En uno de sus poemas Lope de Vega se imagina a Jesús dormido en los brazos de José. Jesús es el “sol que nace de lo alto” (Lc 1,78). No conviene, nos dice Lope, que el sol duerma, para evitar que el tiempo quede sin gobierno.
El poeta insta a san José a despertar al sol, al Niño, para que haga su carrera desde el pesebre a la cruz: “despertadle, José, si tanto olvido/ no le disculpa vuestro amor paterno./ Mirad, que hasta los ángeles espanta/ ver que se duerma el sol resplandeciente/ en la misma sazón que se levanta./ Dejad, José, que su carrera intente,/ porque del pesebre a la Cruz santa/ es ir desde el Oriente al Occidente”.
Desde Oriente a Occidente. Desde el pesebre a la cruz. Y san José velando. He encontrado este bello texto en la selección de Yolanda Obregón, “400 poemas para explicar la fe”.
La figura de san José, tan presente en el Belén y en la cultura cristiana, cobra si cabe más actualidad en el año dedicado a él por el papa Francisco con motivo del 150 aniversario de la declaración del Esposo de María como Patrono de la Iglesia por parte del beato Pío IX en 1870. Francisco ha escrito, al respecto, una carta apostólica titulada “Patris corde”, “Con corazón de padre”.
La Iglesia, en sus primeros tiempos, no celebraba la Navidad, sino la Pascua. No el nacimiento de Jesús, sino su Resurrección de entre los muertos. No tanto el pesebre como la cruz, el misterio pascual.
Hipólito de Roma, allá por el año 204, afirmó que Jesús nació el 25 de diciembre. Algunos expertos dicen que ese día se celebraba la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo.
En el siglo IV la celebración cristiana de la Navidad asumió una forma definitiva, sustituyendo a la fiesta romana de “Sol invictus”: Cristo es la verdadera luz que vence sobre el mal y el pecado. Se entiende así la exhortación de Lope de Vega a san José para evitar que la luz se duerma, sumergiendo otra vez el curso de los tiempos en las tinieblas.
Podemos hacernos cargo del temor del poeta. Si se apaga el sol, se apaga todo. Si se apaga Cristo, si ya no captamos su luz, se apaga nuestra humanidad. Porque es justamente esta, la humanidad, el terreno común entre Dios y el hombre. Sin Dios, no hay humanidad que dure a largo plazo. Sin hombre, prescindiendo de él, no encontraremos la auténtica revelación de Dios.
Hay algo de profético – en el Credo decimos del Espíritu Santo que “habló por los profetas” – en la doctrina de los concilios de la Iglesia. Por ejemplo, en la del Vaticano II: “En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”.
“Velar por Dios y velar por el hombre”: “No se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre y responderle a la pregunta por él. La Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo”, decía Benedicto XVI en Santiago de Compostela.
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