4.12.10

Una digna morada

Homilía para la solemnidad de la Inmaculada Concepción

Textos: Gn 3,9-15.20; Sal 97; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38.

Para que el Verbo eterno habitase entre nosotros haciéndose hombre, Dios preparó a su Hijo una digna morada. Esa Morada nueva es la Virgen, la “llena de gracia” (Lc 1,28); es decir, la criatura totalmente amada por Dios, ya que su corazón y su vida están por entero abiertos a Él. La casa de Dios con los hombres queda así inaugurada. María es el Israel santo, que dice “sí” al Señor y, de este modo, se convierte en la primicia de la Iglesia y en el anticipo, aquí en la tierra, de la definitiva morada del cielo. Dios vence, con su amor insistente, la desobediencia de Adán y de Eva, el peso del pecado, el absurdo intento de exiliarlo a Él, a Dios, del mundo de los hombres.

El Señor construye su casa preservando de todo pecado a María, para mostrar que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Se muestra así, en toda su belleza, el proyecto creador de Dios: “El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría de tener la pureza y la belleza de la Inmaculada”, enseña Benedicto XVI (15.8.2009). No es rebelándose contra Dios como el hombre se encuentra a sí mismo. Por el contrario, es abriéndose a Él, volviendo a Él, donde descubre su dignidad y su vocación original de persona creada a su imagen y semejanza.

En la Carta a los Efesios, San Pablo se hace eco del plan de salvación: Dios nos eligió en Cristo “antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1, 4). En la Virgen, desde el primer instante de su concepción inmaculada, sólo hay aceptación y acogida de esta voluntad divina. En Ella, verdaderamente, todo se hace según la palabra de Dios, sin ningún tipo de obstáculo o interferencia.

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2.12.10

La penitencia y el desierto

Homilía para el II Domingo de Adviento (Ciclo A)

Textos: Is 11,1-10; Sal 71; Rm 15,4-9; Mt 3,1-12.

La figura profética de Juan Bautista se presenta en el desierto de Judea (cf Mt 3,1). El desierto no es la meta definitiva, sino una etapa de tránsito, un territorio que hay que atravesar para vivir en la tierra prometida. Igualmente es un escenario que, por sí mismo, invita a la conversión, a recordar que el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf Mt 4,4). Desde esta perspectiva, el desierto es un marco adecuado para escuchar a Dios.

Los afanes de este mundo pueden constituir un obstáculo que nos impida salir al encuentro de Cristo. La ascética persona del Bautista testimonia la necesidad de un distanciamiento interior, de un desapego de lo accidental para concentrarse en lo esencial. San Máximo de Turín comenta que Juan escogió el lugar “donde su predicación no estuviese expuesta a la murmuración de una multitud insolente o a las sonrisas de un público impío, sino donde únicamente pudieran oírle los que buscaban la palabra de Dios por ella misma”.

Alejado de una multitud propicia al descaro y a la burla de lo religioso, Juan alza la voz para predicar la penitencia, la conversión que se traduce en obras, que da frutos. Con su predicación dispone los corazones de los oyentes y, de este modo, allana los senderos que conducen al Señor. Juan es un heraldo de la gracia, pues la posibilidad de hacer penitencia es un don. Es Dios mismo quien nos prepara para poder recibirlo.

Benedicto XVI ha definido la conversión como “la llegada de la gracia que nos transforma” y ha advertido sobre la imposibilidad de silenciar la llamada a hacer penitencia: “Nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar” (15.IV.2010).

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1.12.10

Dedicación de la Catedral

Hoy celebramos el 785 aniversario de la dedicación de la catedral de Tui. El obispo Esteban Egea consagró el templo el 30 de noviembre de 1225, festividad de San Andrés. Para respetar la fiesta de este apóstol, el aniversario de la dedicación se fijó, por orden del mismo obispo, el día 1 de diciembre.

Levantada en lo alto de una colina, la catedral tiene el aspecto externo de una fortaleza, flanqueada por torres. En la fachada norte se alza la torre de San Andrés, que en un principio era exenta y, posteriormente, fue unida al resto del edificio. Una de las estancias de esta torre fue, en tiempos, la cárcel del cabildo.

Merece la pena subir al triforio y descubrir la “otra” catedral, la que no se ve si uno se limita a visitar sus naves y capillas. Además de la mencionada torre de San Andrés, muy vinculada a la familia del obispo Juan Fernández de Sotomayor, se puede observar también, en la zona sur del edificio, lo que queda del palacio del obispo Diego de Muros; una buena muestra del gótico civil.

La liturgia del aniversario de la dedicación de la catedral, que en la propia iglesia tiene el rango de solemnidad, alude a la majestad de Dios que, desde el santuario, impone reverencia. Se le pide a Dios que en ese lugar santo se le ofrezca siempre “un servicio digno” para que así los fieles “obtengan los frutos de una plena redención”.

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29.11.10

Hoy comienza

Hoy comienza la novena de la Imaculada. En la solemnidad del 8 de Diciembre “se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación radical (cf Isaías 11,1.10) a la venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga”, escribía el Papa Pablo VI en la exhortación apostólica Marialis cultus.

Todo el tiempo de Adviento se caracteriza por la impronta mariana. La Iglesia, con María, espera a Cristo; aguarda la celebración de su Nacimiento en la Navidad y se prepara para su segunda venida en gloria al fin de los tiempos.

El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una síntesis precisa del significado de la “Inmaculada Concepción”: “Dios eligió gratuitamente a María desde toda la eternidad para que fuese la Madre de su Hijo; para cumplir esta misión fue concebida inmaculada. Esto significa que, por la gracia de Dios y en previsión de los méritos de Jesucristo, María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción”.

En el plan divino de la salvación, la Virgen ocupa un papel singular: es la Madre de Cristo. Asociada a su Hijo, María es la “Toda Santa”, la Mujer en la que se manifiesta de modo más nítido el triunfo del Redentor. La Iglesia, leyendo la Sagrada Escritura a la luz de la fe, ha visto en María a la nueva Eva, cuyo Hijo aplastará la cabeza de la serpiente (cf Génesis 3,15). El ángel Gabriel la saludó como “llena de gracia” (Lucas 1,28) y Santa Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre” (Lucas 1,42).

Pero todo el Antiguo Testamento prefigura, de algún modo, el misterio de la Virgen al referirse a la renovación de Sión, o a la nueva creación, o a la morada de Dios en el templo, o al sí de Israel en el Sinaí, que anticipa a la esposa inmaculada que habría de dar el sí definitivo a la eterna alianza. “Dios, que no derrocha sus prodigios, en la Inmaculada abre la puerta a la esperanza. En efecto, la ‘Toda Santa’ aparece al término de una larga historia de gracia y de pecado, cuyo director es Dios […]. La Inmaculada es el comienzo que tiene en sí el anticipo del fin” (A. Serra).

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27.11.10

Estad en vela

Homilía para el Domingo I de Adviento (Ciclo A)

Textos: Is 2,1-5; Sal 121; Rm 13,11-14; Mt 24,37-44

El Señor, hablando de se segunda venida, nos exhorta a la vigilancia, a estar en vela, a estar preparados (cf Mt 24,37-44). Comentando este pasaje evangélico, San Gregorio Magno escribe: “Vela el que tiene los ojos abiertos en presencia de la verdadera luz; vela el que observa en sus obras lo que cree; vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”.

Velar es, en primer lugar, abrir los ojos y mantenerlos abiertos para reconocer la presencia de la verdadera luz, que es Cristo, nuestro Señor. San Pablo dice a los romanos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13,11).

El Adviento nos invita y nos estimula a captar la presencia del Señor en medio de nosotros: “La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como una ‘visita’, como un modo en el que Él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?”, se preguntaba el Papa Benedicto XVI en una homilía de Adviento.

Si nos dejamos cegar por las prisas, por la rutina, por la mediocridad, seremos incapaces de advertir la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin la conciencia de su cercanía nos dejaríamos vencer por el hastío y el cansancio. Debemos hacer nuestra la oración del Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.

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