8.12.11

Leyendo un blog vecino

Me refiero a “La Buhardilla de Jerónimo”, un blog que me gusta mucho, sin menoscabo de los demás colegas de portal. Pues he estado leyendo, con cierta atención, la entrevista al Arzobispo mayor de la Iglesia siro-malabar. Conozco a algunos sacerdotes de ese rito y he asistido, en más de una ocasión, a celebraciones de la Santa Misa en conformidad con esa tradición litúrgica.

Si lo pensamos un poco, un rito es mucho más que una distinción litúrgica. Implica un sistema de jurisprudencia, unas instituciones y una espiritualidad: “Nosotros tenemos una jurisdicción territorial solo en estas dieciocho diócesis. Y nos gustaría tener una jurisdicción territorial que cubra todo el territorio de la India: ésta es una de nuestras solicitudes al Santo Padre, y para nosotros es un pedido importante. Creemos que es nuestro derecho”, dice el mencionado Arzobispo.

En Oriente han surgido diferentes ritos: alejandrino, antioqueno, armenio, caldeo y bizantino. La historia ha ido haciendo lo demás y, en la actualidad, existen veintidós iglesias orientales en comunión con Roma. Algunas de ellas, no todas, llamadas “uniatas”, en la medida en que primero se separaron y luego se reconciliaron con Roma.

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¿Unas Bodas de Oro o un funeral?

No creo que la Iglesia Católica tenga que celebrar, con un espíritu de penumbra, como de contrición después de un pecado, el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II. El último Concilio no ha sido un pecado, ni mortal ni venial. Simplemente ha tratado de responder a la misión de la Iglesia de anunciar la Palabra viva del Evangelio a un mundo que, querámoslo o no, había cambiado, al menos en relación con el Concilio Vaticano I y, por supuesto, con el de Trento.

¿Que el Vaticano II es el “no va más”? Parece imposible afirmar esto. Nada simplemente histórico es el “no va más”. Pero esa imposibilidad afectaría, en línea de principio, a todos los concilios de la historia. Y no por sus limitaciones vamos a despreciar al de Nicea, al de Calcedonia o a los de Constantinopla.

La Tradición de la Iglesia es una realidad viva, aun siendo “traditio” de una “revelatio” que jamás, en fórmulas humanas, encontrará su expresión plena. Pero que algo sea parcial, no pleno, no equivale sin más a que sea falso.

No sé por qué algunos, en defensa de la Tradición, se empeñan en rebajar, en cuestionar, el último Concilio. ¿Por qué es cuestionable el último y no los anteriores? ¿Por qué especie de siniestro privilegio el último, y no los anteriores, ha dejado de ser toma de conciencia de lo que la Tradición viva ha llegado a formular en un contexto y en una época?

Nunca, en ningún caso, la palabra de la Iglesia ha estado por encima de la Palabra de Dios, sino siempre a su servicio. Pero hay una ley en la economía de la revelación que habla del Absoluto en la historia, del Todo en el fragmento; en suma, de la Encarnación. Sí, Dios se ha manifestado en un rostro concreto, en un tiempo concreto, en un espacio concreto: En el rostro de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Salvador.

De este modo, realidades de este mundo – la humanidad de Cristo lo es, no su Persona divina – pasan a ser signos, sacramentos, de la realidad divina. Sin que la sacramentalidad anule la distancia; sin que haya, jamás, ni mezcla ni confusión.

No creo que sea de recibo decir que el magisterio de la Iglesia se haya postulado como instancia “absoluta”. Absoluto es Dios, que otorga, en su libertad, el don de la verdad a su pueblo y que garantiza que, siempre, haya instrumentos adecuados para discernir e interpretar esa verdad.

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5.12.11

No basta con no ser hereje

La herejía es una cosa muy grave. El Código de Derecho Canónico la define así: “Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma” (c. 751).

Para ser un buen católico y estar en plena comunión con la Iglesia y con su magisterio es imprescindible no ser hereje, pero no basta con ello. En una “Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales”, del 24 de julio de 1966, la Congregación para la Doctrina de la Fe, entonces presidida por el card. Ottaviani, observaba, señalándolo como un abuso en la interpretación del Vaticano II: “El magisterio ordinario de la Iglesia, sobre todo el del Romano Pontífice, a veces hasta tal punto se olvida y desprecia, que prácticamente se relega al ámbito de lo opinable”.

El 25 de julio de 1986, en una “Carta al R. D. Charles Curran”, firmada por el card. Joseph Ratzinger, se dice muy claramente: “En todo caso los fieles no están obligados a aceptar solo el Magisterio infalible. Están llamados a dar el religioso obsequio de la inteligencia y de la voluntad a la doctrina que el Supremo Pontífice o el Colegio de los Obispos, ejercitando el Magisterio auténtico, enuncian en materia de fe o de moral, incluso cuando no pretenden proclamarla con un acto definitivo. Usted ha rehusado siempre hacer esto”.

De un modo más general, años antes, el 15 de febrero de 1975, una “Declaración sobre dos obras del Profesor Hans Küng”, firmada por el card. Seper, reprocha a Hans Küng, diciendo que “compromete gravemente” su doctrina, “su opinión sobre el Magisterio de la Iglesia. En realidad [se añade] el autor no se atiene al concepto genuino de Magisterio auténtico”.

En esta misma línea, el 30 de noviembre de 2000 se le recuerda, entre otras cosas, al Prof. Dr. Reinhard Messner, que “el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino que le sirve. Pero está por encima de las explicaciones de la Palabra de Dios, en cuanto juzga si esa explicación corresponde o no al sentido que transmite la Palabra de Dios”. La notificación la firma el card. Ratzinger.

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4.12.11

¿Un artículo superfluo?

Yo creo que no. Y me refiero al texto, publicado en “L‘Osservatore Romano” por Mons. Fernando Ocáriz, “sobre la adhesión al Concilio Vaticano II”.

¿Por qué creo que no es superfluo? Porque lo obvio, a día de hoy, ha dejado de serlo para muchos. Todo lo que concierne al Concilio Vaticano II resulta un tanto especial. Se trata de un concilio prioritariamente pastoral. Sin embargo, no se pueden olvidar las palabras del beato Juan XXIII: “Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo”.

¿Todos los católicos coinciden en la misma valoración del último concilio? No. En su evaluación concreta han emergido, al menos, tres tendencias. Una tendencia minimalista, que casi vacía de contenido las afirmaciones conciliares. Una tendencia maximalista, que subraya su carácter irrevocable. Y una tercera tendencia, mayoritaria, de orientación hermenéutica. El concilio no hace ninguna definición dogmática, pero su enseñanza obliga en conciencia atendiendo a estos criterios: la materia de que se trata y la forma de expresarse.

Una pista muy a tener en cuenta, para la interpretación teológica del concilio Vaticano II, la ofrece el documento final del Sínodo extraordinario de 1985. Invita a considerar cinco aspectos:

1) Valorar todos los documentos del concilio y sus conexiones entre sí.
2) No separar la índole pastoral de la fuerza doctrinal.
3) No separar el espíritu de la letra.
4) Entender el concilio en continuidad con la gran Tradición de la Iglesia.
5) Recibir del concilio luz para la Iglesia actual y para los hombres de nuestro tiempo, sabiendo que “la Iglesia es la misma en todos los Concilios”.

No está demás que se repita, en unos momentos en los que se tiende a cuestionarlo todo, lo que todo católico debe saber. Que deba saberlo todo católico no quiere decir que lo sepa. Y, encima, no todos los que cuestionan el alcance doctrinal del Vaticano II lo descalifican sin más como si se tratase de una herejía.

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3.12.11

La fe, la inteligencia y la voluntad

La fe se asemeja y, a la vez, se distingue de otros actos intelectuales humanos, tanto desde el punto de vista psicológico como desde la perspectiva noética. Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, define la fe como “cum assensione cogitare”; es decir, “pensar con asentimiento”.

Se trata de una formulación muy lograda. Creer no es ver, ni saber sin más – aunque sea una forma de saber - , ni opinar. Se parece al saber y al inteligir porque consiste en adherirse firmemente a la verdad, a la verdad revelada. Se parece a la opinión en el hecho de que la fe como conocimiento carece de la perfecta visión de su objeto.

Creer es una forma de juicio; es decir, va más allá de la aprehensión y del raciocinio. Se distingue de otras formas de juicio porque la inteligencia se determina a una parte movida, no por la evidencia del objeto, sino por la voluntad. Santo Tomás decía que el creer es acto del entendimiento en cuanto es movido por la voluntad a asentir.

El asentimiento no está causado por el pensamiento, sino a partir de la voluntad (“ex voluntate”). Creer es “asentir con cogitación a algún testimonio por la autoridad del que testifica” (R. Garrigou-Lagrange).

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