Joaquín de Fiore o el ideal de una Iglesia pura
Joaquín de Fiore (1132-1202) ingresó, después de una fuerte experiencia interior, en la Orden del Císter. Años más tarde, fundó un monasterio propio en Fiore (Calabria). Se opuso con todas sus fuerzas a la teología de Pedro Lombardo. A pesar de su afán reformista, antes de morir pidió a sus seguidores que buscaran la aprobación de sus obras y se sometiesen a la decisión de la Iglesia.
En la historia de la Iglesia se han dado siempre movimientos de reforma, en búsqueda de una mayor pureza, de una mayor fidelidad al Evangelio. Pero, como ha sistematizado el cardenal Congar en una de sus obras, no todas las reformas han sido verdaderas; también las ha habido falsas. Quizá, al final, la piedra de toque sea la voluntad de obediencia a la autoridad de la Iglesia. Sin esa capacidad de obediencia, no hay reforma que, a la larga, no desemboque en ruptura y en división. El sometimiento a la autoridad de la Iglesia es una concreción de la obediencia a Cristo, ya que Él confió a los pastores legítimos la misión de atar y desatar y la tarea de interpretar con autoridad la palabra de Dios.
Joaquín de Fiore hablaba de tres edades de la historia, en correspondencia con las tres Personas divinas y caracterizadas por el liderazgo, sucesivamente, de los laicos, de los clérigos y de los monjes. Esta última sería la edad del Espíritu, que iniciaría la “Iglesia espiritual”, en la que las órdenes religiosas envolverían el mundo. Muchos grupos extremistas se identificaron a sí mismos como la realización de esa “Iglesia espiritual”. Por su parte, el IV concilio de Letrán condenó algunas ideas trinitarias del Abad de Fiore.