24.09.10

Pena de muerte

En un penal del Estado de Virgina, ha sido ejecutada Teresa Lewis. En su contra, haber organizado el asesinato de su marido y de su hijastro, con la finalidad de cobrar el seguro de vida de ambos. Que sea una mujer me parece irrelevante. Un asesinato es un asesinato, sea perpetrado por un hombre o por una mujer.

Que su coeficiente intelectual bordease el límite quizá no represente, tampoco, un argumento decisivo, ya que demostró la suficiente destreza como para hacer eliminar a esos dos hombres.

Yo no hablaría fácilmente de “injusticia”. Si la justicia es dar a cada uno lo suyo, lo que le es debido, no atenta contra la equidad que quien procura la muerte de dos personas pague por su delito con su propia muerte. En casos así no hay desproporción.

Sí encuentro la desproporción si comparamos la actuación de un criminal con la actuación del Estado. El criminal, en su crimen, no se rige por un alto código ético. Transgrede la ley y hasta la moral. Al Estado cabe, pienso yo, pedirle más. Debe actuar con ejemplaridad, no sólo con contundencia.

Ya sé que la pena de muerte, en principio al menos, no es contraria a la doctrina católica. Santo Tomás la justificaba con vistas al bien común: “Es lícito matar a un malhechor en cuanto que su muerte está ordenada a la salvación de toda la colectividad”. Y añadía: “corresponde solamente a aquel a quien se le ha confiado la tarea de procurar la salvación colectiva, lo mismo que corresponde al médico proceder a extirpar un miembro enfermo, cuando lo exige el cuidado de todo el organismo”.

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23.09.10

La ceguera de Epulón

Homilía para el XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro nos invita a la sobriedad y a la solidaridad. La moderación en el estilo de vida y el desprendimiento de las cosas ayuda a estar alerta para descubrir las necesidades de los demás; para abrirnos al otro y, de este modo, también a Dios.

No se dice en el texto evangélico que Epulón cometiese grandes crímenes. Más bien, vivía ocupándose sólo de sí mismo y con indiferencia en relación a la suerte de los otros: “vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes” (Lc 16,19). Una vida cómoda, disoluta, que está en origen de la falta de compasión y de la ceguera ante los males ajenos. También el profeta Amós advierte a sus contemporáneos del riesgo que comporta este estilo de vida: “bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes, y no os doléis de los desastres de José” (cf Am 6,1-7).

Lázaro no estaba lejos, estaba a la puerta de la casa de Epulón. Esta proximidad, incluso física, hace más reprobable su indiferencia: “Estaba recostado a la puerta para que el rico no dijese: yo no lo he visto, nadie me lo ha anunciado. Lo veía ir y venir y estaba cubierto de llagas para dar a conocer en su cuerpo la crueldad del rico”, comenta San Juan Crisóstomo.

La ceguera ante las necesidades del prójimo impide que podamos acoger la palabra de Dios, aunque estuviese acompañada de manifestaciones extraordinarias. Epulón, en vida, no quiso escuchar ni a Moisés ni a los profetas. Tampoco sus cinco hermanos, en la medida en que continúen sumergidos en la ebriedad de las riquezas, harán caso de las advertencias de Dios.

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22.09.10

Celibato

Día sí y día también salta a la palestra la cuestión del celibato de los sacerdotes. Algunos piden la abolición de esta ley eclesiástica – aunque me imagino que no estarán en contra del celibato como forma de vida, porque eso equivaldría a decretar el matrimonio como una obligación forzosa -. Muchos otros apuestan por un celibato “opcional”, olvidando que ningún sacerdote ha sido amenazado de muerte, el día de su ordenación diaconal, para que prometiese la observancia del mismo.

Los sacerdotes católicos de rito latino han escogido libremente el celibato, como han escogido, en plena libertad, responder a su vocación sacerdotal. San Pablo recomienda a los no casados y a las viudas que permanezcan en su estado, pero, con gran realismo, añade: “Y si no pueden guardar continencia, que se casen; mejor es casarse que abrasarse” (1 Co 7,9). No es ningún desdoro abandonar el Seminario si uno comprueba que no es capaz de evitar el “incendio”.

La doctrina católica no está en contra del matrimonio. San Pablo dice que es un sacramento que representa la unión de Cristo con la Iglesia (cf Ef 5,32). Las interpretaciones de la espiritualidad cristiana que comportaban el desprecio del matrimonio han sido mantenidas por grupos sectarios. Los mesalianos, por ejemplo, muy preocupados por la lucha del hombre contra el demonio, acogían como ascetas y proclamaban bienaventurados a los casados que se apartaban del matrimonio. Pero ésta no ha sido la norma común.

El celibato, para un sacerdote, tiene sentido si lo asume y ratifica ejerciendo hasta el fondo su propia libertad, su capacidad de comprometerse. Ya sabemos que no hay una vinculación intrínseca, indisoluble, entre sacerdocio y celibato. La ley se remonta a los concilios de Elvira (306) y de Roma (386), pero encontró una confirmación a lo largo de los siglos y también en nuestros días.

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21.09.10

Ecumenismo: Verdad y amistad

El ecumenismo tiene como finalidad el restablecimiento de la unidad de los cristianos, la “Unitatis redintegratio”, por emplear la expresión que sirve de título al conocido decreto del Concilio Vaticano II.

El deseo de unidad se hizo especialmente vivo a comienzos del siglo XX, tanto entre las confesiones protestantes, como entre los ortodoxos y los católicos. León XIII fue un pontífice muy preocupado por la unidad, como lo prueba su carta “Satis cognitum”, de 1896. A la que seguirían “Mortalium animos”, de Pío XI, en 1928 y “Ad Petri cathedram”, de Juan XXIII, en 1959.

La comprensión católica del ecumenismo toma en cuenta la comunión real que existe entre todos los cristianos, aunque no olvida que esa comunión es, con muchos de ellos, todavía imperfecta. Debe, por consiguiente, caminar hacia una comunión plena.

Hay varios niveles en el ecumenismo. Uno de ellos, el ecumenismo espiritual, promueve la oración y la respuesta a la llamada universal a la santidad. El ecumenismo doctrinal se concreta en diálogos teológicos bilaterales o multilaterales. Otras formas de ecumenismo son el ecumenismo pastoral - en la atención, por ejemplo, de matrimonios mixtos – y el testimonio común por la paz, la justicia y la integridad de la creación.

Estos diversos niveles han sido recordados por el Papa Benedicto XVI en su visita al Arzobispo de Canterbury (17-IX-2010). Y precisaba el Papa con mucho acierto: “reconocemos que la Iglesia está llamada a ser inclusiva, pero nunca a expensas de la verdad cristiana. En esto radica el dilema que afrontan cuantos están sinceramente comprometidos con el camino ecuménico”.

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20.09.10

La serenidad del Papa Benedicto

Al caracterizar la figura de Juan Pablo II era frecuente emplear el símil del “huracán”. Especialmente en los primeros tiempos se su pontificado, Juan Pablo II era como una fuerza de la naturaleza que parecía arrastrarlo todo. Con los años, se hizo más débil, aunque jamás decayesen su voluntad y su entrega generosa.

Benedicto XVI no es un huracán. Lo pensaba mientras veía las imágenes de su reciente visita al Reino Unido. Si se trata de encontrar un parecido con los fenómenos naturales, podríamos evocar una lluvia suave, algo así como el rocío.

El rostro del Papa irradiaba serenidad, sosiego, y a la vez una profunda alegría, en absoluto bulliciosa. En el avión que lo trasladaba al Reino Unido, manifestó este rasgo de su fisonomía -también espiritual- al contestar una pregunta relacionada con la dificultad del viaje: “estoy seguro de que, por un lado, habrá acogida positiva de los católicos, de los creyentes en general, y atención de cuantos buscan cómo proseguir en este tiempo nuestro, y respeto y tolerancia recíprocos. Donde existe un anticatolicismo, sigo adelante con gran valentía y con alegría”.

Estas dos notas, la valentía y la alegría, nacen – pienso yo – de la serenidad que proporcionan la fe y el abandono en las manos de Dios. Están igualmente muy vinculadas a la esperanza, al amor de Dios y a la humildad.

En su primera encíclica hay un pasaje que siempre me impresiona: “Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: « Somos unos pobres siervos » (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas” (“Deus caritas est”, 35).

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