Jesús en persona se acercó
En el domingo, el primer día de la semana, Jesús en persona se acerca a los suyos y se hace su compañero de camino. Jesús es el Señor glorioso, resucitado, vencedor de la muerte. Sin embargo, no hemos de pensar que su humanidad resucitada fuese inalcanzable a la vista o a los sentidos de los discípulos destinatarios de sus apariciones pascuales. En estas apariciones, el Señor establece con los suyos relaciones directas mediante el tacto y el compartir la comida.
El Caminante que acompaña a aquellos discípulos que se dirigían a Emaús no era un espíritu, ni un fantasma, ni el resultado de una alucinación presuntamente causada por una, por otra parte inexistente, exaltación de ánimo. La Resurrección del Señor, el paso de la muerte a la vida que está más allá del tiempo y del espacio, siendo un acontecimiento trascendente, es también un acontecimiento histórico y, aunque supera el orden físico de la realidad, no está desvinculado de este orden, ya que los suyos lo pueden ver, oír y tocar (cf “Catecismo”, 639-647).
El Señor les explicó las Escrituras, encendiendo su corazón mientras les hablaba. Para reconocer al Señor en la fe, es preciso creer lo que habían anunciado los profetas. Y para creer hay que dejar que nuestro corazón sea movido, atraído, “encendido” por la acción del Espíritu Santo. Toda la Sagrada Escritura expresa una única Palabra: “Recordad – escribía San Agustín – que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo” (“Enarratio in Psalmum 103, 4, 1).
De modo ahora invisible, el Señor, cada domingo, se acerca a nosotros mediante su Palabra, para encender nuestro corazón, para alimentarnos y fortalecernos, a fin de que podamos recorrer, con la alegría que se fundamenta en la victoria de Cristo, el camino de la vida.
Pero el Señor no sólo habla a los suyos, sino que “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio”. Entonces se les abrieron los ojos a los discípulos y lo reconocieron. La presencia del Señor en la Eucaristía es su presencia real por excelencia en medio de nosotros. Para reconocerle no nos bastan los ojos de la carne. Necesitamos que el oído escuche su Palabra y que se despierten los ojos de la fe. La presencia de Cristo en el Sacramento “no se conoce por los sentidos, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios”, explica Santo Tomás.
Cada domingo, en la comunión, recibimos a Aquel a quien creemos, a Cristo mismo, que se entregó por nosotros como alimento celestial de vida eterna.
Guillermo Juan Morado.