Censurar a la Iglesia
Se ha convertido en un ejercicio habitual. Si la Iglesia, a través de sus maestros autorizados, dice algo sobre algún tema inmediatamente se aplica una implacable censura. Lo que dice la Iglesia es corregido, reprobado, señalado públicamente como malo.
El argumento que se esgrime para justificar este dictamen es más o menos siempre el mismo: “La Iglesia no puede imponer a una sociedad unas normas de conducta”. Un argumento bastante débil, pues resulta de dominio público que la Iglesia no puede, al menos con medios coactivos, hacer valer su autoridad.
¿Que el Evangelio dice una cosa y yo quiero hacer la contraria? ¿Qué el Papa predica en un sentido y yo pienso y vivo en el sentido opuesto? ¿Que los Obispos señalan una conducta como negativa y a mí esa misma conducta me parece el súmmum del progreso, de la bondad y de la justicia? Todo el mundo sabe que esa disidencia no me acarreará ningún problema. Me pueden llevar a los tribunales si vulnero las leyes del Estado. Nada me va a pasar, al menos en este mundo, si transgredo la ley de Dios o los mandamientos de la Iglesia.