Pentecostés
La solemnidad de Pentecostés clausura el tiempo pascual: La plenitud de la Pascua llega con el envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia. Así como Cristo fue enviado por el Padre, para redimirnos del pecado y darnos una nueva vida – la vida de los hijos de Dios - , así también el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es enviado por el Padre y por el Hijo como el principal don de la Pascua.
El Señor Resucitado “exhaló su aliento” sobre los discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. La misión del Espíritu Santo es devolvernos la semejanza divina perdida por el pecado, uniéndonos a Cristo, y haciéndonos vivir en Él. El Espíritu nos injerta en la Vid verdadera, que es Cristo, para que demos abundantes frutos.
En la Sagrada Escritura encontramos diversos símbolos que hacen referencia al Espíritu Santo: el agua viva, la unción con óleo, la nube y la luz que revela al Dios vivo, el sello con el que nos marca el Padre, la imposición de las manos, etc. En el relato del acontecimiento de Pentecostés resalta uno de estos símbolos: el fuego. El fuego, para nosotros, puede ser un signo de muerte, porque sabemos el poder devastador que tiene un incendio. Después de un incendio, no queda nada, apenas algunas cenizas. Pero este no es el sentido que tiene el fuego cuando simboliza al Espíritu Santo.