El duro camino del Evangelio
“Toma parte en los duros trabajos del Evangelio”, le dice San Pablo a Timoteo (2 Tim 1,8). Anunciar el Evangelio, según el Apóstol, comporta “padecimientos”; es decir, la posibilidad, no meramente teórica, de sufrir física y corporalmente daños, dolores, enfermedades, penas y castigos. Y también de soportar agravios, injurias y pesares.
San Pablo sabe perfectamente de lo que habla. Lo avala una gran experiencia: “Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y agobio, sin dormir muchas veces, con hambre y sed, a menudo sin comer, con frío y sin ropa” (2 Cor 11,26-27).
Para muchos de nosotros las palabras de San Pablo suenan completamente reales – no se puede dudar de que dice lo que ha vivido - , pero revestidas de una especie de realismo épico, heroico. Pero ese heroísmo es, a día de hoy, el pan nuestro de cada día de muchos cristianos; también el de muchos sacerdotes.
No es fácil la tarea de la evangelización. Jesús, desde luego, no ha engañado a nadie: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo: pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). El grano de trigo es Él. Y ha dado fruto por su Muerte y Resurrección. Ha querido morir para destruir la muerte y darnos vida.
La evangelización no puede ser una carrera que persiga el éxito mundano. La semilla, si cae en tierra buena, da fruto, pero ha de caer en tierra buena. Si cae al borde del camino o en terreno pedregoso o entre abrojos no da grano (cf Mc 4, 2-9).
Lo que no puede lograr la semilla no pueden lograrlo los sembradores. Dios lo puede todo, pero Dios no prescinde de nuestra libertad. Él viene a nuestro encuentro, pero nosotros debemos también ir a su encuentro. Dios da de comer a quien tiene hambre, pero, primero, es preciso sentir hambre.