Natividad del Señor
“Mientras Dios está en la tierra, nosotros podemos subir al cielo”, decía San León Magno. Dios se ha hecho presente en la tierra, de modo discreto, humilde, para compartir nuestra vida a fin de que nosotros podamos compartir la suya: “Concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”, reza la Liturgia.
El signo de la presencia de Dios entre nosotros es un niño: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el principado, y es su nombre: ‘Mensajero del designio divino’ ”. Un mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria. En Él, reflejo de la gloria del Padre e impronta de su ser, Dios nos ha hablado.
Todas las naciones, y cada uno de nosotros, están convocadas a adorar al Señor, porque “hoy una gran luz ha bajado a la tierra”. Una luz que es vida, que brilla en la tiniebla, que proporciona orientación y sentido a nuestro caminar por el mundo. La gloria de Dios no es una majestad lejana, aislada, sino la grandeza divina que “acampó entre nosotros” y que nos trae, como regalo inmerecido, la gracia y la verdad.
Sólo cabe, como respuesta, la alegría y el agradecimiento: “No puede haber tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida”. Alegría y agradecimiento, puesto que Dios se apiadó de nosotros “a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por el pecado, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación” (San León Magno).

Homilía para el IV Domingo de Adviento, Ciclo C
No pretendo resumir el contenido del
¿Qué dice el papa, en su libro sobre “La infancia de Jesús", acerca de la estrella que siguieron los Magos?












