Un misterio de transformación
“Cada vez que coméis del pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor” (1 Cor 11,26). Con estas palabras, San Pablo, en la primera Carta a los Corintios, se hace, a la vez, testigo y transmisor de una “tradición, que procede del Señor”. Al celebrar la Misa vespertina de la Cena del Señor, que abre el Triduo Pascual, nos insertamos, como nuevos eslabones, en esta cadena de la Tradición apostólica que se remite, en última instancia, a las palabras y a las acciones de Jesucristo. No somos nosotros los “inventores” de la Eucaristía, como no somos, tampoco, los autores de la revelación divina. Lo que creemos, lo que transmitimos, es lo recibido del Señor y de aquellos a quienes el Señor se lo confió – los Apóstoles - . La Tradición de la fe atestigua la perenne novedad de la revelación; su “excedencia” con respecto a cualquier plan o diseño meramente humano.
En la Eucaristía, el Señor anticipa en signos, sacramentalmente, su propia entrega; una entrega que se verificará en su muerte de Cruz. Asistimos a un profundo misterio de “transformación”: El pan se transforma en el Cuerpo entregado y el vino en la Sangre derramada de nuestro Redentor. Este cambio profundo significa la transformación que Cristo hace de su propia muerte – la muerte del Inocente; el acontecimiento más cruel que cabe imaginar – en la máxima prueba, en el exponente más acabado, del amor de Dios. Solamente la generosidad del Corazón de Cristo es capaz de obrar esta conversión: de la injusticia en justificación, del odio en caridad, de la muerte en vida, de la desobediencia en obediencia, de la ruptura en alianza.
Celebrar la Misa de la Cena del Señor supone la inserción vivencial en esta lógica de la transformación: “Llegados a este punto la transformación no puede detenerse; antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados”, decía el Papa Benedicto XVI a los jóvenes reunidos en Colonia (21.VIII.2005).

El Prior General de la Orden del Carmen, Fernando Millán Romeral, es el autor de un breve e interesante libro titulado Tito Brandsma, editado por la Fundación Emmanuel Mounier, en la colección “Sinergia” (F. Millán Romeral, Tito Brandsma, Colección Sinergia nº 33, Fundación Emmanuel Mounier, Salamanca 2008, 136 páginas, 6 euros).
El domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, sitúa ante nuestra mirada a Jesucristo en la humildad de su Pasión. San Pablo, en la Carta a los Filipenses (2,6-11), recogiendo probablemente un antiguo himno utilizado por los primeros cristianos, nos habla de la humillación y exaltación de la humanidad santísima del Señor. Cristo “no hizo alarde de su categoría de Dios”, “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”, “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.
Lo copio en francés, en la esperanza de que sea asequible su lectura:
Ya en la inminencia de la Semana Santa recordamos hoy, día 2 de abril, el fallecimiento del Papa Juan Pablo II. Casi al finalizar la Cuaresma, la Iglesia de dirige a Dios pidiendo que “mire con amor a los que han puesto su esperanza en su misericordia”. El Papa Juan Pablo II se ha apoyado, constantemente, en la misericordia de Dios. En una anotación de su testamento espiritual datada en el año 2000, escribía: “Espero también que, mientras pueda cumplir el servicio petrino en la Iglesia, la misericordia de Dios me dé las fuerzas necesarias para este servicio”. Cuando, con conciencia de deber y de agradecimiento, cumplimos lo que el Papa pedía en su testamento: “Tras la muerte, pido santas misas y oraciones”, lo hacemos con la dulce certeza de que Dios “mira con amor” a su siervo Juan Pablo II. La mirada de Dios nos sostiene aquí en la tierra y nos acompaña, después del paso de la muerte, en la vida eterna.












