Cuando el diálogo es (casi) imposible
Dialogar no es fácil. El diálogo es una “discusión o trato en busca de avenencia”. Pero a veces la avenencia no se consigue. Puede tratarse de un diálogo de besugos o hasta de sordos. De besugos, cuando falta la coherencia lógica, y de sordos, cuando los interlocutores no se prestan atención.
De ambos modelos de diálogo no logrado tenemos ejemplos más que de sobra. Se debe dialogar, sí, pero con quien esté dispuesto a ello. Lo demás, es perder el tiempo. Con un fanático el diálogo es imposible. Da igual lo que se diga o cómo se diga. El fanático – religioso o político – va a lo suyo. Sólo a lo suyo.
Yo creo que, visto lo visto, cuando el diálogo es imposible, no hay que retroceder. Hay que esforzarse por mantener las propias posiciones, con respeto y con firmeza. ¿Por qué una persona, sin llegar a demostrar nada, logra imponerse por encima del parecer de muchas otras personas? ¿Por qué unos padres a quienes el Crucifijo les molesta – no se sabe por qué motivo – han de obligar a los demás padres – que son mayoría – a retirarlo de un aula?
No vale el diálogo. A la minoría muy minoritaria – uno o dos – no le van a convencer las razones. Da igual lo que se les diga. No quieren el Crucifijo y basta. Se les podría decir que la imagen del Crucificado es un símbolo de nuestra civilización, un símbolo de paz, una imagen de la alianza de Dios con los hombres. Les da lo mismo. Ellos, a lo suyo.


Oyendo algunas críticas a la visita del Papa uno se pregunta si merece la pena escuchar y, sobre todo, si merece la pena responder. Es evidente que determinadas personas van a lo que van, a la carga contra todo lo que suene a “católico”. Son, en este propósito, incansables. Cualquier pretexto les basta y si no hay pretexto se lo inventan.
1.
Si he de hacer un primer balance de lo que para mí ha supuesto esta visita del Papa debo hablar de sentimientos encontrados, de una especie de amalgama de alegría y decepción. Alegría por la presencia entre nosotros del Sucesor de Pedro, por su magisterio claro y profundo, por la sintonía evidente de los fieles sencillos con el Pastor de la Iglesia universal. Pero he experimentado, también, tristeza al constatar que una parte – no sé si numerosa, pero sí influyente – de la población es cada vez más hostil al mensaje cristiano y a quien lo proclama de modo autorizado.












