Pena de muerte
En un penal del Estado de Virgina, ha sido ejecutada Teresa Lewis. En su contra, haber organizado el asesinato de su marido y de su hijastro, con la finalidad de cobrar el seguro de vida de ambos. Que sea una mujer me parece irrelevante. Un asesinato es un asesinato, sea perpetrado por un hombre o por una mujer.
Que su coeficiente intelectual bordease el límite quizá no represente, tampoco, un argumento decisivo, ya que demostró la suficiente destreza como para hacer eliminar a esos dos hombres.
Yo no hablaría fácilmente de “injusticia”. Si la justicia es dar a cada uno lo suyo, lo que le es debido, no atenta contra la equidad que quien procura la muerte de dos personas pague por su delito con su propia muerte. En casos así no hay desproporción.
Sí encuentro la desproporción si comparamos la actuación de un criminal con la actuación del Estado. El criminal, en su crimen, no se rige por un alto código ético. Transgrede la ley y hasta la moral. Al Estado cabe, pienso yo, pedirle más. Debe actuar con ejemplaridad, no sólo con contundencia.
Ya sé que la pena de muerte, en principio al menos, no es contraria a la doctrina católica. Santo Tomás la justificaba con vistas al bien común: “Es lícito matar a un malhechor en cuanto que su muerte está ordenada a la salvación de toda la colectividad”. Y añadía: “corresponde solamente a aquel a quien se le ha confiado la tarea de procurar la salvación colectiva, lo mismo que corresponde al médico proceder a extirpar un miembro enfermo, cuando lo exige el cuidado de todo el organismo”.