ritos que se celebran. Palabra y sacramentos no constituyen dimensiones antitéticas, sino que, en realidad, conforman una misma cosa: Dios se acerca a nosotros por medio de signos, de sacramentos. La Palabra está dotada de esta cualidad sacramental. Ella misma es un signo.

Un ejemplo de esta dimensión mistagógica de la homilía lo podemos encontrar en la pronunciada por Benedicto XVI en la Misa de Inauguración del Pontificado (24 de abril de 2005). Dos signos caracterizaron esa inauguración del pontificado: la imposición del palio y la entrega del anillo del Pescador.

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8.05.18

La homilía: una aproximación

Me han pedido, para una reunión con sacerdotes, decir algo sobre la homilía; o sea, sobre la predicación en una celebración litúrgica, especialmente en la Santa Misa (cf. Papa Francisco, “Evangelii gaudium, 138).

No es una tarea fácil, y máxime para alguien que, como yo, no me he dedicado a investigar sobre el tema. Y sobre el tema hay un buen libro, “Homilética”, de Francisco Javier Calvo Guinda, BAC, Serie de Manuales de Teología “Sapientia Fidei”, Madrid 2014.

Desde el punto de vista práctico, sí he escrito – y publicado – casi todas las homilías que corresponden a los tres ciclos litúrgicos. Señalo, por si es de interés, los títulos de esos opúsculos: para el ciclo A: “La cercanía de Dios” (Barcelona 2011, CPL, Colección Emaús, 97) y “El camino de la fe” (Barcelona 2013, CPL, Colección Emaús, 107) ; para el ciclo B: “El encuentro con Jesús” (Barcelona 2013, CPL, Colección Emaús, 113); y para el ciclo C: “La humanidad de Dios” (Cobel Ediciones, Alicante 2011) y “El camino del discípulo” (Cobel Ediciones, Alicante 2011).

He dedicado tiempo y esfuerzo a preparar, y hasta escribir, la homilía de cada domingo. Me parece que es un esfuerzo que hay que hacer. D. Santiago Calvo dijo de D. Marcelo González Martín, cardenal-arzobispo de Toledo: “Don Marcelo predicó más de 10.000 sermones. De muchos de ellos, no quedan notas escritas. Pero se conservan 53 carpetas, con discursos íntegros y esquemas, desde que tenía 14 años de edad hasta ocho meses antes de morir”.

Es impresionante. Yo, un par de veces, he oído predicar a D. Marcelo. Era algo digno de atención. Pero me consuela, un poco, saber que él preparaba mucho su tarea. Tenía un don natural absolutamente extraordinario, pero, aún así, preparaba lo que iba a decir. Y es lo que se debe hacer.

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3.05.18

¿Suicidio asistido o suicidio inducido?

La batalla de las palabras es una guerra muy dura. La propaganda consigue que los significantes remitan a otros significados, diferentes de los aceptados de modo común hasta el momento. La univocidad es muy aburrida – no hace justicia a lo real, que es variado - , la equivocidad es peligrosa – podríamos pedir algo bueno y recibir, como respuesta, algo perverso – ; la analogía se presenta como una ley – del lenguaje y de la realidad – que, en principio, nos ofrece una mayor confianza: Las cosas, y las palabras, se parecen a veces entre sí, pero ese parecido no equivale a la simple identidad. Las cosas, y las palabras, como por otra parte las personas, se parecen y también se diferencian entre sí.

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30.04.18

El pequeño gladiador

Durante estas últimas semanas hemos estado pendientes del desenlace de un drama: la muerte, anunciada, de un niño pequeño, hijo de unos padres muy jóvenes que se han desvivido por cuidarlo y por defenderlo.

Cabe decir aquello que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Pecado y gracia. Mal y misericordia. Ceguera y visión. La vida, y la muerte, es un poco todo eso. Pero yo estoy cada vez más convencido de que la misericordia pone un límite al mal. Lo cual es lógico, porque Dios es el Señor de todo. Y, por consiguiente, pone freno al mal. Puede parecer que el mal lo invade todo, pero nunca logra realmente invadirlo todo.

Ante la última batalla del “pequeño gladiador”, he de confesar que pocas veces recé tanto para que se produjese un milagro. Pero el milagro no se produjo, o sí, seguramente sí, pero no como yo lo deseaba en un primer momento. Yo deseaba que ese niño, ese gladiador, se curase del todo, para que públicamente se viese que no nos está reservada, a ninguno de nosotros, la última palabra sobre nada. Ni tampoco a los médicos ni a los jueces. Que ya dan miedo, médicos y jueces, cuando van muy sobrados en “ultimidades”.

Los médicos y los jueces dan miedo, mucho, pero una opinión pública que, con los votos, da el poder a los que legislan y juzgan, da casi más miedo. Porque esa opinión, traducida en votos – al final todo es cuestión de números – se convierte, antes o después en ley. Y la ley obliga. Y puede obligar a cometer, por acción u omisión, los peores excesos.

Y esos excesos dan miedo. Da miedo que triunfe una razón sin sentimientos, sin afectos, una razón de la pura – sola – funcionalidad. Da mucho miedo.

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