Jesús encomienda a los suyos el mandato de bautizar: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 19). En este texto, el Señor enseña la trinidad de las personas divinas – El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo – y a la vez su unidad: no pide bautizar en “los nombres”, sino “en el nombre”, en singular, del único Dios, que es Padre e Hijo y Espíritu Santo.
La unión entre confesión de fe trinitaria y bautismo es significativa. Por el sacramento del bautismo, que nos hace cristianos, el bautizado queda referido al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. En su único nombre se entra en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia Santa de Dios.
Si atendemos a otros elementos esenciales de la fe cristiana, caeremos en la cuenta de esta centralidad de la doctrina trinitaria: El Credo, la profesión de fe, tiene una estructura trinitaria.
La Trinidad ocupa el centro de la Liturgia de la Iglesia, que es alabanza al Padre dirigida por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo. Igualmente, la vida cristiana consiste en la participación, por la gracia, en la misma vida de Dios, como hijos adoptivos del Padre, por la acción del Espíritu Santo, que nos une a Cristo el Señor. Sin la doctrina de la Trinidad no podríamos entender nada de la realidad de nuestra salvación, porque Dios es, en sí mismo, nuestra salvación.
La Solemnidad de la Santísima Trinidad nos permite honrar a Dios, profesando la fe verdadera, conociendo la gloria de la eterna Trinidad y adorando su Unidad todopoderosa (Oración colecta).
En una época marcada por el relativismo y la desconfianza hacia la verdad, puede parecer de poca importancia “profesar la fe verdadera”. Sin embargo, sólo la verdad hace libres; sólo la verdad salva. La perseverancia en la fe verdadera – garantizada por Dios mismo que es la Verdad – equivale a la perseverancia en la salvación. Como a Timoteo, también a cada uno de nosotros nos dice San Pablo: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe” (1 Timoteo 1, 18-19).
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