La pregunta de los saduceos
Homilía para el Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
Textos: 2 M 7,1-2.9-14; Sal 16; 2 Te 2,16-3,5; Lc 20,27-38.
Los saduceos formaban un importante grupo religioso dentro del judaísmo. No creían ni en la inmortalidad del alma ni en la resurrección de los muertos y, en consecuencia, tampoco en la recompensa o castigo después de la vida presente. Se remitían a los cinco libros del Pentateuco, los únicos que ellos reconocían, en los que, de modo explícito, no se habla de la resurrección. La pregunta que aquellos saduceos dirigen a Jesús no busca aclarar una duda, sino que es una pregunta malintencionada, pretendiendo asechar al Señor.
Por razones distintas a las de los saduceos, también hoy son muchos los que no creen en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. No sólo ateos o agnósticos, sino incluso bastantes católicos: “llama la atención que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad alguna más allá de la muerte”, escribían en 1995 los obispos de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe.
En realidad, la fe en la resurrección de los muertos es una consecuencia de la fe en Dios. Así lo explica Jesús: “que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,37-38).

Cuando Yitzhak bar Shimón salió de su casa, a la mitad de la prima vigilia, el cielo estaba cuajado de estrellas, estaba oscuro, pues la luna no se haría visible hasta el final de la secunda vigilia, tomó el camino de la Bet haKenéset (Sinagoga) de Antioquía, al poco se detuvo pues el resplandor, a jirones, de una lluvia de estrellas conocidas como Acuáridas se mostraba en todo su esplendor, y, con una extraordinaria actividad. 
Notas para la Homilía de la Solemnidad de Todos los Santos
Textos: Sb 11,23-12,2; Sal 144; 2 Ts 1,11-2,2; Lc 19,1-10.












