¿Por qué decimos que la fe es un don de Dios?
En la confesión de fe de Cesarea de Filipo, a la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”, “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro da la respuesta exacta: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Pedro acierta plenamente y es capaz de formular, en una breve frase, el misterio de la misión y de la identidad de Jesús. Él es el Salvador, porque es más que un profeta; es el Hijo de Dios hecho hombre.
El alcance de la confesión de Pedro excede las posibilidades meramente humanas. Pedro, por sí mismo, no iría más allá de lo que podrían decir “los hombres” y tampoco adelantaría en perspicacia el sentir de los demás discípulos. El Señor comenta, al respecto: “No te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).
En esta singular forma de conocimiento que es la fe se da una desproporción, una distancia, que sólo Dios puede salvar. En realidad, solamente Dios se conoce a sí mismo y nosotros podemos avanzar en el conocimiento de Dios si Él nos hace partícipes, por pura gracia, de su propio conocimiento.
El objeto del creer, la realidad divina en sí misma, es sobrenatural. Dios no es un objeto más entre la serie de objetos que componen el mundo. Dios es Dios, aquel “mayor del cual nada puede ser pensado”, como decía San Anselmo. Para que el conocimiento sea posible debe existir una adecuación entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. Sin un telescopio no se pueden observar en detalle las galaxias y sin un microscopio los pequeños organismos se sustraen a la potencia de nuestra vista.
Algo análogo sucede con el conocimiento de Dios que proporciona la fe. No somos nosotros los que, con nuestras solas fuerzas o capacidades, podemos adentrarnos en el misterio del ser divino, en su vida íntima. Es el Espíritu Santo, que sondea las profundidades de lo divino (cf 1 Co 2,10), “quien nos precede y despierta en nosotros la fe” (Catecismo, 683).