18.10.08

Juan Manuel de Prada: Brujas on the waves

Brujas on the waves
JUAN MANUEL DE PRADA Sábado, 18-10-08

NOS habían parecido hijas de una imaginación calenturienta aquellas descripciones de los aquelarres que hallamos en las crónicas medievales, donde las brujas perpetran sacrificios de niños y se enardecen embadurnándose con su sangre, hasta alcanzar un éxtasis demoníaco. Ahora, a la vista de ese barco abortista que ha atracado en Valencia, comprobamos que aquellos cronistas no exageraban: las brujas, en efecto, existen, y celebran aquelarres, y sacrifican niños, y se embadurnan gozosamente con su sangre, para hacerse dignas ante los ojos de su dueño. Las hemos visto recibir al barco abortista con cánticos, como si estuvieran exultantes de júbilo; y vaya si lo estaban: pues nada regocija tanto a los siervos del demonio como comprobar que su dueño se enseñorea del mundo. Las brujas que recibían con agasajos al barco abortista exultaban de felicidad porque han convencido a otras mujeres para que se incorporen a su aquelarre; pero, sobre todo, porque el mundo sobre el que se derraman las tinieblas está tan ofuscado que ya no puede reconocer la verdadera naturaleza de ese aquelarre.

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16.10.08

Dios y el César: cristianos y ciudadanos

La respuesta de Jesús a los fariseos y a los herodianos, que se habían confabulado para tentarle, ha guiado la actitud de los cristianos ante las autoridades y las leyes justas: “Dad, pues al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). El Señor pone así de relieve que su Reino no es de este mundo; que Él no vino a cambiar el mundo políticamente, como un soberano temporal, sino a curarlo desde dentro.

En la Carta a los Romanos, San Pablo explicita este principio indicando la obligación que los cristianos tenemos en conciencia de obedecer a la autoridad del Estado: “Dadle a cada uno lo que se debe: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor” (Rm 13,7). Un máxima, la sujeción a las autoridades, que los cristianos han intentado siempre llevar a la práctica. Un autor del siglo II, San Justino, escribe en una de sus Apologías, dirigidas al emperador Antonino Pío: “Por eso oramos sólo a Dios, y a vosotros, príncipes y reyes, os servimos con alegría en las cosas restantes, os confesamos y oramos por vosotros”.

Oramos sólo a Dios y “en las restantes cosas” servimos a los príncipes. La diferenciación de planos se corresponde con la distinción que existe entre la Iglesia y el Estado: “La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo”, nos recuerda el Concilio Vaticano II (GS 76). No le compete a la Iglesia, en cuanto tal, organizar la hacienda pública; administar justicia en los tribunales estatales o dirigir la defensa militar de una nación. Esas tareas, y otras, son competencia del Estado. No le corresponde al Estado, en cuanto tal, predicar el Evangelio; celebrar los sacramentos u ocuparse de la atención pastoral de los fieles.

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14.10.08

Atraca un barco donde van a matar gatos callejeros

Una ONG llamada “Gatos No” ha alquilado un barco para recorrer distintos puertos de la geografía mundial. Su objetivo es eliminar todos los gatos callejeros. La portavoz de “Zorras por el derecho a eliminar la fauna gatuna” ha manifestado la pertinencia de esta iniciativa: “No me gustan los gatos; deben morir”. En el Congreso se plantea ya crear una comisión especial en la que se discuta la conveniencia de darle el matarile a esos félidos indeseables. Parece que bastaría con un leve reajuste en el Código Penal.

La sociedad civil se ha mostrado indignada con esta propuesta. La Asociación de Amigos de los Animales ha puesto el grito en el cielo y exige una comparecencia urgente del Presidente del Gobierno. La Casa Real ha mostrado su contrariedad haciendo públicas unas fotos de las infantitas con los gatos de la Zarzuela: “Mismí y Glugú son dulces, suaves, de un bello color pardo. Sería cruel hacerles daño”, han balbuceado las niñas, según aseguran fuentes bien informadas. El Sindicato de los Actores y Actrices por la paz se han mostrado dispuestos a empezar una huelga: “Dejaremos los teatros vacíos, las salas de cine desiertas y los videoclubs cerrados a cal y canto, mientras no se ponga freno a esa barbarie inconcebible”.

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13.10.08

La homilía

De entre las tareas que tenemos los sacerdotes pocas son más arduas, más difíciles, que la homilía. Cada domingo, como parte de la liturgia y como alimento de la vida cristiana, hay que predicar. Y hay que intentar hacerlo bien. Este ministerio nos obliga a una revisión constante, a un continuo ejercicio de “ensayo y error”, a un sostenido esfuerzo por acertar y por avanzar. Quizá más que nunca el que predica está sometido a la crítica, pocas veces indulgente, de los oyentes. Apenas se oye elogiar una buena homilía. Es más frecuente lo contrario, la queja, más o menos fundada o infundada.

Al predicar se anuncia y se explica el misterio cristiano, el misterio de la Pascua de Cristo, para que los fieles lo acojan en su corazón y lo testimonien en su vida. Predicar no es hablar por hablar. El tema – o los temas – viene dado. Ante todo, por la palabra divina que se proclama y, también, por los textos eucológicos de la liturgia. El anuncio del mensaje, la exposición de la doctrina, la exhortación moral, la defensa de la fe son motivos que se entrelazan en una predicación; con mayor o menos acento, según ocasiones, en uno o en otro de estos elementos.

Predicar, más que una ciencia, es un arte; una virtud, una disposición, una habilidad. No hay una correlación estricta entre conocimientos y predicación. Un sabio puede predicar mal, aunque es difícil, o imposible, que un ignorante lo haga bien. El saber como condición necesaria no es, sin más, una condición suficiente. La homilía es un puente, una mediación, entre la Palabra de Dios y la asamblea que la escucha. Y vale en la medida en que sea puente. Si no lo logra, entonces estorba y, en lugar de ser un canal para la comunicación, se convierte en mero ruido, en interferencia desagradable.

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12.10.08

La increencia y el rechazo de la fe

Siempre me ha preocupado el tema de la increencia. En el vocabulario clásico, más que de “increencia” se hablaba de “incredulidad”; es decir, de repugnancia o de dificultad para creer, de falta de fe y de creencia religiosa. Y es un tema que me preocupa porque lo siento como muy cercano a mí. Personas muy allegadas no creen. Es más, yo mismo puedo pensarme como no creyente. Recuerdo un libro de un jesuita - que fue en su día profesor mío - que, a propósito de la increencia, titulaba uno de los capítulos de su obra con una frase provocadora: “Celebrar Misa como un ateo”.

La increencia no está sólo en el otro. Puede estar, solapada o discretamente, en uno mismo, como un reclamo para estar alerta, como un recordatorio permanente de la inmerecida gracia de la fe. Una gracia fuerte y sólida, porque proviene de Dios, pero, paradójicamente, aquejada de la debilidad de todo lo humano, en la medida en que somos nosotros, hombres al fin y al cabo, los que estamos llamados a creer, a fiarnos de Dios, a optar por Él como fundamento estable de la propia vida.

En mi experiencia personal, y en mi experiencia ministerial, me encuentro cada día con el asedio de la increencia. Se manifiesta de muchos modos este ataque sutil. Y un denominador común caracteriza al frente enemigo: la siembra de la desconfianza, la apelación a una supuesta falta de “evidencia” humana que pruebe la conveniencia de adherirse incondicionalmente a Dios y a su Palabra.

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