13.04.20

El fuego de San Telmo

El fuego de San Telmo es un meteoro ígneo que suele dejarse ver en los palos de las embarcaciones, especialmente después de la tempestad. Este fenómeno eléctrico puede ser interpretado como una señal de esperanza – que se refuerza con la tempestad calmada – y como un signo de protección del patrono de las gentes del mar, San Telmo.

Muchos poetas se comparan a sí mismos con un piloto en una mar sin referencias, que se dejan iluminar por el brillo del fuego que presagia la orientación y la llegada a puerto de la nave: “cuando sin esperanza, de espanto medio muerto/ ve el fuego de San Telmo lucir sobre la antena,/ y, adorando su lumbre, de gozo el alma llena,/ halla su nao cascada surgida en dulce puerto”, escribe el antequerano Pedro de Espinosa.

La fiesta de San Telmo se celebra en la diócesis de Tui-Vigo - en la ciudad de Tui con rango de solemnidad - , el lunes posterior al segundo domingo de Pascua. Es San Telmo, el beato Pedro González, un santo amable y próximo a nosotros. Su “Cuerpo Santo” – sus reliquias - reposa en una preciosa capilla que construyó el obispo Diego de Torquemada en la catedral tudense.

Ya durante su vida terrena, cuando predicaba como misionero por tierras de Galicia y de Portugal, fray Pedro, nuestro santo, resultaba simpático a quienes lo trataban: Era – recoge el padre Flórez de un documento antiguo – “pequeño de cuerpo, agradable a la vista, dulce en palabras, alegre en el rostro, y tan compuesto en lo interior y en lo exterior” que suscitaba el aprecio de aquellos con los que se encontraba. No nos vienen mal, en estos días de tempestad, la dulzura de las palabras y el fuego y la luz de la esperanza.

En San Telmo encontramos reflejadas las tres luces de las que habla la tradición cristiana. La primera de ellas es la luz de la razón, la capacidad que Dios nos ha dado de situarnos juiciosamente en la realidad. San Telmo la poseía en grado más que notable. Se mostraba atento a las necesidades de los hombres y trataba de solventarlas del mejor modo posible. Por ejemplo, impulsando la construcción de un puente en Castrelo de Miño que permitiese atravesar de un lado a otro el más caudaloso de los ríos de Galicia.

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11.04.20

El Domingo de Pascua: Buscad los bienes de allá arriba

El Salmo 118 es, en la liturgia cristiana, el salmo pascual por excelencia: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

La piedra desechada por los arquitectos es Cristo, que sufre la Pasión. Él, desechado por los suyos, se convierte, no obstante, en piedra angular por su resurrección de entre los muertos. Sobre esta piedra, que constituye el fundamento de todo el edificio, se levanta la Iglesia. Por su misterio pascual, Cristo “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida”. “Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”, enseña el Concilio Vaticano II en la constitución “Sacrosanctum Concilium”, 5.

El solemne anuncio de la resurrección, el “kerigma”, consiste precisamente en la proclamación de que a Jesucristo “lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección”, dice San Pedro (cf Hch 10,34.37-43).

Escuchar este anuncio no puede dejarnos indiferentes. Estamos llamados a convertirnos y a creer. La predicación del misterio pascual nos invita a la conversión y a la fe, contemplando al “verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo”. Convertirse equivale a pasar de las tinieblas a la luz, del sometimiento al poder de Satanás a la entrega en las manos de Dios, del estado de ira al estado de gracia.

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Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera

“Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera [de la ceguera de los hombres] para realizar su designio de salvación” (Catecismo 600). Es una afirmación muy fuerte. Podríamos traducirla como: “Dios ha permitido lo peor para realizar lo mejor”.

¿De dónde sale lo uno y lo otro? ¿De dónde procede, casi, una afirmación y su contraria? La Escritura dice que la muerte redentora de Cristo no es el resultado del azar, de la casualidad, de una “desgraciada constelación de las circunstancias”. No. Proviene, o pertenece, “al misterio del designio de Dios”.

El azar es lo fortuito, lo imprevisto. La casualidad es la combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar. Frente a todo ello está “el misterio del designio de Dios”. Dios no improvisa. Dios es fiel. Dios es “inmutable”; es decir, no deja de ser quien es.

Dios, en su designio, cuenta con la libertad de los hombres; incluye en él, en su designio, la  respuesta libre de cada hombre a su gracia. Nosotros improvisamos, fallamos, cambiamos de parecer. Dios, a pesar de lo que hagamos, no deja de ser Dios.

¿En qué consiste esta fidelidad inmutable de Dios? ¿Qué es lo que no le hace cambiar? Es su misericordia, su propósito de salvarnos, de rescatarnos: “Cristo ha muerto por nuestros pecados” (1 Cor 15,3). San Pablo lo afirma con una claridad que, si no fuese revelada, debería de no ser tomada en cuenta.

La misericordia de Dios es una paradoja; es lo imposible que se hace posible. En Cristo esta paradoja se hace real: “a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado para nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21).

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En la aurora del domingo: Un sepulcro lo devuelve a la vida eterna

En la aurora del domingo, las dos mujeres que acuden al sepulcro – María Magdalena y otra María - son destinatarias de una revelación divina realizada por medio del ángel y de un encuentro con el Señor vivo. En la aceptación de la palabra que Dios les dirige a través de su mensajero y, sobre todo, en el encuentro con el Resucitado se fundamenta la fe en la Resurrección. Como confirmación, se señala que el sepulcro está vacío.

Todos los elementos que destaca San Mateo en este relato pascual (cf Mt 28,1-10) describen una teofanía, una manifestación de Dios: un gran terremoto sacude la tierra, un ángel del Señor baja del cielo y muestra, con su conducta, haciendo rodar la piedra del sepulcro y sentándose encima, que el sepulcro de Jesús está definitivamente abierto; es decir, que Dios ha triunfado permanentemente sobre la muerte. Se comprende, ante esta irrupción de lo divino, el temor que experimentan los guardias y también las mujeres.

El mensaje del ángel es muy claro: “No está aquí, pues ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28,6). El Señor había anunciado su pasión, su muerte y su resurrección y ese anuncio se ha cumplido. El Crucificado está vivo. Ya no está en el sepulcro: “Aquél a quien la virginidad cerrada había traído a esta vida, un sepulcro cerrado lo devolvía a la vida eterna. Es un prodigio de la divinidad el haber dejado íntegra la virginidad después del parto y haber salido del sepulcro cerrado con su propio cuerpo”, comenta San Pedro Crisólogo.

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10.04.20

Viernes Santo: la Pasión del Justo

En la unidad de la Pascua, la Iglesia celebra la Pasión del Señor. Sin fe, no tendría mayor sentido esta celebración. Podría tratarse, a lo sumo, del recuerdo de los sufrimientos de un justo, de una especie de vindicación de su memoria. Pero no es este el espíritu que subyace al Viernes Santo, porque reivindicar la memoria de un justo, siendo algo noble en sí, es también algo incompleto y, en cierto modo, imposible.

El recuerdo del justo constituye una expresión de protesta frente al oprobio y la injusticia y una manifestación del deseo de que ese oprobio y esa injusticia no se repitan. Pero, por más que lo deseásemos, si todo dependiera de nosotros, el justo muerto injustamente permanecería en el sepulcro y seguiría siendo, reivindicado o no, víctima de la injusticia.

Pero no todo depende de nosotros. Más bien, al final, todo depende de Dios. Él sí puede rehabilitar al justo, porque puede rescatarlo de la muerte para abrirle paso a la vida definitiva; a una vida que ya nada ni nadie podrá segar. Sólo Dios es, en última instancia, el garante de la justicia.

Cristo es, sin duda alguna, el Justo. No hay nada en Él que merezca castigo. Él es el más perfecto, el más solidario, el más santo de los hombres. Hasta tal punto quiso tendernos la mano que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (cf Is 52,13- 53,12).

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