25.08.10

¿Por qué decimos que la fe es un don de Dios?

En la confesión de fe de Cesarea de Filipo, a la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”, “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro da la respuesta exacta: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Pedro acierta plenamente y es capaz de formular, en una breve frase, el misterio de la misión y de la identidad de Jesús. Él es el Salvador, porque es más que un profeta; es el Hijo de Dios hecho hombre.

El alcance de la confesión de Pedro excede las posibilidades meramente humanas. Pedro, por sí mismo, no iría más allá de lo que podrían decir “los hombres” y tampoco adelantaría en perspicacia el sentir de los demás discípulos. El Señor comenta, al respecto: “No te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).

En esta singular forma de conocimiento que es la fe se da una desproporción, una distancia, que sólo Dios puede salvar. En realidad, solamente Dios se conoce a sí mismo y nosotros podemos avanzar en el conocimiento de Dios si Él nos hace partícipes, por pura gracia, de su propio conocimiento.

El objeto del creer, la realidad divina en sí misma, es sobrenatural. Dios no es un objeto más entre la serie de objetos que componen el mundo. Dios es Dios, aquel “mayor del cual nada puede ser pensado”, como decía San Anselmo. Para que el conocimiento sea posible debe existir una adecuación entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. Sin un telescopio no se pueden observar en detalle las galaxias y sin un microscopio los pequeños organismos se sustraen a la potencia de nuestra vista.

Algo análogo sucede con el conocimiento de Dios que proporciona la fe. No somos nosotros los que, con nuestras solas fuerzas o capacidades, podemos adentrarnos en el misterio del ser divino, en su vida íntima. Es el Espíritu Santo, que sondea las profundidades de lo divino (cf 1 Co 2,10), “quien nos precede y despierta en nosotros la fe” (Catecismo, 683).

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24.08.10

¿Qué significa creer?

La fe es la respuesta del hombre a la revelación divina (cf Dei Verbum 5). Dios ha querido comunicarse a sí mismo, darse a conocer, para invitar a los hombres a participar de la vida divina. La revelación, que tiene su punto de partida en la misma creación y que se ha ido desplegando en la historia de la salvación, encuentra su centro y plenitud en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. A través de la mediación de la Iglesia, la revelación divina llega a nosotros.

Creer a Dios significa escuchar y obedecer. Escuchar a Dios, oír su palabra. La escucha es posible porque la predicación de la Iglesia hace resonar de modo vivo, hoy, en el mundo, la palabra de Dios. San Pablo recuerda que “la fe viene de la predicación, y la predicación, a través de la palabra de Cristo” (Rm 10,17). Pero, en la fe, la escucha se convierte en obediencia, en sumisión libre a la palabra escuchada y en abandono a Dios que se revela.

En el creer se entrecruzan el asentimiento, la confianza, la obediencia y la entrega. Estas actitudes las vemos reflejadas en los grandes modelos de creyentes que nos presenta la Sagrada Escritura. Por ejemplo, en Abraham, que no se limitó a escuchar lo que Dios le comunicaba, sino que, inmediatamente, lo puso en práctica: “Por la fe, Abrahám obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba” (Hb 11,8).

En la Virgen María se unen, igualmente, la escucha y la obediencia. A las palabras del ángel, que le transmiten lo que Dios espera de ella, contesta con un asentimiento obediente: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Por eso, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “la Virgen realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe”.

Solamente Dios, que es nuestro Creador y nuestro Señor, puede pedir una entrega tan plena y absoluta, un acto de expropiación de uno mismo motivado por el reconocimiento hacia Él, por la adoración a Él. En realidad, en el sentido teológico del término, el creer está dirigido únicamente a Dios. No sería sensato depositar una fe semejante en una criatura.

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El blog más leído

No es el mío. Es, como todos saben, el de D. Francisco José Fernández de la Cigoña. A unos les encanta y a otros les enerva. Pero leído, lo es y mucho.

Pues bien, desde su “Torre” ha tenido la ambalidad de hablar de mi blog, en términos muy elogiosos. Y yo se lo agradezco sinceramente. Porque centra su análisis en los lectores del blog. Que es, digámoslo abiertamente, lo que llama la atención de todos. Más de una persona me lo ha dicho: sus lectores y comentaristas son de lo mejor. Algo que sé de sobra. Y que es verdad.

Nunca he pretendido ser original, ni polémico, ni especialmente “combativo". Para mí no es lo mismo escribir como seglar - donde todas las opciones caben, salvo que sean incompatibles con el Evangelio - que como sacerdote - donde lo que impera es lo común, dejando un amplísimo margen a la libertad de pensamiento de los demás -.

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22.08.10

Cosas del blog

Hace poco más de una semana hablaba con un buen amigo que es, a la vez, uno de los bloggers más leídos de todo este peculiar mundo virtual. Me decía él – y yo comprendí que era como si Napoleón le dirigiese unas palabras de ánimo a un soldado novato – que estaba gratamente sorprendido por la evolución de mi blog: “Hay muchos comentarios”; “hay una gran fidelidad de los comentaristas”; “es una verdadera parroquia virtual”.

Sea como sea, no pude negar nada. Decía, él, la verdad. Este blog ha sido, lo es aún, “exitoso”. En el sentido de que – los visitantes - entran y salen, leen y comentan. Y, en general, valoran mucho lo que se escribe. Ya sé yo que no es para tanto, pero como la gratitud y la correspondencia no son las monedas de cambio más habituales, uno se siente especialmente agradecido.

Hacia finales de Junio, por razones más que justificadas, aunque no del todo públicas, decidí concederme un descanso. Por un mes o por dos. Yo pensaba que, tras ese paréntesis, todo, o casi, se iba a diluir en la nada, como un azucarillo se deshace en una taza de café caliente. No ha sido así. El último post en el que se admitían comentarios – del 28 de Junio – ha alcanzado, en estos momentos, la insólita cifra de 568.

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21.08.10

La puerta estrecha

Domingo XXI del Tiempo Ordinario. Ciclo C

La palabra “salvación” constituye uno de los términos esenciales del vocabulario cristiano. Sin embargo, no resulta fácil proporcionar una definición. Puede entenderse como “el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas ramificaciones de su existencia” (G. Iammarrone).

¿Es posible la salvación? ¿Cabe esperarla? ¿Debemos aguardar una vida que sea plenamente vida? Para muchos, la vida cumplida y feliz se circunscribe al horizonte de la historia. La “salvación” sería, entonces, una vida buena, caracterizada por el bienestar, por el disfrute de la salud, de una posición económica desahogada y de una estabilidad emocional.

El Evangelio abre un panorama más amplio. La salvación del hombre consiste en su apertura a Dios; en la comunión de vida con Él. Esta posibilidad de una existencia nueva es, fundamentalmente, un don de Dios. Un regalo que Dios nos ha hecho enviando a Cristo y haciéndonos partícipes de su Espíritu. La salvación como vida en comunión con Dios se inicia aquí, en la tierra, y encuentra su plenitud en el cielo.

Este don divino comporta la redención del mal y de la corrupción. Comporta también el rescate del pecado y de la muerte. Los bienes que hacen buena la vida no son, desde esta perspectiva, exclusivamente los bienes de este mundo, porque estos bienes pueden estar presentes o no estarlo. No es seguro que siempre podamos gozar de buena salud, o de la abundancia de dinero. No está tampoco en nuestras manos evitar la muerte de las personas a las que amamos.

La salvación que Cristo nos ofrece es compatible con la ausencia de estos bienes y, por ello, es capaz de engendrar una esperanza que va más allá de las posibilidades meramente humanas. El gran obstáculo, la amenaza del sufrimiento, ha sido removido por Él en la Cruz. Siguiendo las huellas de Cristo doliente es posible encontrar la vida que merece la pena ser vivida, sin que nada ni nadie pueda arrebatárnosla.

¿Qué hacer para acceder a esta nueva vida? Jesús habla de la necesidad de “entrar por la puerta estrecha”. Es decir, el paso a la verdadera vida resulta exigente, porque consiste en identificarse con Jesús, en vivir como Él para, de este modo, vivir con Él para siempre. Todos podemos entrar por esa puerta del seguimiento del Señor – ya que la salvación no está restringida a unos pocos privilegiados - , pero a todos se nos pide, para atravesarla, desprendernos del propio egoísmo.

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