26.11.11

El deseo, la espera y la vigilancia

Homilía para el Domingo I de Adviento (ciclo B)

El profeta Isaías expresa el deseo ardiente de la venida del Señor (cf Is 63,16-19; 64,2-7). El pueblo atraviesa una situación dolorosa, ya que está desterrado en Babilonia, y dirige su mirada a Dios: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. La memoria de la fe fundamenta este deseo: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”.

Ante este recuerdo brotan dos actitudes: por una parte, la aflicción por la propia infidelidad, la conciencia de que “nuestras culpas nos arrebatan como el viento”; pero, por otra, la oración confiada: “Vuélvete por amor a tus siervos”. Dios ama a su pueblo, nos ama a cada uno. Él es nuestro Padre, su nombre es “Nuestro Redentor” y somos todos obra de su mano.

Como Israel, cada uno de nosotros ha de profundizar en este deseo de que Dios venga a nuestras vidas. La memoria de la llegada de Cristo en la Navidad, el recuerdo de su Pascua, la experiencia de sabernos amados y perdonados por Él suscitan también en nuestros corazones el arrepentimiento y la confianza: “Oh Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79).

Vinculada al deseo está la esperanza de la manifestación definitiva de nuestro Señor Jesucristo (cf 1 Cor 1,3-9). Se trata de una espera activa, de un compromiso que ha de traducirse en nuestras vidas, ya que debemos ser irreprensibles en el tribunal de Jesucristo. Pero esta exigencia no debe asustarnos, porque el Señor nos da su gracia: “Él os mantendrá firmes hasta el final”, dice San Pablo. Dios es fiel y no dejará que nos falte nada para corresponder a su llamada, a la vocación cristiana.

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25.11.11

Santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir

Una homilía dedicada a la patrona de los filósofos

El papa Benedicto XVI nos recuerda que “cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios” (cf “Verbum Domini”, 48). La vida de Santa Catalina de Alejandría, su martirio, nos ayuda a interpretar el texto evangélico que, insistentemente, repite: “No tengáis miedo” (cf Mt 10, 28-33).

El Señor da ánimo a sus discípulos para que no se asusten. Ya en algunos pasajes del Antiguo Testamento se ponen en boca de Dios esas palabras para mostrar que es Él quien, en momentos difíciles, consuela, alienta y garantiza la seguridad. El cristiano no debe temer a los perseguidores, que solo pueden matar el cuerpo. El único temor que cabe es el temor de Dios, pues Él sí tiene poder sobre el alma y el cuerpo.

Seguramente que la virgen Santa Catalina escuchó muchas veces esa exhortación de Jesús; esa llamada al coraje, a la valentía. De ella se cuenta que se atrevió en público a desafiar al emperador por haber ordenado ofrecer sacrificios a los dioses y a debatir con los mejores retóricos que, al final, se declararon vencidos. La perspectiva de la muerte no consiguió reducirla al silencio, pues estaba convencida de que el martirio no representaba el final definitivo.

Dios no se olvida de nosotros. Es nuestro Padre. Basados en esta confianza no debemos entregarnos a preocupaciones exageradas o falsas, sino abandonarnos en sus manos. Y no faltan ciertamente, en nuestra propia vida o en la situación del mundo, motivos que inducen a la inquietud, al desasosiego y a la pesadumbre. Dios no ha dejado de ser Dios ni ha retirado a Jesucristo el señorío sobre la historia. En medio de la humanidad los cristianos hemos de ser testigos de la esperanza; de una esperanza activa que mueve a mejorar lo que esté a nuestro alcance pero, a la vez, de una esperanza serena.

Lo decisivo, en el momento de la prueba, es confesar a Jesús, asumiendo la responsabilidad del propio testimonio. A nuestra confesión o negación de Jesús ante los hombres corresponde la confesión o negación de Jesús ante el Padre en el juicio final, que es el único auténticamente irreversible.

La “homologesis”, el reconocimiento público de la fe, incluye – como pone de manifiesto el ejemplo de Santa Catalina – el recurso a la razón y a la palabra. En este sentido, toda Teología incorpora, como un momento de su propia tarea, el pensar filosófico. No es extraño que el magisterio pontificio – de León XIII, del Beato Juan Pablo II y de Benedicto XVI, por citar solamente algunos nombres - recuerde que “el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos al sacerdocio” (Juan Pablo II, “Fides et ratio”, 62).

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23.11.11

Un tema muy difícil: la homilía

Predicar, predicar bien, es un arte, recuerda el papa en “Verbum Domini”, 60. Y un arte es una virtud, una disposición y una habilidad para hacer algo. Es evidente que no todo el mundo posee de modo espontáneo, por decirlo así, ese arte, aunque algunos, los ministros de la Iglesia, tienen la obligación de ejercitarse en él.

Un oficio, un ministerio, lleva consigo el deber de ser un artista. Hay, en este punto, una cierta desproporción. Máxime si se tiene en cuenta que uno no predica una homilía hasta que pueda predicarla; es decir, hasta que sea, al menos, ordenado diácono. Pero de “desproporciones” sabe mucho el ministerio ordenado. Todo es en realidad “desproporcionado”: un hombre consagrando el pan y el vino, hablando las palabras de Dios y otorgando el perdón que solo Él puede conceder.

Para eso está el sacramento del Orden, para salvar la desproporción, para capacitar a alguien para hacer y dar lo que, por sí mismo, jamás podría ni hacer ni dar. Y esto vale, sustancialmente, para la tarea de la predicación.

De todos modos, un axioma escolástico dice que la gracia supone la naturaleza. Hay siempre una armonía entre el orden de la creación y el orden de la salvación, si se nos permite expresarnos de esta forma. Creo que lo que le corresponde a Dios está asegurado. Él puede hacer que la homilía más aburrida del mundo toque el corazón de una persona o que, por el contrario, el sermón más elaborado resulte infructuoso.

Pero vayamos a la parte humana. A lo que, sin olvidar a Dios, depende más directamente de nosotros, los que somos sus ministros. El papa no se cansa de recordar la necesidad de “mejorar la calidad de la homilía”, que es parte de la acción litúrgica y que tiene como meta “favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles” (“Verbum Domini”, 59).

Y traza unas pautas: La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico; ha de apuntar a la comprensión del misterio que se celebra; ha de invitar a la misión, disponiendo a la asamblea a profesar la fe, a orar, y a celebrar la Eucaristía.

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Mis mejores deseos para "Vita Brevis"

Mis mejores deseos para la editorial “Vita Brevis”, que hoy ha tenido su presentación en sociedad. Quedamos a la espera de la crónica y de las fotografías.

“Hay que estar”, decía un obispo al que conozco. En efecto, no basta solo con “ser” ni con “hacer”; hay que “estar”; es decir, hacerse presente en los diferentes ámbitos de la vida eclesial y social con una cierta permanencia.

Una editorial supone una enorme responsabilidad. Por modesto que sea el empeño, hay que llevarlo a cabo con perfección, en el fondo y en la forma. Pero el afán de calidad no está reñido con el realismo. La búsqueda de la perfección en ocasiones está reñida con el perfeccionismo, si esta última actitud nos lleva a no hacer nada.

Estoy convencido de que hay mucha vida en la Iglesia, mucha actividad, mucha ilusión. Con medios muy modestos se llevan a cabo cosas importantes. Y no debemos ser cicateros a la hora de elogiar ese compromiso que se hace concreto, que se traduce, aquí y ahora, en iniciativas palpables.

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21.11.11

La eclesialidad de la fe (final)

La eclesialidad de la fe (final)

El carácter misionero de la fe: La fe se fortalece dándola

Cada fiel, engendrado por la Iglesia mediante la predicación y el Bautismo, y hecho miembro de la comunión de la fe, se convierte en testigo, en un eslabón en la gran cadena de los creyentes, destinado a transmitir a otros lo que, a su vez, ha recibido. Se inserta así en la catolicidad misionera de la Iglesia (cf AG 1).

La finalidad de la misión es hacer posible que “todas las gentes” (cf Mt 28,19-20) participen en el misterio de la comunión trinitaria, del cual la Iglesia es signo e instrumento. El esfuerzo misionero robustece la fe y renueva la Iglesia. Como enseña el Papa Juan Pablo II: “¡La fe se fortalece dándola!”.

La urgencia misionera surge desde dentro de la persona que ha sido alcanzada por la buena nueva de la salvación en Cristo:

“Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que « su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad»”.

La misión nace de la fe en Cristo y es un compromiso de toda la Iglesia, que atañe a todos los bautizados. La Iglesia ha de ofrecer la salvación de Cristo a todos los hombres. El testimonio se perfila, de este modo, como consecuencia intrínseca de la fe.

La categoría englobante de “testimonio”, como condición de posibilidad concreta de la fe, ayuda a comprender el lugar de la Iglesia en el acto de creer. El testimonio es la manifestación significativa de la misión de la Iglesia en su realidad histórica. De él surge el signo eclesial de credibilidad, que es la mediación próxima para conocer la revelación.

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