¿Se oponen creer y comprender?
Frente a lo que muchas veces se ha dicho, saber y fe, creer y comprender, no son términos recíprocamente antitéticos. La fe es un modo de saber; es el saber de la revelación. Para creer es necesario, al menos en parte, una cierta comprensión de lo que es creído. Más aún, el creer abre las puertas de una profundización, de una asimilación más penetrante, de aquello que mediante la fe resulta conocido.
El creyente, por la fe, se adhiere a Jesús, lo reconoce como Hijo de Dios y Salvador del mundo. Esa adhesión personal y firme empuja necesariamente a intentar conocer más y mejor al Señor. Sucede, en este ámbito, algo semejante a lo que acontece en otros planos de la vida. Nos fiamos del médico cuando nos diagnostica una enfermedad. Pero esa confianza inicial que ha abierto para nosotros un panorama, hasta entonces probablemente desconocido, es un acicate que nos invita a investigar, a reunir más datos, a coordinarlos de modo más armónico.
En la fe se compaginan estabilidad y dinamismo. Santo Tomás, siguiendo en este punto a San Agustín, definía el acto de fe como “cum assensione cogitare” (STh, II-II,2.1); es decir, “pensar con asentimiento”. La estabilidad la proporciona el asentimiento; la firme adhesión. El dinamismo se expresa en el cogitare, en el considerar.
La estabilidad del creer no equivale a inmovilidad, sino a estímulo. El creyente es, virtualmente, un teólogo, un cultivador de la “ciencia de la fe”. La teología es la plasmación, en forma de saber organizado, del cogitare propio del creer.