4.11.18

Rezar por los (sacerdotes) difuntos

Hoy hemos tenido, en la catedral de Tui, el funeral, que cada año organiza el Cabildo, por los sacerdotes difuntos de la Diócesis. Lo ha presidido el Sr. Obispo, D. Luis Quinteiro, que, gracias a Dios, se hace presente continuamente en todas las iniciativas de la Diócesis, siempre con una palabra de aliento y de ánimo.

Al comenzar la celebración, un diácono leyó la lista de los sacerdotes difuntos desde Noviembre del año pasado hasta Noviembre de este año. Si no me equivoco, eran seis los fallecidos. Y sí comenté, luego, a alguno de los seminaristas, que ayudaban en la Santa Misa: “En nada, se mencionará mi nombre”.

Y es verdad. No sé lo que puede abarcar ese “en nada”, pero ya no mucho. Cuando uno cumple cincuenta, y más de cincuenta, como es mi caso, no está en la mitad de la vida. No. Está ya con un pie en la otra vida. Decir lo contrario sería engañarse.

Pero ese pie en la otra vida no equivale a una tragedia. Próspero de Aquitania acuñó una máxima de enorme relevancia: “Lex orandi, lex credendi”. Hay una correspondencia entre la ley de la oración y la ley de la fe. O, dicho de otro modo, la Iglesia ora en conformidad con lo que cree.

Antes de que se formulase de modo explícito la creencia en el purgatorio, la Iglesia ya oraba por los difuntos. Una práctica, orar por los difuntos, consistentemente reflejada en el Antiguo Testamento: “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 M 12,46).

Desde el comienzo, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos, ofreciendo en su favor, sobre todo, la Santa Misa. San Juan Crisóstomo decía: “No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos”.

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27.10.18

La buena memoria de la Iglesia

Como todavía no he podido adquirir “Conversaciones con Paco Pepe”, a pesar de haber preguntado por esta obra en unos grandes almacenes que la anuncian en su página web y que, pese a ello, no la ponen a la venta – de momento - en sus centros comerciales, he estado leyendo una novela.

Hay una frase, de la novela, que me ha llamado la atención: “Peter Benoit se ha convertido en el nombre de una calle” (J. Olyslaegers, “Voluntad”).

Es, literalmente, así. Peter Benoit fue un compositor flamenco (de Flandes, Bélgica) de finales del siglo XIX. Alguien muy importante allí y, sobre todo, en ese momento: “Enseñó a cantar a nuestro pueblo”, decían – hace  no tanto – los flamencos (de Flandes).

La memoria de los hombres es exagerada. Se apresura, presionada por la voluntad, a querer convertir en inmortal a quien, seguramente con mucho mérito, ha impresionado, y no es poco, a sus coetáneos. Pero transcurren, nada, unas décadas, y ya la impresión se va difuminando y el recuerdo se va, prácticamente, borrando de modo completo.

Y he pensado en las calles que recorro cada día. No sigo un itinerario fijo, pero camino durante casi una hora por las calles de la ciudad en la que vivo – “unha cidade fermosa”, recuerda el Ayuntamiento - , y lo es por su emplazamiento, con una bahía impresionante, y por sus paisajes. También por algunos de sus edificios.

En esta “cidade fermosa” hay calles muy importantes dedicadas a personajes que, habiendo sido muy significativos en su momento, se han convertido, me temo, en nombres de vías urbanas

Muy pocos sabrán hoy, sin demérito de quienes han legado su nombre, quién era, en su día, un gran mecenas de la ciudad o, también en su día, un gran empresario. Y si ya no se acuerdan de estos protagonistas de la sociedad civil, menos lo harán de otros personajes de la política, como, por ejemplo, el de un célebre ministro de Hacienda a comienzos del siglo XX.

Y aludo así, como de paso, a José Policarpo Sanz, a José García Barbón y a Ángel Urzáiz y Cuesta. Sobreviven mejor, lo siento, los nombres de los reyes. Todo el mundo que ha leído una página de algún libro sabe quién es Fernando el Católico, o Alfonso XII, o XIII, o incluso Isabel II. Y no fue hasta casi ayer que me enteré de que había una pequeña calle en esta “cidade fermosa” con el nombre de la reina castiza.

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23.10.18

El retorno de la Filosofía: ¿No por convicción, sino por poder?

No soy sospechoso, en principio, de ser enemigo de la Filosofía. Soy licenciado en esa especialidad, con una licenciatura civil (expedida por la UNED) y otra eclesiástica (por la Universidad Gregoriana, de Roma).

Creo haber leído en algún sitio que Pío XII decía que si Stalin invadía Italia y se incautaba del Vaticano, él, el Papa, podría sobrevivir dando clases de lengua francesa. Es conocida la afición de este pontífice por los idiomas.

Yo no sé qué haría si, hoy o mañana, suprimiesen la famosa “X” – el único vestigio de libertad que existe en medio de la dictatura de los impuestos - , pero, quizá, con la recuperada bienvenida a las clases de Filosofía tendría un pequeño motivo – en sí insignificante a mis años – de esperanza.

Sea lo que sea, estoy convencido de que el desprestigio de la Filosofía ha venido de ella misma. La sombra del positivismo es alargada y, en cierta medida, nefasta. La razón analítica, disolvente, sirve para combatir los embustes. Desempeña una función crítica necesaria e insustituible.

Pero no se puede vivir solo con la disolución. Hace falta construir. Hace falta pasar de un conocimiento muy exacto, pero muy limitado, a un conocimiento también riguroso, pero más global, más total. Y en ese paso se juega el ser o no ser de la Filosofía. Si ella misma, encantada por los logros de la ciencia positiva, ha jugado a ser lo que ni era ni podría llegar a ser, en el pecado ha encontrado su penitencia, su irrelevancia.

Es un proceso algo similar al de la Teología: solo es relevante si se reivindica como teológica; si no, está de más. Muchos la han expulsado del ámbito de los saberes por considerarla incómoda; otros, desde dentro, han colaborado a ese exilio.

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15.10.18

Un artículo en la "Revista Española de Teología": La fe, los sentidos y la imaginación

Es muy probable - es casi seguro - que los lectores del blog, en su mayoría, no sigan las revistas teológicas. Y es igualmente probable - es casi seguro - que los que leen las revistas teológicas no sigan mayoritariamente el blog.

Para unos y para otros, me complace decir que pueden encontrar en la “Revista Española de Teología", Volumen 78, cuaderno 2, año 2018, páginas 333-356, un artículo mío titulado “La estructura sacramental de la fe. La fe, los sentidos y la imaginación".

No encuentro contradicción entre una tarea y otra, entre el blog y las revistas especializadas. Ojalá lograse un mejor resultado en un medio y en otro. 

Adjunto aquí, más o menos, una versión bloguera - eliminando notas y otros convencionalismos académicos  - del artículo de la revista:

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13.10.18

Pablo VI y el misterio de la muerte

El ya cercano mes de Noviembre, que se abre con la Solemnidad de Todos los Santos y con la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, pone ante nuestra mirada la realidad de la muerte. La muerte vista cara a cara, como un paso que hemos de dar en primera persona. No se trata sólo de que exista “la” muerte, o de que “los otros” mueran; no, se trata de algo mucho más íntimo y más próximo: se trata de “mi” muerte. Sólo contemplada así, la muerte acaba por ser, de verdad, “maestra de la filosofía de la vida".

De la propia muerte, intuida como inminente, saludada como cercana, escribió el Papa Pablo VI un texto de sorprendente belleza y profundidad: “Meditación ante la muerte". Un texto en el que la confesión de fe se une al conocimiento de la condición humana, y la esperanza del creyente a la sensibilidad de un fino pensador e incluso de un poeta.

“No es sabia la ceguera ante este destino indefectible, ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina". Desde la “peculiar claridad oscura” que alumbra el fin de la vida temporal, Pablo VI se pregunta sobre sí mismo, sobre las responsabilidades que en ese momento le salen al paso, sobre la necesidad de redimensionar las esperanzas para situarlas en el lugar que les corresponde: el más allá. Pero este último coloquio no es nunca un monólogo del hombre aprisionado por el drama de su partida, sino siempre un diálogo con la Realidad divina, desde la desnudez de la muerte y desde la confianza de la fe.

¿Cuáles son los sentimientos que afloran en ese diálogo? Ante todo, el reconocimiento y la gratitud por el don de la vida. “Todo era don, todo era gracia". La belleza del mundo, de la vida, de lo creado, es un signo que apunta a la grandeza de Dios, a la sublimidad de su amor. Y junto al reconocimiento agradecido, la petición de perdón, la llamada a la misericordia desde el arrepentimiento: “Que al menos sepa yo hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar". 

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