9.04.20

La Eucaristía, profecía de la Pasión

El evangelio de San Juan nos proporciona la clave para interpretar el sentido de la Pascua del Señor: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La muerte de Jesús, el “paso” de este mundo al Padre, es la culminación del amor que había presidido toda su vida.

El amor incondicional de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no retrocede ante nada y no se deja vencer por nuestro rechazo y por nuestra infidelidad. Llega hasta el extremo de asumir la muerte, consecuencia del pecado, para vencerla. Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, tal como había testimoniado Juan el Bautista (cf Jn 1,29).

Él es el Siervo que muere por los pecados del pueblo, dejándose conducir a la cruz “como un cordero llevado al matadero” (Is 53,7). Él es el Cordero pascual, sin tacha, que rescata a los hombres al precio de su sangre (cf 1 Cor 5,7). Él es también el Cordero exaltado al cielo por su resurrección (cf Ap 5). Como escribe Melitón de Sardes en una homilía sobre la Pascua, Él es “aquel que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro”.

Con la institución de la Eucaristía en la última Cena – institución que San Pablo recoge en la primera carta a los Corintios (cf 1 Cor 11,23-26) - , el Señor ofrece por sí mismo la vida que se le quitará en la cruz: “Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por los otros y a los otros […] Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección”, comenta Benedicto XVI.

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7.04.20

Carta a mis feligreses

Queridos amigos:

Pienso, en primer lugar - es lógico que así lo haga - , en los feligreses de mi parroquia territorial, la Parroquia de san Pablo, de Vigo. En este año, 2020, estamos celebrando  el 50 aniversario de catorce parroquias de nuestra ciudad; entre ellas, la nuestra.

En nuestra parroquia lo hemos conmemorado, solemnemente, el 25 de enero, fiesta de la conversión del apóstol san Pablo. Hemos sido los primeros en festejar esta efeméride, sin el agobio ocasionado posteriormente por el asqueroso virus. ¡Gracias a Dios!

Pero nuestra parroquia abarca a todos los que se asocien a ella. En realidad, lo de las parroquias es muy importante, pero no lo es tanto como la Iglesia. El significante – la comunidad de los fieles – puede ser mayor o menor. El significado – la fraternidad de los creyentes – es lo verdaderamente decisivo.

Soy muy consciente de que este texto no va a llegar a casi nadie, a casi ninguno de mis feligreses; a muy pocos, en el mejor de los casos. Pero yo deseo que llegue a alguno. Con eso, habría cumplido mi discreto objetivo.

¿Qué puedo aconsejar? Ante todo, que no se despeguen de la Palabra de Dios, de la Sagrada Escritura. Está muy cerca de nosotros: “el Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan ‘el sublime conocimiento de Jesucristo’, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. ‘Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo’ “.

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El Triduo pascual interior

“No quieras ir fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior habita la verdad”, escribe san Agustín, haciéndose eco de un texto de san Pablo.

Hemos iniciado una Semana Santa inédita, diferente a cuantas hayamos vivido con anterioridad. De cada uno depende que sea no solo un tiempo de confinamiento, sino, sobre todo, una ocasión para profundizar en la propia interioridad como vía para encontrar  la verdad.

Los cristianos no regresamos a nuestro interior contando solo con nuestras propias fuerzas, ni la verdad es para nosotros una abstracción, una paz sin rostro ni nombre. Tenemos la ayuda de Dios; esa realidad que, en el vocabulario de la fe, se llama “gracia”. Y la verdad es siempre personal: Es Jesucristo, quien se definió a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida.

La Iglesia, en la Sagrada Escritura y en su liturgia, nos sirve de guía en este singular itinerario del alma, en este camino de ahondamiento en el corazón durante estos días del Triduo sacro: el Vienes santo, el Sábado santo y el Domingo de Pascua.

Entra dentro de ti mismo. Entra en el Viernes santo. Ese día, como todos los días de la vida de Cristo, no queda recluido en el ayer ni remitido al mañana. Es también hoy y ahora. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa de un modo profundo y consolador: “Todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente”.

Hoy es posible, para nosotros, hacer esa experiencia de comunión profunda con Jesús. La experiencia de acercarnos a la víspera de su muerte – a la tarde del Jueves santo – y de preguntarnos a nosotros mismos si estamos dispuestos a servir a los demás – como el Maestro que lava los pies de los suyos - y a convertirnos en alimento espiritual para los otros: “Haced esto en memoria mía”. Es el signo potente y humilde de la Eucaristía, del amor de Dios que viene a nuestro encuentro.

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6.04.20

Para Luis Fernando, todo mi apoyo

Los creyentes, en estos casos, nos sentimos muy limitados. La fuerza no viene de nosotros, sino de Dios. Y quienes hemos de dar ayuda, apoyo –creo que yo, un sacerdote, debo de hacerlo – nos sentimos muy fortalecidos cuando quienes más sufren nos piden menos.

No nos piden nada imposible; nos piden que recemos por ellos. Y eso, gracias a Dios, podemos hacerlo siempre.

Durante este tiempo he pensado, tantas veces, en la importancia de rezar la Liturgia de las Horas. La Iglesia nos pide, nos exige a los sacerdotes, que, ante todo, recemos por nuestros fieles. Y eso, rezar por ellos, podemos y debemos hacerlo.

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5.04.20

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

La entrada del Señor en Jerusalén tiene como meta la cruz: “es la subida hacia el ‘amor hasta el extremo’ (cf Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios” (Benedicto XVI). En este sentido, la celebración del Domingo de Ramos une el recuerdo de las aclamaciones a Jesús como Rey y Mesías con el anuncio del misterio de su Pasión. 

“Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!” (Mt 21,9). Esta exclamación, “Hosanna”, era una expresión de súplica y, a la vez, de alegría con la que los discípulos y los peregrinos que acompañaban a Jesús manifestaban su alabanza jubilosa a Dios, la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías y, a la vez, la petición de que fuera instaurado el reinado de Dios. 

Jesús es aclamado como “el que viene en nombre del Señor”, como el Esperado y Anunciado por todas las promesas. El profeta de Nazaret de Galilea, desconocido para la mayoría de los habitantes de Jerusalén, es, sin embargo, reconocido por los niños hebreos como el hijo de David (cf Mt 21,15). 

Jesús es el Rey que, tal como había profetizado Zacarías, se presenta de forma humilde, montado en una burra acompañada por su burrito (cf Mt 21,5). Es un rey manso y pacífico, que no viene a disputar el poder al emperador de Roma, sino viene a cumplir la voluntad salvadora de Dios. “Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y de la sencillez, un rey de los pobres”, comenta Benedicto XVI.

En la cruz un letrero proclamará su realeza: “Éste es Jesús, el Rey de los judíos”. Su título real se convierte, por el rechazo de los hombres, en un título de condena, como si finalmente prevaleciese el reino del pecado sobre el reinado de Dios. Pero Jesús no se echa atrás ante ese rechazo del mundo al amor de Dios. Él, como el Siervo del Señor del que habla el profeta Isaías (Is 50,4-7), sostenido por la palabra de Dios, asume en la obediencia y en la esperanza el sufrimiento causado por ese rechazo.

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