25.03.20

San Roque. El dinamismo de la caridad: curar

San Roque, asistiendo a los contagiados por la peste, curó a muchos de ellos. Siguió así los pasos de Jesucristo, “que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38).

El enfermo desea la curación, como el ciego de Jericó deseaba recobrar la vista, y Jesús, que hace presente el reino de Dios entre nosotros, obra el prodigio: “tu fe te ha salvado”. Los milagros son signos que Dios realiza para despertar y fortalecer en nosotros la fe; para hacernos capaces de ver la realidad desde una perspectiva nueva, que brota de la luz que viene de lo Alto.

San Roque dispensó todos los cuidados que estaban a su alcance para contribuir a la curación de los enfermos. En ocasiones, a través de él se manifestaba el poder de Dios, que hace nuevas todas las cosas y que, en los momentos de penumbra y de agobio, cuando ya nada bueno cabría esperar, hace posible lo (aparentemente) imposible.

Algunos apestados acudían a San Roque y él, milagrosamente, los libraba de su mal con solo trazar la señal de la cruz sobre su frente. También Jesús se había dejado conmover por el grito de aquellos diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros” (Lc 17,13).

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23.03.20

San Roque, los gozos y las angustias

A la hora de la verdad, cuando el Señor nos juzgue, el criterio decisivo será la actitud ante el prójimo necesitado. No caben las omisiones ni podremos escudarnos en una inconsciente y cómoda ignorancia del que no sabe nada ni ha visto nada, porque nada ha querido saber ni ver.

San Roque rompió la burbuja del egoísmo y de la indiferencia escuchando el clamor de los hombres, sus hermanos. La caridad y la misericordia brotan de un corazón abierto a Dios y que, por ello, sabe empatizar con el otro, ponerse en su lugar y, así, emprender la marcha para socorrerlo. San Roque es un peregrino, un romero, que se dirige a la Ciudad Eterna para atender la emergencia de la peste y para asistir a quienes se encuentra por el camino.

Todos somos compañeros de ruta, caminantes que recorren los itinerarios del mundo, los senderos de la existencia. Los cristianos hemos de sentirnos unidos a cada ser humano: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”, nos enseña el Concilio Vaticano II.

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20.03.20

Jaque de aquí, peste cruel

“Jaque de aquí con este santo Roque,/ peste cruel, que quiere Dios que aplaque/ este bordón con su divino jaque/ todo peligro que a los hombres toque”. Así comienza un poema de Lope de Vega en el que, sirviéndose de una comparación con el juego del ajedrez, celebra el poder del santo protector de la peste.

San Roque tuvo que lidiar con la terrible amenaza de la peste; baste pensar que vivió en el azotado siglo XIV. Como peregrino, se dirigió a Roma, asolada por la epidemia y desplegó una actividad taumatúrgica y caritativa: curar y consolar. Él mismo se contagió en Piacenza, siendo expulsado del hospital y de la ciudad. Se refugió en un bosque, camino de los Alpes, en una pequeña cabaña donde espera la visita de la muerte. Pero la providencia no le abandonó: un perro le llevaba el pan y le lamía las llagas, hasta que finalmente superó la enfermedad.

Tras su muerte, fue enseguida venerado como santo. Su iconografía nos resulta muy cercana: se le representa como un joven peregrino, con una pierna al descubierto que muestra una llaga y, a su lado, un perro con un pan en la boca; a menudo le acompaña un ángel.

San Roque y quienes lo invocaban como protector frente a la peste eran muy conscientes de su vulnerabilidad. Sabían muy bien que podían ser heridos o recibir lesión, física o moralmente. Se relacionaban, de modo cotidiano, con la muerte, encarándola, afrontándola.

Se dice que los jóvenes tienden a creerse invulnerables. No deja de ser una pretensión ilusoria. Les queda, previsiblemente, mucha vida por delante. Pero ese proyecto puede trucarse en cualquier momento, hoy mismo o mañana.

Pero no solo los jóvenes, sino también los que habitamos en países “avanzados”, sea cual sea nuestra edad, tendemos a cubrirnos, a refugiarnos, bajo una capa de protección que intenta ocultar o ignorar la amenaza de la muerte. Nos parapetamos tras nuestras perfectas (imperfectas) democracias, nos cobijamos en la tranquilidad de nuestros sistemas de salud, esperamos que el Estado impida o palíe los males mayores.

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19.03.20

Resistiré

Los poetas y los cantores tienen el don de llegar al núcleo de la realidad, a esa región donde el mero discurso puede resultar superfluo; es decir, a ese territorio inhóspito en el que, si se pretende decirlo todo, se termina por no decir nada.

Topamos con los límites y las posibilidades del lenguaje. Existe algo así como la “sacramentalidad” del lenguaje: Las palabras hacen presente, a veces, aquello que las excede. Estos días he podido leer algunas páginas de Newman, todas excelsas. Sobre la sacramentalidad de la Iglesia, sobre el vínculo, en ella, entre lo visible y lo invisible. Newman es Newman, ya antes de la “Lumen gentium”.

En uno de sus Sermones Parroquiales, “La celebración diaria del culto”, pronunciado el 2 de noviembre de 1834, el anglicano J.H. Newman, escribe cosas que, leídas hoy, muestran su actualidad, su validez más allá de lo que diga el último o el próximo sínodo (o equivalente, yendo de más a menos).

Para él, como anglicano, el culto no debería reducirse al domingo. No se trata de si solo en el domingo es obligatorio asistir al culto. Eso sería limitarse a un único aspecto relevante. La oración, y el culto, no es ante todo, aunque también lo sea, un precepto, sino un privilegio: “Yo no me dedico a decirle a la gente que tiene la obligación de venir a la Iglesia; yo anuncio la buena nueva de que pueden hacerlo” (Sermones Parroquiales 3, Encuentro, Madrid 2009, 284).

Ahora, en estos días, en los que estamos todos dispensados del precepto dominical, podremos apreciar esa dimensión: El culto es, sobre todo, un privilegio. Los antiguos cristianos, añade Newman, “encontraban una especie de placer en la oración que nosotros no tenemos”. Y debería preocuparnos que lo que era un gozo se haya convertido, tantas veces, en un sentimiento de tedio.

No se trata de obligar – un culto en los días de la semana, un culto en estos días de dispensa universal no obliga - : “Si no puedes venir, es algo importante lo que te pierdes”. Podremos estar o no en el culto durante estos días – muchos, la mayoría, no podrán estar - por razones de salud pública, de sentido común. Pero muchos, en los días en los que podrían estar, tampoco estaban.

Para los que podrían haber estado y para los que, hoy, pueden estar – hoy, casi solo los sacerdotes -: “Sentid de corazón algo que quizás la mayoría de los cristianos, después de todo, no capta: que ‘es bueno estar aquí’; sentid lo que sentían los primeros cristianos cuando las persecuciones les impedían reunirse, o como el santo David que clamaba ‘¡Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo! ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?’ (Sal 42,2). ¡Sentid esto!, y no me preocupará que vengáis o no: vendréis si podéis hacerlo”.

¡Sentid esto! Y haced lo que podáis. Los sacerdotes tendremos la responsabilidad de celebrar el culto, venga o deje de venir la gente. Hoy no podrá venir, en general, aunque quiera. Como escribe San Juan Enrique Newman: “Si hay que esperar a que todo el mundo venga a la iglesia a adorar a Dios, esperaremos hasta que el mundo sea creado de nuevo”.

Hay muchos modos de participar en el culto, sin estar presentes físicamente: “Con nosotros están los corazones de muchos. Aquellos que, mientras cumplen sus obligaciones, son conscientes de su ausencia, vuelven con naturalidad el pensamiento hacia la Iglesia a la hora señalada, y de ahí, a Dios. Se acordarán entonces de qué oraciones que se están rezando en ese momento, y parte de ellas les vendrá al pensamiento en medio de las ocupaciones temporales. Se acordarán de qué día es, y qué salmos tocan, y qué capítulos de las Escrituras se leen al pueblo. ¡Qué agradable es para el caminante pensar durante el viaje lo que ocurre en su Iglesia!” (Ibid., 292).

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14.03.20

La Santa Misa y el coronavirus

Estamos viendo que en las iglesias de Europa los obispos dan instrucciones acerca de la celebración de la Santa Misa, con la finalidad de contribuir al descenso de las infecciones por el coronavirus. Es un escenario inédito. No se recuerda que, en tiempos de paz, se restrinja de este modo la posibilidad de celebrar la Eucaristía con los fieles. Máxime en un tiempo tan sagrado como la Cuaresma y la Semana Santa.

Es muy comprensible que esta medida nos sorprenda. Asimismo, se entiende que muchas personas se sientan dolidas, pesarosas. La Santa Misa es fundamental para los católicos. No podemos privarnos de ella – no deberíamos, al menos – sin tristeza y sin dolor. Este forzoso “ayuno eucarístico” debería servirnos para anhelar con mayor intensidad que llegue el día en que podamos compartir, sin restricciones, el Pan que nos da la Vida.

Pienso ahora en la facilidad con la que tantos católicos descuidan (descuidamos) su (nuestra) participación en la Santa Misa. Está, de modo habitual, tan al alcance de la mano que damos casi por descontado que así ha de ser, olvidando que es un don que viene de lo Alto. “Tomad y comed”, “tomad y bebed”. No tenemos ningún derecho a esta ofrenda de Cristo, el Pan de Vida que se hace alimento y comida.

Dios es así. Nos desborda siempre. La Creación, la Encarnación, la Eucaristía… Todo es una prueba de la misericordia, del amor compasivo, de la bondad de nuestro Dios. Lo más triste, por nuestra parte, sería dejar de admirarnos, “acostumbrarnos” en el mal sentido de la palabra, dar casi por hecho que Dios ha de comportarse con esa magnanimidad. La admiración, en el vocabulario teológico, equivale a la adoración, a la maravilla de una criatura ante su Creador, al reconocimiento de la divinidad de Dios.

Pero, por otra parte, sorprende leer algunos comentarios en diversos portales de la red. Hay quien confunde “fe” con “irracionalidad” o “adoración” con “irresponsabilidad”. Y esa confusión es grave, además de ser teológicamente infundada. No creo que se pueda pensar la relación entre Dios y el hombre con mayor hondura de lo que lo ha hecho el cristianismo, la religión del Verbo encarnado. El concilio de Calcedonia es una referencia más actual que nunca: lo humano y lo divino se enlazan “sin confusión ni separación”.

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