1.03.12

Defensa de la vida y ética de la responsabilidad

El reconocimiento de Dios exige la justicia; valor ante el que nuestros contemporáneos se muestran particularmente sensibles. El libro del Éxodo incluye, entre las obligaciones de la justicia, el respeto a la vida del inocente.

En este sentido, el Papa Benedicto XVI ha recordado que la obligación de respetar la vida se sitúa en el contexto de la búsqueda de la justicia, de la cuestión social y de la ética de la responsabilidad: “hay que reafirmar la enseñanza del amado Juan Pablo II, que nos invitó a ver en la vida la nueva frontera de la cuestión social (cf Evangelium vitae, 20). La defensa de la vida, desde su concepción hasta su término natural, y dondequiera que se vea amenazada, ofendida o ultrajada, es el primer deber en el que se expresa una auténtica ética de la responsabilidad, que se extiende coherentemente a todas las demás formas de pobreza, de injusticia y de exclusión” (“Discurso”, 27 de Enero de 2006).

Esta ética de la responsabilidad con relación a la vida humana se fundamenta, para un cristiano, en el respeto al Creador y en la dignidad de la persona humana (cf Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, 466). Por ambas razones, la vida humana es considerada sagrada, y de esa sacralidad deriva un imperativo práctico: “No quites la vida del inocente y del justo” (Éxodo 23, 7).

La vida humana “es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una relación especial con el Creador, su único fin” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2258). Es decir, la vida humana es una realidad que es contemplada en toda su hondura sólo desde una mirada que deje a Dios ser Dios, y que comprenda todas las cosas en su relación con Él, como origen y como fin. Privada de su vínculo con Dios, desprovista de “esa especial relación con el Creador”, en la que consiste su singularidad, la vida humana se devalúa, pierde consistencia y densidad.

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28.02.12

HABÍA ESTADO XIII (escrito por Norberto)

Había llegado a Seleucia con las primeras luces del día, detuvo el carro, de laterales batientes, junto a la dársena habilitada para estiba de minerales y otras mercancías como tintes, lejías y demás productos contaminantes de los alimentos, aun no había cuajado la Escuela Médica Neumática pero algunos precursores alertaban sobre la alteración de los alimentos por causa de la alteración del pneuma.

Loukás había convencido a las autoridades de ello, tras haber observado el resultado de regar un huertecillo dedicado a pruebas con aguas fecales procedentes de algunos enfermos tratados por él, las plantas así abonadas secaron, así mismo unas gallinas que habían irrumpido en el mismo murieron, el médico las descuartizó comprobando el aspecto de sus vísceras, reconociendo el olor de la lejía de teñir.

Ambrósyos se dirigió al carguero amarrado unos pasos más allá, a poniente, había zarpado de Tarso y atracado sin novedad, su carga era variada, ente ella unos serones de esparto reforzado contenían la pirita de hierro que el metalúrgico de Antioquía había encargado, y pagado la mitad por adelantado, buscó al capitán, viejo conocido, y tras los saludos satisfizo la mitad restante del pago recibiendo la tablilla de la factura.

Apenas hubo terminado la carga de la mercancía su mirada se detuvo en un varón judío, su vestimenta era inequívoca, que permanecía sentado sobre una piedra a pocos pasos de la embarcación que le había traído a Seleucia, un carguero procedente de Caesarea Maritima, sus rasgos le resultaron familiares, su aspecto era noble pero tenía los párpados hinchados, ojeras y un tono macilento en el rostro que hacían pensar que no se encontraba bien de salud.

El desconocido destapó la cabeza, plegando el turbante y dejando sus rasgos al descubierto, Ambrósyos, buen fisonomista reconoció, entonces, al pasajero:

Saúl, ¿eres tú?, el desconocido giro el cuello en busca de la voz, reconociendo.

¿Ambrósyos?, ¡mi mal’ak (ángel)¡, dijo con voz cansada pero alegre, sus ojos enrojecidos no ocultaban la satisfacción, se abrazaron con afecto, no se veían desde hacía décadas sin embargo sus vínculos no se habían desecho (ver Había estado V).

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El espíritu que actúa en los rebeldes

Un elemento fundamental para enfocar adecuadamente el tema de la existencia y del poder de los demonios es la afirmación básica de que estos seres son también criaturas de Dios. No podría ser de otro modo. Dios es el Creador de “todo lo visible y lo invisible”. En tanto que criaturas, los demonios son buenos, ya que todo lo que es, en tanto que es, es bueno.

El concilio Lateranse IV, del año 1215, establece: “Creemos firmemente y confesamos con sincero corazón… que Dios es el único origen de todas las cosas, el Creador de lo visible y de lo invisible, de lo espiritual y de lo corpóreo… El diablo y los demás espíritus malignos fueron creados por Dios buenos por naturaleza, pero por sí mismos se hicieron malos”.

¿Cómo entender que un ser creado bueno se hace por sí mismo malo? La razón que explica esta mutación es que ninguna criatura espiritual está eximida de decidirse – ya que es inteligente y libre – a favor o en contra de Dios. Los demonios son ángeles que se han convertido, voluntariamente, en antagonistas de Dios y que pretenden que los hombres se revuelvan también contra Dios y contra Cristo.

Lo demoníaco está presente en el mundo. San Pablo, en la epístola a los Efesios, menciona al “Príncipe del imperio del aire, el Espíritu que actúa en los rebeldes” (2,2). Su labor, la labor de este Príncipe, es tentar y pervertir; viciar con malas doctrinas o ejemplos las costumbres y la fe.

Pero no toda tentación ni toda perversión proviene de él; ya que en el hombre, herido por el pecado, puede surgir la tentación por sí misma. En cualquier caso, provocado directamente por él o por una naturaleza herida, el pecado es la baza de Satanás. Si uno quiere caer en manos del demonio lo tiene “fácil”: basta con pecar.

La posesión es otro modo de caer en manos del Enemigo. Se habla de “posesión” cuando Satanás se apodera del cuerpo de una persona. Aunque es muy difícil distinguir entre la posesión diabólica y los fenómenos patológicos (por ejemplo, las enfermedades mentales).

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25.02.12

Os salva el Bautismo

La unidad del plan divino de salvación se refleja en la unidad de la Sagrada Escritura: las obras de Dios en el Antiguo Testamento prefiguran; es decir, representan anticipadamente, lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en Jesucristo. Decía San Agustín que el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet”.

La Liturgia de la Iglesia nos ayuda a descubrir este dinamismo propio de la Escritura: El arca de Noé prefigura el Bautismo, como ya indica San Pedro en su primera Carta: “Aquello [el arca] fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva” (1 Pe 3,21). En la Vigilia Pascual, en la bendición del agua, la Iglesia dirá: “¡Oh Dios!, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad”.

El agua del bautismo, anticipada en el agua torrencial del diluvio, es instrumento de muerte, de destrucción, y también de vida, de salvación. El Bautismo destruye el pecado, purificándonos de él, y nos rescata, como el arca rescató a Noé del diluvio, haciéndonos renacer como hijos de Dios.

San Pedro nos da la verdadera clave de interpretación al señalar que el Bautismo salva no por ser un mero lavado que limpie una suciedad corporal, sino en virtud de la Resurrección de Cristo. El signo externo, visible, del agua es instrumento eficaz mediante el cual, con el poder de su palabra y la fuerza de su Espíritu, Jesucristo, que emerge resucitado de la muerte, nos rescata también a nosotros asociándonos a su vida.

El dramatismo de la oposición entre la muerte y la vida, entre el diluvio y el rescate, se mantiene en el lacónico relato de San Marcos de las tentaciones de Jesús (Mc 1,12-15). El Señor, en el desierto, lucha contra una insidiosa tentación: el Diablo quiere poner a prueba su actitud filial ante Dios (cf Catecismo 538). Se realiza en Jesús lo que prefiguradamente había acontecido con Adán en el paraíso y con el pueblo de Israel en el desierto.

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22.02.12

Iniciando la Cuaresma

El miércoles de ceniza, comienzo del tiempo de Cuaresma, constituye una llamada a actualizar una actitud muy propia de la vida cristiana: la conversión, la reconciliación. Convertirse es volverse hacia Dios y, por consiguiente, reconciliarse con Él haciendo penitencia para superar el único obstáculo que puede interponerse entre nosotros y Dios: el pecado.

La conversión no tiene que ver con la apariencia, sino con la realidad. No se trata de que maquillemos nuestra vida para parecer mejores; se trata de renovar el corazón, el fondo de nuestro ser y de nuestro actuar, para ser mejores, para asimilarnos un poco más a Jesucristo, que es el verdadero modelo.

Jesús nos previene frente a una Cuaresma cosmética: No hay que fingir rezar más, sino dejar que la Palabra de Dios nos cuestione, escuchando lo que el Señor nos dice y respondiendo a sus peticiones. No hay que fingir ayunar más, sino concentrarse en lo esencial – en Dios, en la salvación – y relativizar, hacerlo relativo a Él, lo que, aunque importante, ha de ser siempre secundario. No hay que fingir mayor preocupación por el prójimo para sentir la reconfortante recompensa de nuestra filantropía, sino que hay que entregarse a los demás, asumiendo la lógica de la Cruz que es la misma que la del amor.

En su Mensaje para la Cuaresma el papa Benedicto XVI hace hincapié en la limosna, en la caridad. Nos dice que debemos cultivar una mirada atenta al otro, superando el egoísmo y el individualismo. Es muy fácil conformarse con un encierro en el yo que se olvida de los demás: “yo no hago daño a nadie, no me meto en la vida de nadie; estoy a lo mío”.

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