20.12.18

Creer y gustar

El gusto es, en general, “un contacto entre la subjetividad y lo real en el que emerge para la interioridad subjetiva un saber inmediato sobre la congruencia (armonía y disarmonía) entre subjetividad y realidad” (J. Vicente Arregui – J. Choza). En el gusto, el sabor es inmediato; es decir, no hay distancia entre sujeto y objeto.

El sabor se asimila al saber y la revalorización del gusto reivindica una sabiduría más integral, que aprecie no solo la mente, sino la realidad total del cuerpo y del mundo que somos. El gusto permite, al saborear las cosas, hacerlas propias; establecer una suerte de comunión entre el sujeto y lo saboreado.

Algo análogo ocurre con el saber, entendido como conocimiento por connaturalidad con lo conocido, en el que el sujeto tiende a identificarse, a asimilarse con la realidad conocida: “Conocer es ser y ser lo que se conoce” (M. Blondel).

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19.12.18

Creer y oler

El libro primero de los Reyes relata la visita a Salomón de la reina de Saba. Ofreció a Salomón gran cantidad de esencias perfumadas: “Jamás llegaron en tal abundancia perfumes como los que la reina de Saba trajo a Salomón” (1 Re 10,10).

En cierto modo, con esta visita, se anticipa la pleitesía que Saba rendirá al rey mesiánico en la nueva Jerusalén (Sal 72), así como los dones que los Magos ofrecen a Jesús (Mt 2,11).

En Betania, poco antes de su entrada mesiánica en Jerusalén, María ungió los pies de Jesús con “una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso” (Jn 12,3) y “la casa se llenó de la fragancia del perfume” (Jn 12,3). El Señor acepta esa muestra de amor; de un amor que, como todo amor, quiere preservar de la muerte a la persona amada.

San Pablo dice que Cristo “difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios” (2 Cor 2,14-15). El apóstol se sabe de este modo vinculado íntimamente a Cristo, hasta el punto de que por el olfato se puede reconocer en él el olor del Señor.

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18.12.18

Creer y tocar

“Tocar con el corazón, esto es creer”, comenta San Agustín a propósito de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf Lc 8,45-46). Jesús distingue ese ser tocado del ser estrujado por la gente.

Él nos ha tocado por su Encarnación y nos toca hoy por los sacramentos. Se dejó incluso golpear para que sus heridas nos curasen (cf 1 Pe2,24). Con la fe, nosotros podemos tocarlo y recibir la fuerza de su gracia.

No obstante, Jesús resucitado le dice a María la Magdalena: “No me toques, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17). La humanidad del Resucitado “ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre” (Catecismo, 645).

Desde esta perspectiva, “no me toques” puede entenderse como “no sigas tocándome, no quieras retenerme en esta tierra, suéltame, déjame recorrer el tramo final, entrar para siempre en el Padre”.

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17.12.18

Creer y ver

La fe es “escuchar", pero es también “ver” y hasta “tocar": “fides ex auditu, sed non sine visu”, la fe viene del oído pero no sin vista (San Cirilo de Jerusalén). La fe tiene una estructura sacramental - que se remonta de lo visible a lo invisible - porque se basa en la Encarnación del Verbo, en la presencia concreta del Hijo de Dios en medio de nosotros.

A comienzos del siglo XX, Pierre Rousselot (1878-1915) escribió un renovador ensayo titulado Los ojos de la fe. La fe, decía, es la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin ella.

La gracia de la fe concede a los ojos ver acertadamente, proporcionalmente, su objeto, que no es otro más que Dios: “Los ojos de la fe son una gracia perfectamente vinculada a las facultades naturales del hombre para llevar el intelecto a la Verdad suprema y la voluntad al Bien soberano” (N. Steeves).

Los ojos de la fe nos permiten contemplar de modo nuevo la realidad, relacionando todos sus componentes, toda nuestra existencia, con Dios. De algún modo es como si Dios nos hiciese partícipes de su propia mirada; de la mirada con la que Él se contempla a sí mismo, con la que nos ve a nosotros y con la que contempla, en sí, todas las cosas.

Como escribía Nicolás de Cusa: “El ser de las criaturas es simultáneamente tu ver [el de Dios] y el ser visto”.

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15.12.18

Creer y escuchar

La oración del Shemá Israel comienza con estas palabras: “Escucha, Israel” (Dt 6,4). La fe, la virtud por la cual creemos a Dios, está ligada al oído: “Creer es, ante todo, escuchar” (F. Conesa), abrir el corazón y poner en práctica lo escuchado. La fe viene de la escucha, nos dice San Pablo (cf Rom 10,17). Pero, para que podamos percibir los sonidos, se hace necesario sintonizar, ajustar la frecuencia de resonancia.

Si Dios no prepara nuestros oídos, si no los abre con sus dedos (cf Mc 7,33), no podremos percibir su voz, no llegará a nosotros su mensaje. El bautismo obra en cada uno este admirable milagro: “Effatha”, “ábrete”. Es Dios quien hace lo posible para que podamos oírle, para que podamos escuchar obedientemente su Palabra con el corazón y así captarla y saborearla (cf Lc 2,19).

La fe cristiana no conduce al aislamiento, sino a la comunión con Dios y con los hermanos. La Iglesia se hace creíble si  aparece públicamente como el ámbito en el que, día a día, Jesucristo cura nuestro mutismo y nuestra sordera para que podamos salir de nosotros mismos, de ese egoísmo que nos encierra, para abrirnos al gozo de la escucha – de Dios y del otro - , de la filiación y de la fraternidad.

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