13.10.11

A cada uno lo suyo: Al César y a Dios

Homilía para el Domingo XXIX del Tiempo Ordinario (A)

Leemos en el evangelio según San Mateo que los fariseos “llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta” (cf Mt 22,15). Ni siquiera se la formulan directamente, sino por medio de algunos “discípulos”, acompañados por partidarios de Herodes.

La pregunta realmente era capciosa: “¿es lícito pagar impuesto al César o no?”. Quienes le interrogan buscan que Jesús contradiga la voluntad de Dios, afrentando la soberanía divina sobre Israel, o que, por el contrario, se indisponga contra el emperador de Roma, que en aquel entonces era Tiberio, y contra el rey Herodes, aliado suyo.

Parecía un callejón sin salida, una alternativa imposible. Sin embargo, el Señor consigue sorprenderlos con su respuesta, dejándolos literalmente sin palabras. Frente a un denario, la moneda del impuesto, Jesús pregunta: “¿De quién son esta imagen y esta inscripción?”. Le contestaron: “Del César”. “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21).

Nosotros debemos preguntarnos qué se le debe al César y qué se le debe a Dios. Naturalmente el César, que tiene la autoridad política, no es Dios. Hay un único Dios. Al poder político debemos darle lo que le pertenece: pueden ser los impuestos, puede ser el respeto, puede ser, también, la obediencia. “Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad”, nos recuerda el Catecismo (n. 2239).

A Dios hay que darle “lo que es de Dios”; por lo de pronto, aquello a lo que obligan sus mandatos, un deber que atañe a toda persona y a toda su vida: Amarle sobre todas las cosas, no tomar su Nombre en vano, santificar las fiestas, honrar al padre y a la madre, no matar, no cometer actos impuros, no robar, no mentir, no consentir pensamientos ni deseos impuros y no codiciar los bienes ajenos.

Si el César, la autoridad del Estado, se sabe – también en la práctica - sometido a Dios, vinculado a la hora de legislar, de gobernar y de hacer justicia a los imperativos de la ley moral natural; es decir, al “sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira” ordenando hacer el bien y prohibiendo hacer el mal (cf Catecismo 1954), será más fácil obedecer a la autoridad del Estado.

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11.10.11

La analogía de la Palabra de Dios (Verbum Domini 7)

La expresión “Palabra de Dios” se usa de distintas maneras. No es una expresión unívoca, porque no se usa siempre con la misma significación. Por ejemplo, el término “animal”, aplicado en sentido propio, es unívoco porque se predica de varios individuos con la misma significación, ya que conviene a todos los vivientes dotados de sensibilidad.

No es tampoco una expresión equívoca, ya que no se emplea para designar a cosas completamente diferentes entre sí. El término “vela” es equívoco, pues su significación conviene a diferentes cosas; por ejemplo, a un turno de oración ante el Santísimo, a la lona que en los barcos recibe el viento para impulsarlos, a un cilindro con pábilo para que pueda encenderse y dar luz, etc.

La expresión “Palabra de Dios” es análoga. La analogía es la relación de semejanza que hay entre cosas distintas. Un término, o una expresión, es análogo cuando se puede emplear para referirse a realidades distintas que, no obstante, tienen una relación de semejanza entre sí. Por ejemplo, el término “padre”: Se lo aplicamos a Dios, al progenitor, al sacerdote, etc.

¿A qué se refiere la expresión “Palabra de Dios”?

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8.10.11

Los invitados a la boda

Homilía para el Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

En su plan de salvación, Dios invita a los hombres a entrar en su Reino, simbolizado por un banquete de bodas. San Gregorio Magno ve en este banquete una imagen del misterio de la Encarnación: “Dios Padre celebró las bodas a su propio Hijo cuando unió a Éste con la humanidad en el vientre de la Virgen”. Todos nosotros estamos llamados a participar en esta comida de fiesta; es decir, a unirnos a Jesucristo formando parte de su Iglesia por la fe y el Bautismo.

La solicitud amorosa de Dios no siempre es correspondida. Muchos convidados “no quisieron ir” (Mt 22,3). Posiblemente no se pararon a valorar ni quién los invitaba ni a qué. En esta actitud de rechazo podemos ver reflejado el pecado, que consiste en la negativa a escuchar la palabra de Dios, en “la cerrazón frente a Dios que llama a la comunión con Él” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 26).

Otros convidados “no hicieron caso” (Mt 22,5). A la invitación que les llega de parte de Dios responden con la indiferencia. Corremos el riesgo de proceder así si permitimos que el agnosticismo práctico, que se traduce en vivir como si Dios no existiese, invada nuestra alma y la haga insensible en relación con las cosas de Dios.

Sumergidos en nuestros trabajos, apegados a nuestros intereses materiales e inmediatos, podemos dejar pasar de largo lo más importante. Simone Weil decía que “el apego es fabricante de ilusiones; quien quiera ver lo real, debe estar desapegado”. Si estas palabras valen para el conocimiento de la realidad en general, valen mucho más cuando se trata de escuchar el eco de la voz de Dios.

San Gregorio indica que “algunos llamados a la gracia, no sólo la desprecian, sino que también la persiguen: por esto añade: ‘Y los otros echaron mano de los siervos’ ”. Es verdad; el anuncio del Evangelio se encuentra muchas veces no solo con el rechazo o la indiferencia, sino también con el conflicto y con la persecución.

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5.10.11

María, silencio de amor

He recibido un texto de un amable lector. Me dice que es del P. Cándido Pozo y que ha sido publicado en un semanario de Granada. Lo reproduzco en este blog, pues puede resultar de interés para muchas personas.

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El pasado 9 de septiembre se cumplieron cinco meses del fallecimiento del teólogo jesuita padre Cándido Pozo. Su testimonio y sus enseñanzas, especialmente sobre la Virgen María, siguen hoy presentes.

Silencio. Hagamos silencio, exterior e interior, porque contemplaremos a la Madre de Dios… ¡María! “Morada de grandeza,/ templo de caridad y de hermosura,/ resplandece en Ella,/ la humanidad profunda,/ que la lleva a escuchar,/ para ponderar, y luego actuar,/ por ella hablan: su vida,/ testimonio de coherencia/ porque conoce y sabe,/ de donde le viene,/ su valor y su dignidad,/ que plasma en la responsabilidad,/ de la que sabe amar”. Con estas hermosísimas palabras, Fray Luis de Granada nos deja entrever la hermosura sin par de la Madre de Dios.

María reunió en sí misma todos los atributos y todas las virtudes porque fue “la llena de gracia”… Por ello, entre todos los creyentes, ella es como un “espejo” donde se reflejan del modo más profundo y claro “las maravillas de Dios”. En Ella se dan en grado perfecto todas las virtudes que se manifiestan a través del testimonio de su vida, callada, serena, donde se oculta la Madre con Cristo en Dios, por medio de la fe (Col 3,3), pues la fe es un contacto con el misterio de Dios.

Detengámonos y meditemos cómo vive María este silencio activo e integral. Silencio de expresividad porque es la perfecta discípula que se abre a la palabra y se deja penetrar por su dinamismo; cuando no lo comprende y queda sorprendida, no lo rechaza o relega; lo medita y lo guarda; cuando suena dura a sus oídos, persiste confiada en un diálogo de fe con el Dios que le habla.

Ella es la serenidad profunda, donde resuena la palabra eterna, y esa palabra eterna reclama un silencio infinito, inabarcable, para resonar potente y obrar la reconciliación. Eso es María, el remanso silencioso, sosegado, donde acampó la palabra. Ella es la tierra fecunda de la que habló el profeta Isaías, es tierra fecunda en donde germinó la salvación y gracias a ella la Palabra no regresó vacía (Is 55, 10-11).

He aquí la sonoridad inconmensurable de María; ella es el silencio más elocuente del universo, es la virgen oyente que vive a la escucha de la Palabra para ponerla en práctica viviendo el diálogo de la fe, de tal manera que este misterio de su ser, sólo se revela para quien tiene ojos para ver tras el velo de los gestos y las acciones de la Madre. Tal fue la misión de María: cumplir la voluntad de Dios en un eterno “hagan lo que Él les diga”.

María escucha, sabe escuchar. “El ángel del Señor anunció a María…”. “Alégrate llena de gracia”, llena de Dios, llena de amor, gracia plena. Por ello, “el Señor está contigo”.

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4.10.11

Prejuicios

Según el Diccionario de la Real Academia Española un “prejuicio” es una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”.

En realidad, sabemos – lo que se dice “saber” - muy pocas cosas. En la mayoría de los asuntos nos limitamos a opinar con menor o mayor acierto. Elaboramos un dictamen acerca de algo o de alguien – lo hagamos público o lo reservemos para nuestro uso interno – en base a muchos factores: si nos gusta el tema o no, si nos cae bien la persona o no, si nos han hablado bien de ese tema o de esa persona o, por el contrario, nos han contado las peores cosas, sobre el tema o sobre la persona.

Siempre hay elementos “previos”, anticipados, que van por delante. De algún modo, somos como exploradores que, por la intuición, la costumbre o por los mapas que otros han trazado, necesitamos orientarnos mínimamente.

Pensemos en un alimento y supongamos que no somos expertos en nutrición. ¿Es bueno para la salud o contraproducente? ¿Engorda o ayuda a mantener el peso? Nuestra mente necesita seguir alguna especie de hilo conductor. Si los científicos, los medios de comunicación, las personas famosas y aquellos a quienes admiramos de algún modo nos dijesen, pongamos por caso, que las fresas son lo mejor de lo mejor, apenas dudaríamos a la hora de comer fresas. Y, por el contrario, estaríamos dispuestos a repudiarlas si según los expertos, los periodistas y las celebridades de turno las fresas fuesen, al final, presentadas como una especie de veneno.

Los prejuicios son tenaces. Se adhieren a uno como lapas y no se desprenden ni con agua caliente. Es muy difícil levantarse cada día y tener que reinterpretar el mundo. El mundo es, o percibo que es, más o menos lo mismo que percibía ayer. Tendría que producirse un choque, un descubrimiento o un desengaño para que llegase a modificar mis rutinas. Si estoy muy persuadido de que el martes y trece es un día malo, seguiré pensándolo en principio, salvo que justamente un martes y trece me toque el premio gordo de la lotería.

También son desfavorables. Hemos crecido en la llamada “cultura de la sospecha”. “Piensa mal, se dice, y acertarás”. Una cierta sospecha puede ser razonable, en el sentido de servir como barrera y contención frente a la vana credulidad. Pero la sospecha por sistema es irracional y, en la práctica, imposible. Jamás tomaría un medicamento si sospechase siempre del médico. Jamás daría mi amistad si creyese que nadie puede corresponder, siquiera mínimamente, a ella. Jamás me fiaría de nadie si estimase que todo el mundo miente y traiciona. Pero si me comportase así, no podría ni salir de casa.

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