La caridad, el amor, guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Juan 14, 15). Por la virtud teologal de la caridad, nuestra capacidad humana de amar se ve purificada y elevada a la perfección sobrenatural del amor divino.
Cristo nos amó primero y nos amó hasta el final (cf Juan 13, 1), entregando su vida por nuestra salvación. Amar a Cristo, con el amor con que Él nos ama, excede las posibilidades humanas. Pero Jesús pide al Padre que nos dé otro Defensor, el Espíritu de la verdad; el Espíritu Santo, que Dios derrama en nuestros corazones.
El Espíritu Santo es el Don del Padre y del Hijo. Y Dios da lo que Él es. Dios es Amor (cf 1 Juan 4, 8.16) y su Don es el Amor; el Espíritu de Amor, la fuerza que nos introduce en la vida misma de la Santísima Trinidad, al permitirnos amar como Cristo nos ha amado.
La vida cristiana es vida en Dios; vida en comunión con Él. Regenerados por el Espíritu Santo nos unimos a Cristo y, unidos a Cristo, estamos unidos al Padre: “Yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros” (Juan 14, 20), nos dice Jesús.
La unión con Dios es fecunda. Sus frutos son la caridad y la alegría, la paz y la paciencia, la afabilidad y la bondad; la fidelidad, la mansedumbre y la templanza (cf Gálatas 5, 22-23).
El Papa, en su libro Jesús de Nazaret, ha escrito que “la verdadera ‘moral’ del cristianismo es el amor”. Guiados por el amor, el cumplimiento de los mandamientos no supone una carga pesada, sino un yugo ligero y suave que conduce a la verdadera libertad; la de los hijos de Dios. El cristiano “no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del ‘que nos amó primero’ (1 Juan 4, 19)” (Catecismo, 1828).
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