Ascensión
La liturgia de la solemnidad de la Ascensión nos invita a la alabanza y al gozo: “Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra” (Salmo 46).
La Ascensión evoca un movimiento de subida, de elevación. La primera elevación de Jesucristo es la subida a la Cruz: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12,32). En la Cruz, Jesús es el sacerdote y la víctima que ofrece su vida al Padre intercediendo por todos los hombres. Él se puso en nuestro lugar para vencer, con su obediencia, nuestra desobediencia; con su amor incondicional nuestra resistencia al amor, nuestro pecado.
La elevación de la Cruz anuncia la elevación de la Ascensión. El Señor completa así, cuarenta días después de su Pascua, su éxodo; su tránsito de este mundo al Padre. Su humanidad, desfigurada y humillada en el Calvario, es ahora una humanidad exaltada y glorificada que entra de manera irreversible en la vida y en la felicidad de Dios; es decir, en el cielo.
El momento de subida es correlativo a un momento de descenso: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Juan 3,13). El Hijo de Dios que bajó del cielo en su Encarnación, sin dejar de ser verdaderamente Dios, se hizo, para siempre, verdaderamente hombre. Su cuerpo humano y su alma humana, unidas a la única Persona del Verbo, entran definitivamente en gloria de Dios. Y allí, el Señor sigue ejerciendo permanentemente su sacerdocio, ya que está vivo para interceder a favor nuestro (cf Hebreos 7,25).