El Papa en España (II). La alegría de Pedro (escrito por Fredense)
“Tenía 29 años en 2007 cuando fui madre por primera vez. Nuestro pequeño Tim era un niño saludable y hermoso, y formábamos una familia feliz. Por ello decidimos regalarle rápidamente un hermanito. En el verano de 2008 me quedé nuevamente embarazada y aquel viernes, en mi vigésimo primera semana de embarazo, estaba deseando ver mediante la ecografía las primeras imágenes de mi hijo. Pero algo no iba bien: la doctora me enseñó las zonas de la columna vertebral que estaban dañadas y me explicó que mi hijo padecía de espina bífida. Yo misma soy comadrona y había oído hablar de casos de aborto tardío, pero ahora tenía que tomar una decisión: ¿quiero continuar con este embarazo o no? Visité con mi marido varios médicos especialistas en diagnóstico prenatal.
Entre tanto ya estaba en la semana 22 y mi hijo se movía, pero habíamos perdido todo contacto con él: ya no lo acariciábamos, no le poníamos música ni le hablábamos. No se nos pasaba por la cabeza verlo crecer y nuestros sentimientos nos daban la razón: según los médicos jamás aprendería a andar, sería paralítico y estéril. Ya no teníamos dudas: queríamos la interrupción. En otro caso este niño tendría un infierno de vida, dolores sin cesar, nunca reiría con nosotros, nunca podría ser independiente.
Pero teníamos que darnos prisa. Los médicos nos informaron de que, a estas alturas del embarazo, se dan casos de abortos fallidos en los que, contra pronóstico, el niño no muere del todo, y luego ellos están obligados a intentar salvarle la vida. Por ello en Alemania en los abortos tardíos se elimina al niño en el vientre de la madre por medio de inyección letal o cortándole el suministro de sangre a través del cordón umbilical, mientras médico, enfermera y padres observan por ecografía cómo el corazón deja de latir. Luego se induce el parto del feto ya muerto.
Lo hice en el mismo hospital en el que trabajo. Una amiga y compañera me asistió. El tratamiento empezó a las 9 de la mañana y por la tarde ya empezaron los dolores de parto. Yo estaba segura de hacer lo correcto. Sólo hubo un momento en el que lo pasé mal: desde el pasillo llegaban las voces de un coro de niños cantando villancicos. No lo podía soportar, y poco antes de la expulsión me sobrevino un gran temor de tener que dejar que mi hijo se me fuera, y comencé a llorar. Y entonces apareció nuestro pequeño Bastian, 430 gramos, pequeño como la palma de la mano, y tan vivo. Por lo menos durante los siguientes 90 minutos. Bastian lloraba, y yo no estaba preparada para esto. Nadie me había preparado para oír el llanto de un niño tan vivo. Una auténtica persona. Después de tenerlo toda la noche en mis brazos lo tuve que entregar a la funeraria. A nuestro hijo mayor le hemos dicho que su hermano estaba muy enfermo y que su bisabuela cuida ahora de él. Sé que donde esté, estará mejor que con nosotros.”