1.11.10

Desear y esperar

Notas para la Homilía de la Solemnidad de Todos los Santos

Ap 7,2-4.9-14; Sal 23; 1 Jn 3,1-3; Mt 5,1-12.

La solemnidad de Todos los Santos nos invita a desear y a esperar el cielo. El deseo pone en camino, mueve hacia lo que se apetece. Un enfermo que desea su curación acude al médico y se somete al tratamiento preciso. Alguien que desea aprender acude a la escuela o a la Universidad, o se dedica con afán a la lectura y el estudio. Desear el cielo nos compromete a seguir la senda de las bienaventuranzas para así llegar a la meta, que no es otra sino Dios mismo.

La espera de cielo va más allá del deseo. La esperanza se fundamenta no en nuestras ansias, sino en Dios mismo, en su voluntad y en su poder. Dios quiere para nosotros el cielo; es decir, “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). La condenación, el infierno, no responde al deseo de Dios, sino que lo contradice, de un modo semejante a como lo contradice el pecado. Tal como enseña el Catecismo, el infierno es el “estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados” (n. 1033). A pesar de Dios, a pesar de su amor benevolente, por decirlo así, podemos condenarnos, si hacemos mal uso de nuestra libertad.

Pero, ¿qué es el cielo? No podremos ni desearlo ni esperarlo sin imaginar de algún modo en qué consiste. Benedicto XVI nos proporciona una especie de descripción, basándose en los datos de la fe: “Sería [el cielo] el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el ‘tempo’ – el antes y el después – ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría” (Spe salvi, 12).

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30.10.10

Misericordia y penitencia

Textos: Sb 11,23-12,2; Sal 144; 2 Ts 1,11-2,2; Lc 19,1-10.

Homilía para el Domingo XXXI del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

La constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II enseña que en Jesucristo culmina la revelación divina: Dios “envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios […]. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre” (cf DV 4).

El amor misericordioso caracteriza el ser de Dios: “a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”, leemos en el libro de la Sabiduría (cf Sb 11,23-12,2). Dios es clemente y compasivo, “tardo a la cólera y rico en fidelidad”. A pesar de nuestro pecado, Él mantiene su amor.

En la entrega de su Hijo, en la Encarnación y en la Cruz, este amor incondicional se hace visible y palpable: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9). Zaqueo, “jefe de publicanos”, estaba ciertamente “perdido”, al menos a los ojos de los hombres oficialmente piadosos de Israel, vigilantes de una pureza ritual.

Su oficio, recaudador de aduanas y cobrador de impuestos, lo desacreditaba completamente. Desempeñar esa tarea equivalía a vivir de modo permanente en el pecado y en la injusticia. Además, era rico y posiblemente se habría aprovechado en ocasiones de los pobres.

Sin embargo, en este hombre, en Zaqueo, había germinado la semilla de la salvación porque deseaba ver al Salvador. Este deseo le lleva a superar las dificultades: su escasa estatura y la aglomeración de las gentes, que se levantaba como un muro infranqueable que le impedía divisar al Señor.

En cada uno de nosotros pueden estar presentes estas dificultades. Algunos Padres de la Iglesia relacionan la pequeña estatura con la escasez de la fe, ya que sin fe, o sin una disposición a creer, no se puede “ver” a Jesús, no se puede reconocerlo como Salvador. Por su parte, la turba simboliza “la confusión de la multitud ignorante”, decía San Cirilo; es decir el cúmulo de prejuicios que se convierten en obstáculos para encontrar al Señor.

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28.10.10

El valor de la memoria: Un recuerdo de D. Vicente Souto Doval

Un canónigo de mi diócesis me contaba que, en la tradición litúrgica de nuestra catedral, se solía, en determinadas horas del coro, hacer memoria de los santos locales leyendo algún pasaje de sus vidas. La gran amenaza que atenta contra la memoria es el olvido. Cuando uno recorre las calles de una ciudad ve que están dedicadas a personajes, a próceres o a hombres eminentes, de los que la mayoría de nosotros ya no sabemos nada. Sólo lo que queda escrito permanece.

No es una tontería tomarse la molestia de escribir muchas cosas. Haciéndolo, dejando constancia de lo que ha acaecido, prestamos un servicio a los que vendrán después de nosotros, a quienes no es lícito sustraerles un presente que será, para ellos, su pasado.

Hoy he recibido, como obsequio de su autor, un precioso libro: Ignacio Domínguez, “Vicente Souto Doval. Prelado de Honor de Su Santidad. Forjador de vida cristiana. Semblanza biográfica” (edición del autor, Vigo 2010, 148 páginas). D. Ignacio Domínguez es un sacerdote de Tui-Vigo que, entre sus muchas cualidades, cuenta con el talento de escribir mucho y bien. Ya no sé cuantos libros ha publicado. Si digo 20, igual me quedo corto.

D. Ignacio ha elaborado en este texto una semblanza de otro sacerdote de la Diócesis: Mons. Vicente Souto Doval, fallecido hace casi un año. Don Vicente era una verdadera institución. Era muy querido, tenía un enorme prestigio y su muerte nos conmovió a todos. Baste decir que en su funeral, celebrado el día de los fieles difuntos, concelebraron con el Obispo la mitad de los sacerdotes diocesanos (una verdadera multitud, teniendo en cuenta que en esa fecha los curas no están, que digamos, libres de ocupaciones).

El libro se abre – tras un prólogo de Mons. Quinteiro Fiuza, actual obispo de Tui-Vigo – con una serie de testimonios a cargo de los obispos eméritos Mons. Diéguez Reboredo y Mons. Cerviño Cerviño, así como de Mons. Gómez González – antes sacerdote de Tui-Vigo y ahora obispo de Abancay, en Perú – y de D. Víctor García de la Concha, Director de la Real Academia Española, amigo y compañero de estudios en Roma de D. Vicente.

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27.10.10

El Papa alemán

He comprado el libro en la librería más próxima a mi parroquia, cuyo dueño es una persona de gran amabilidad. Realmente no compro muchos libros allí, ya que suelo reservar esos momentos de enorme placer – ver las novedades, curiosear sobre tal publicación o tal otra – para los miércoles, después de mis clases en Santiago.

Me refiero a la biografía del Papa que acaba de publicar Pablo Blanco Sarto, “Benedicto XVI. El Papa alemán” (Planeta Testimonio, Barcelona 2010, 606 páginas, 21 euros). Pablo Blanco es un sacerdote de la Prelatura del Opus Dei que enseña Teología en la Universidad de Navarra. Es doctor en Filosofía y en Teología. Su tesis doctoral en Teología, “Joseph Ratzinger: Razón y Cristianismo” (Rialp, Madrid 2005, 300 páginas), constituye una interesantísima aproximación al pensamiento del que, sin duda, es, además de Papa, el mejor teólogo vivo de la Iglesia Católica. Pablo Blanco puede estar agradecido a la Providencia: No siempre sucede que el autor que uno ha estudiado a fondo para su tesis sea elegido Papa al poco de defender la propia disertación doctoral.

El libro que ahora presento – del que he leído, por el momento, 271 páginas – enlaza de modo muy oportuno acontecimientos de la historia de la Iglesia con la trayectoria biográfica del actual Pontífice, pero, sobre todo, nos proporciona un mapa de la evolución teológica de Joseph Ratzinger. No se trata sólo de un libro para los historiadores, o para los interesados por la actualidad, sino también de un texto de gran interés teológico.

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26.10.10

Había estado VIII (escrito por Norberto)

Melitón y Rómulo, desde la hora prima, repasaban el plan de vigilancia, diseñado para la fiesta del Shavuot, el plano de Yerushaláyim, incluyendo los alrededores, era recorrido una y otra vez por los legionarios, distribuyendo los puestos de guardia, marcando los recorridos de patrullas a caballo, estableciendo contraseñas y señales (un silbido atención, dos silbidos petición de ayuda, tres alarma y zafarrancho de combate). Era un momento especial para ambos, pues una vez concluido el Shavuot, habría finalizado la misión que les trajo a Yerushaláyim, regresarían a Damasco y volverían a su rutina militar, tenían planes al respecto: maniobras, nuevos movimientos, algunas nuevas armas, volverían a lo suyo.

Era la hora tertia del sexto yôm, víspera del Shavuot, y la puerta de la Torre Antonia, que daba a la calle, era un hervidero de gentes de toda suerte y condición, no solo militares sino civiles, vendedores ambulantes, arrieros y carreros, rabinos y escribas; los desocupados cruzaban por delante de la misma, pues curioseaban, y, elucubraban sobre el número de soldados que podrían estar alojados, cuántos habrían venido este año a la Fiesta; en fin, animadas conversaciones, totalmente estériles, y odiosas, para un romano, pero que provocaban encendidas disputas y abundantes predicciones en los habitantes de Yerushaláyim, era una manera de mantener las relaciones personales, además de ejercer la ironía, la picardía y el relato intercambiado de anécdotas de años pasados.

Era el momento del saludo a los menos frecuentados, y, el de la bienvenida a los viajeros llegados para la ocasión, que a su vez incrementaban el acervo de anécdotas, noticias y sucedidos entrando en esa desordenada tertulia de paseo por la ciudad, tan cara a los jerosolimitanos y a todos los israelitas, realmente a todos los próximo-orientales.

Eliecer, pasó por casa de Mohse, para confirmar que a la hora tertia, los nazarenos jerosolimitanos, estaban citados en “su esquina”, que era la más cercana a la Puerta del Pescado, haciendo una diagonal a la planta cuadrangular de las cuatro torres de la Fortaleza Antonia; eficiente y callado, como siempre, se había encargado de los contactos familiares, y, había seguido, a distancia a su prima Ana, cuando llevó los regalos, acompañado, “solo”, de Eulogio: su promesa de cuidarla, cerrada con Ambrosyós, era, para él, más valiosa que su vida, y, esos días había muchos devotos y “no devotos” en la ciudad. También había comprado los dos panecillos, que Ana llevaría como ofrenda al Templo, aunque no pudiera entrar en él, se quedaría con Judith en el Patio de las Mujeres, la ofrenda la haría Eulogio, apadrinado por Eliecer y Mohse, junto a todos los parientes “nazarenos”, varones, allí el muchacho formularía su deseo de consagrar su vida al servicio de YHWH, eso llevaría la aceptación del sacerdote de turno en el servicio del Templo, sería afirmativa la respuesta, ya que todo estaba hablado, y los “nazarenos” habían pagado el preceptivo estipendio, a escote.

Lejos, muy lejos de allí, en Antioquía en casa de Isaac ben Simon, Isabel preparaba los pasteles de “leche y miel”, de mejor paladar de un día para otro – en recuerdo de la promesa, realizada felizmente - además de amasar para los kreplaj, pues la masa debería estar varias horas fermentando y subiendo, era una elaboración laboriosa y no quería rozar el límite de horas de actividad permitido en Shabat, mientras tanto, Isaac despedía a su yerno Ambrosyós, Isaac le besó la mejilla , le puso las manos en la frente, para lo que el gálata tuvo que arrodillarse si no quería que Isaac se descoyuntara estirando los brazos para alcanzarle; tras haber cenado allí, marchaba para hacer la entrega de un pedido para un joven médico, recién llegado, de regreso, a la ciudad, pues era antioqueno de origen y familia, Lucas, se llamaba.

La expresión mostrada por Lucas, y la franca sonrisa, dejaron satisfecho al metalúrgico, que desdoblaba con mucho cuidado los escalpelos, cinco, en distintos tamaños y formas, los había planos y curvos, de distintas longitudes, los curvos no tenían el mismo radio de curvatura, cada uno con sus dimensiones y geometría distintas.
Había seleccionado las piedras con la mejor veta de hierro, había separado, cuidadosamente la ganga terrosa del mineral procedente de la explotación, bien conocida por él, sita en las estribaciones de la cadena montañosa del Tauros, cerca de Tarso; había partido de unos dibujos hechos por el propio médico - años después supo de su habilidad pictórica – y tras fundir la mena, había trabajado cuidadosamente los radios, los filos y las hojas para conseguir el brillante resultado.

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