Infierno
El catolicismo llama “infierno” al estado de la autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Equivale al fracaso absoluto de la propia existencia, ya que el logro de la misma no se alcanza en el aislamiento, sino en la comunión. Si el infierno fuesen necesariamente los otros, entonces el hombre sería, como pensaba Sartre, una pasión inútil. Pero esta visión tan pesimista no es compatible con la enseñanza cristiana, que siempre invita a la esperanza.
No obstante, no se trata de una esperanza ingenua que piense que todo va a ir bien, sea lo que sea lo que hagamos. De nuestras opciones, del uso de nuestra libertad, dependen muchas cosas, tanto para nosotros mismos como para los demás. Nuestras elecciones libres no carecen de consecuencias; consecuencias que incluso pueden llegar a ser definitivas. De ahí la importancia de la responsabilidad y de la conversión.
Jesucristo alude al infierno con términos muy graves. En el capítulo 25 del evangelio de Mateo dice: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. El magisterio oficial de la Iglesia ha recordado muchas veces la seriedad de esta advertencia.