7.09.10

¿Se oponen creer y comprender?

Frente a lo que muchas veces se ha dicho, saber y fe, creer y comprender, no son términos recíprocamente antitéticos. La fe es un modo de saber; es el saber de la revelación. Para creer es necesario, al menos en parte, una cierta comprensión de lo que es creído. Más aún, el creer abre las puertas de una profundización, de una asimilación más penetrante, de aquello que mediante la fe resulta conocido.

El creyente, por la fe, se adhiere a Jesús, lo reconoce como Hijo de Dios y Salvador del mundo. Esa adhesión personal y firme empuja necesariamente a intentar conocer más y mejor al Señor. Sucede, en este ámbito, algo semejante a lo que acontece en otros planos de la vida. Nos fiamos del médico cuando nos diagnostica una enfermedad. Pero esa confianza inicial que ha abierto para nosotros un panorama, hasta entonces probablemente desconocido, es un acicate que nos invita a investigar, a reunir más datos, a coordinarlos de modo más armónico.

En la fe se compaginan estabilidad y dinamismo. Santo Tomás, siguiendo en este punto a San Agustín, definía el acto de fe como “cum assensione cogitare” (STh, II-II,2.1); es decir, “pensar con asentimiento”. La estabilidad la proporciona el asentimiento; la firme adhesión. El dinamismo se expresa en el cogitare, en el considerar.

La estabilidad del creer no equivale a inmovilidad, sino a estímulo. El creyente es, virtualmente, un teólogo, un cultivador de la “ciencia de la fe”. La teología es la plasmación, en forma de saber organizado, del cogitare propio del creer.

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6.09.10

Había estado (IV)

(Escrito por Norberto)

El canto del gallo avisó a Mohse, y a su esposa Judith, que el sol se dejaba ver, comenzaba un nuevo día, y, era mucho el trabajo que esperaba, Yerushaláyim estaría muy concurrida para el Shabuot, habría de cumplimentar muchos encargos de las casas de los principales personajes, y, también de las posadas y hospederías; era bien conocida su pulcritud en el corte, el respeto por las normas y costumbres, así como la calidad de su carne, estaba especializado en ovino y vacuno, dejando las aves y liebres para su amigo Noah, con quien tenía acuerdos de colaboración y respeto comercial.

Apenas un abrir y cerrar de ojos cuando, a continuación, percibe unos golpes procedentes de la puerta de la calle, alguien había hecho sonar la aldaba de madera, pero con una secuencia de golpes, suaves, eso sí, dada la hora, que le resultó familiar. Recordó cómo la pequeña Ana, sobrina-prima, cuando vino con sus padres, el primo Isaac y su esposa Isabel, a su boda, se divertía tanto con el llamador que cuando llegaba a la casa hacía sonar la aldaba de modo particular, toc-toc-toctoc, sí era Ana, sin duda, pero no la esperaban hasta el día siguiente; alertó, pues, a Judith:

- ¡Son ellos, ya están aquí!.

- Mmm…se han adelantado, replicó ella, aún bostezando y a medio despertar.

Poniéndose un sobretodo sobre los camisones de dormir, se dirigieron, ambos a la puerta, Mohse llegó antes, y corriendo, tiró del pasador que bloqueaba la falleba, girándola 1800 libró la puerta y abrió, tres sonrientes, y, fatigadas, personas les miraban con los ojos empequeñecidos por el cansancio, pero estaban muy, muy contentos.

- Shalom aleichem. Perdón, si os hemos despertado, no tuvimos paciencia para esperar a escucharos faenar, señaló Eliecer, con las sonrisas cómplices de Ana y Eulogio.

- Shalom aleichem, ¡qué mejor despertar que veros aquí!, dijo Mohse, antes de besarse y abrazarse, Ana desde salmo 112 dijo:

- ¡Bendito sea el nombre de Yahveh, desde ahora y por siempre!, a lo que los demás, todos, respondieron:

- ¡De la salida del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre de Yahveh!

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4.09.10

El seguimiento

Homilía para el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C).

Creer en Jesús es seguirle con valentía y perseverancia por el camino de la cruz – que es, a la vez, el camino de la resurrección-. La fe es algo más que acompañar circunstancialmente a Jesús o que sentir admiración por Él. La fe exige la identificación del discípulo con el Maestro y comporta el dinamismo de caminar tras sus huellas. No se puede creer en Jesús sin vivir como Él, sin seguirle. Y este proceso de seguimiento supone estar dispuestos a un cambio continuo, a una verdadera conversión.

Jesús pide una entrega radical, que solamente puede pedir Dios. Explicando las condiciones que se requieren para seguirle, el Señor, indirectamente, revela su identidad divina. Él es más que un profeta. Siguiéndole a Él se hace concreta la observancia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Seguir a Jesús es responder, con la propia vida, al amor de Dios.

Esta primacía de Dios, esta renuncia a divinizar lo que no es divino, que Jesús pone como condición para ser discípulo suyo, la recoge San Benito al indicar la finalidad de su regla: “No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo”. Ni los lazos familiares, ni los bienes, ni el amor a uno mismo pueden tener la precedencia. El primer lugar le corresponde a Dios, que ha salido a nuestro encuentro en la Persona de Cristo.

El Señor, caminando delante de nosotros, nos indica cómo hacer real este programa exigente. Pide renuncia aquel que se anonadó a sí mismo; pide pobreza el que por nosotros se hizo pobre; pide llevar tras Él la cruz aquel que se hizo obediente hasta la muerte. Conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con los del Señor responderemos a la primera vocación del cristiano, que no es otra que seguir a Jesús (cf Catecismo 2232).

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3.09.10

¿Es un peligro la certeza de la fe?

La palabra certeza no parece gozar, en nuestros días, de demasiada simpatía. La certeza se asocia con la rigidez, con la intolerancia. La perplejidad, la instalación en la duda, se vincula, en ocasiones, con la apertura de mente, con la sabia inseguridad de quien no se cree en posesión de la verdad.

Sin embargo, más allá de los tópicos de nuestra cultura, cuando algo nos atañe personalmente deseamos y buscamos la certeza, el conocimiento seguro y claro, la firme adhesión de la mente, sin temor a errar. Deseamos saber con certeza que nuestros padres nos aman, que nuestros amigos son amigos, que aquella enfermedad está curada… La ausencia de certeza, en estos casos, va unida a la angustia y, en lugar de disponernos a emprender grandes acciones, más bien nos inmoviliza.

No sólo podemos creer con certeza, sino que debemos hacerlo. Es más, sin certeza, no creemos; nos limitaríamos solamente a sostener una opinión en asuntos de fe, y opinar no es creer, en el sentido fuerte de la palabra creer.

La certeza de la fe tiene su fundamento en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir (cf Catecismo, 157). No tiene, pues, su origen esta certeza en la evidencia con la que, a la luz de la razón, percibimos la verdad de las cosas. Porque la vida íntima de Dios – el contenido de la revelación – no es asequible a la captación evidente de nuestra inteligencia. Pero la imposibilidad de una evidencia matemática no supone carecer de toda evidencia. Existe algo así como la “evidencia de la fe”, la certeza que proviene de una luz más potente que la luz que el hombre, por sí solo, puede proyectar. Existe la luz de la fe.

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1.09.10

¿Hay razones para creer?

Aunque la razón última por la que creemos es la autoridad de Dios revelante, necesitamos, para poder creer en conformidad con nuestra condición de seres racionales y libres, contar con algunos signos o “motivos”, en plural, que hagan posible que nuestra adhesión incondicional a Dios por la fe sea, desde la perspectiva humana, razonable.

La revelación es humanamente “creíble”, digna de ser creída, porque irrumpe en la historia de los hombres portando, incluso externamente, su propia credibilidad. Sin unos signos o indicios que nos permitiesen descubrir, con ayuda de la razón, la presencia de la revelación en el mundo, la opción de la fe resultaría imposible. Dios nos envía señales, pruebas, que despiertan nuestra atención y nos animan a mirar más allá de lo inmediato.

El gran signo de la revelación, la gran “prueba” de que Dios anda por medio y de que el Evangelio no es una construcción humana, es la misma figura de Jesús. Ante todo, por su perfecta coherencia. En Jesús lo que “aparece”, lo que se puede ver y oír, corresponde perfectamente a lo que “es”. No hay disfraces en Él, sino una plena armonía entre la forma y el fondo. Jesús es el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvar a los hombres. Y se manifiesta en conformidad con su ser. En Él, el amor de Dios se hace visible en la existencia terrena del más puro y noble de los hombres: en su palabra llena de libertad; en la ternura de su cercanía a los pobres, a los enfermos, a los pecadores; en la enseñanza nueva de las Bienaventuranzas; en la mansa fortaleza de su pasión y de su Cruz.

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