5.11.10

La pregunta de los saduceos

Homilía para el Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Textos: 2 M 7,1-2.9-14; Sal 16; 2 Te 2,16-3,5; Lc 20,27-38.

Los saduceos formaban un importante grupo religioso dentro del judaísmo. No creían ni en la inmortalidad del alma ni en la resurrección de los muertos y, en consecuencia, tampoco en la recompensa o castigo después de la vida presente. Se remitían a los cinco libros del Pentateuco, los únicos que ellos reconocían, en los que, de modo explícito, no se habla de la resurrección. La pregunta que aquellos saduceos dirigen a Jesús no busca aclarar una duda, sino que es una pregunta malintencionada, pretendiendo asechar al Señor.

Por razones distintas a las de los saduceos, también hoy son muchos los que no creen en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. No sólo ateos o agnósticos, sino incluso bastantes católicos: “llama la atención que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad alguna más allá de la muerte”, escribían en 1995 los obispos de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe.

En realidad, la fe en la resurrección de los muertos es una consecuencia de la fe en Dios. Así lo explica Jesús: “que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,37-38).

Leer más... »

4.11.10

Había estado IX (escrito por Norberto)

Cuando Yitzhak bar Shimón salió de su casa, a la mitad de la prima vigilia, el cielo estaba cuajado de estrellas, estaba oscuro, pues la luna no se haría visible hasta el final de la secunda vigilia, tomó el camino de la Bet haKenéset (Sinagoga) de Antioquía, al poco se detuvo pues el resplandor, a jirones, de una lluvia de estrellas conocidas como Acuáridas se mostraba en todo su esplendor, y, con una extraordinaria actividad.

En su fuero interno elucubraba sobre qué significaba aquel derroche en la bóveda del cielo, como buen oriental su mente se nutría de toda suerte de conclusiones astrológicas, por lo que no pudo evitar una sonrisa, siguió caminado y mirando al cielo, sintió una felicidad interior reconfortante, se dijo: “Sin duda YHWH nos saluda por medio de sus estrellas”; tan absorto iba en su contemplación, que, apenas, en el último momento, pudo evitar tropezar con el rabino Ariel, ocupado en la misma tarea que Yitzhak, ambos rieron de buena gana, y sin ponerse de acuerdo previamente, coincidieron en interpretar la lluvia de estrellas, como “un saludo de YHWH a su pueblo”.

Llegaron a las puertas de la casa para la vigilia de Shavuot, donde esperaban los patriarcas, residentes, antioquenos, también estarían los nuevos cabezas de familia todos ellos vestidos de fiesta, pero dejando algo, para estrenar y lucir a la luz del día.

La Bet haKenéset estaba ornada con belleza y buen gusto con canastillas de palma o mimbre atestadas de flores, abundancia de amapolas, narcisos e iris, que no solo mostraban su flor, sino que sus hojas acompañaban al césped, traído de las montañas cercanas, recordando el milagroso verdor que crecía sobre el Sinaí cuando la Divina Presencia descansaba allí, y, otras cestas contenían unas muestras de las siete especies de Israel: trigo, cebada, uva, higo, granada, aceituna y dátil, (Dt 8,8), conseguidas, con facilidad, y donadas por los comerciantes, en el mercado de la ciudad, y dos panes, uno de cebada y otro de trigo, la cebada se cosecha antes y simboliza la inmadurez, el trigo se cosecha después y simboliza la plenitud por la recepción de la Toráh.

Leer más... »

3.11.10

La peregrinación del Papa

Por Guillermo Juan Morado* (publicado en el “Faro de Vigo")

Cuando Benedicto XVI visite la catedral de Santiago se entonará el himno de los peregrinos: “Dum Pater Familias”, un canto que ha acompañado a lo largo de la historia a tantas personas que han llegado a Compostela para atravesar la Puerta Santa, visitar el sepulcro del Apóstol y abrazar su imagen pétrea. El espacio sagrado, el sonido de la música y hasta el perfume del incienso del Botafumeiro mostrarán de modo sensible la comunión que vincula al Papa con una tradición romera de fe, de cultura y de búsqueda del sentido de la vida.

No es la primera vez que el Papa peregrina a un lugar santo. Lo ha hecho repetidas veces en Italia y también fuera de Italia. El ánimo con el que se dirige a estos lugares se refleja en las palabras que pronunció en Turín, ante la Sábana Santa: “estoy aquí como Sucesor de Pedro y traigo en mi corazón a toda la Iglesia, más aún, a toda la humanidad”. La peregrinación de Benedicto XVI es, sí, la de un hombre más, la de un cristiano más, pero es también la de aquel que, como Sucesor de Pedro, representa la unidad y la catolicidad de la Iglesia, su apertura al conjunto de los hombres de todos los tiempos.

La peregrinación, y de modo destacado la peregrinación jacobea, simboliza y crea la unidad entre los hombres, entre los pueblos y entre los tiempos. La fe inspira una energía nueva, una fuerza capaz de reconciliar la unidad con la diferencia para así contribuir a la paz: “Me inserto en una larga fila de peregrinos cristianos a estos lugares, una fila que se remonta hasta los primeros siglos de la historia cristiana y que, estoy seguro, proseguirá en el futuro. Como muchos otros antes que yo, vengo para orar en los santos lugares, a orar en especial por la paz, paz aquí en Tierra Santa y paz en todo el mundo”, afirmaba el Papa en Tel Aviv.

Compostela nos remite a los orígenes de la fe, a la memoria del Apóstol, pero nos remite también al futuro, a la necesidad de no dejar de lado la dimensión espiritual que nos constituye como humanos. El Camino de Santiago proporciona a quien lo recorre la humildad de saber que no puede contar sólo con sus propias fuerzas, sino que depende de los demás y que, a su vez, los demás están también, en cierto sentido, a su cargo. En esta mutua dependencia atisbamos una relación más profunda que nos abarca a todos: la dependencia de Dios y la inutilidad de una autosuficiencia que conduce a la soledad, al aislamiento y a la exclusión.

Europa se ha forjado en este Camino de humildad y de comunión. Siguiendo estos pasos podrá ser una casa acogedora, un hogar común que se distinga por el respeto y la valoración del otro, por la ayuda mutua y por la solidaridad de saber que todos compartimos un destino. La presencia del Papa, Sucesor de Pedro, constituye un paso significativo para avivar nuestro recuerdo e impulsar nuestro compromiso.

* Doctor en Teología. Director del Instituto Teológico de Vigo.

1.11.10

Desear y esperar

Notas para la Homilía de la Solemnidad de Todos los Santos

Ap 7,2-4.9-14; Sal 23; 1 Jn 3,1-3; Mt 5,1-12.

La solemnidad de Todos los Santos nos invita a desear y a esperar el cielo. El deseo pone en camino, mueve hacia lo que se apetece. Un enfermo que desea su curación acude al médico y se somete al tratamiento preciso. Alguien que desea aprender acude a la escuela o a la Universidad, o se dedica con afán a la lectura y el estudio. Desear el cielo nos compromete a seguir la senda de las bienaventuranzas para así llegar a la meta, que no es otra sino Dios mismo.

La espera de cielo va más allá del deseo. La esperanza se fundamenta no en nuestras ansias, sino en Dios mismo, en su voluntad y en su poder. Dios quiere para nosotros el cielo; es decir, “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). La condenación, el infierno, no responde al deseo de Dios, sino que lo contradice, de un modo semejante a como lo contradice el pecado. Tal como enseña el Catecismo, el infierno es el “estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados” (n. 1033). A pesar de Dios, a pesar de su amor benevolente, por decirlo así, podemos condenarnos, si hacemos mal uso de nuestra libertad.

Pero, ¿qué es el cielo? No podremos ni desearlo ni esperarlo sin imaginar de algún modo en qué consiste. Benedicto XVI nos proporciona una especie de descripción, basándose en los datos de la fe: “Sería [el cielo] el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el ‘tempo’ – el antes y el después – ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría” (Spe salvi, 12).

Leer más... »

30.10.10

Misericordia y penitencia

Textos: Sb 11,23-12,2; Sal 144; 2 Ts 1,11-2,2; Lc 19,1-10.

Homilía para el Domingo XXXI del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

La constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II enseña que en Jesucristo culmina la revelación divina: Dios “envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios […]. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre” (cf DV 4).

El amor misericordioso caracteriza el ser de Dios: “a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”, leemos en el libro de la Sabiduría (cf Sb 11,23-12,2). Dios es clemente y compasivo, “tardo a la cólera y rico en fidelidad”. A pesar de nuestro pecado, Él mantiene su amor.

En la entrega de su Hijo, en la Encarnación y en la Cruz, este amor incondicional se hace visible y palpable: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9). Zaqueo, “jefe de publicanos”, estaba ciertamente “perdido”, al menos a los ojos de los hombres oficialmente piadosos de Israel, vigilantes de una pureza ritual.

Su oficio, recaudador de aduanas y cobrador de impuestos, lo desacreditaba completamente. Desempeñar esa tarea equivalía a vivir de modo permanente en el pecado y en la injusticia. Además, era rico y posiblemente se habría aprovechado en ocasiones de los pobres.

Sin embargo, en este hombre, en Zaqueo, había germinado la semilla de la salvación porque deseaba ver al Salvador. Este deseo le lleva a superar las dificultades: su escasa estatura y la aglomeración de las gentes, que se levantaba como un muro infranqueable que le impedía divisar al Señor.

En cada uno de nosotros pueden estar presentes estas dificultades. Algunos Padres de la Iglesia relacionan la pequeña estatura con la escasez de la fe, ya que sin fe, o sin una disposición a creer, no se puede “ver” a Jesús, no se puede reconocerlo como Salvador. Por su parte, la turba simboliza “la confusión de la multitud ignorante”, decía San Cirilo; es decir el cúmulo de prejuicios que se convierten en obstáculos para encontrar al Señor.

Leer más... »