18.01.13

Caná

Homilía para el II Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

El Evangelio de San Juan nos dice que “en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él”. Nos encontramos con el misterio multiforme de la “epifanía”, de la manifestación de Nuestro Señor Jesucristo: Él aparece, en la escena de la adoración de los Magos, como el Mesías de Israel revelado a los pueblos paganos; en la de su Bautismo, como el Unigénito del Padre y el Ungido por el Espíritu Santo; en Caná, como el Mesías que muestra su gloria.

Jesús es el Esposo que, con su presencia, llena de alegría a su pueblo: “Como un joven se casa con su novia, así se desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”, leemos en el texto de Isaías (cf 62,1-5). El amor que une al esposo y a la esposa es imagen del amor de Dios por su pueblo. Este amor de Dios se revela en Jesucristo, el Esposo de la nueva alianza. En Caná, Jesús anticipa su “hora”, la hora de su glorificación en la Cruz. Cristo crucificado, el Cordero inmolado, sella con su sangre esta alianza que salva y santifica a su Esposa, la Iglesia.

La Iglesia, como una nueva Eva, sale del costado de Cristo, de donde brotan el agua y la sangre, símbolos del Bautismo y de la Eucaristía. San Pablo no duda en proponer como modelo para el matrimonio cristiano al Crucificado: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua por la palabra, para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada. Así deben los maridos amar a sus mujeres, como a su propio cuerpo” (Ef 5,25-28).

Al igual que Cristo, a petición de su Madre, atiende las necesidades del banquete de bodas en Caná, convirtiendo el agua el en vino, así el Señor continúa proporcionando a su Iglesia el alimento de su Cuerpo y de su Sangre. En la Eucaristía, como en Caná, el Señor se manifiesta, revelando y al mismo tiempo ocultando su gloria. Su don es sobreabundante: más de quinientos litros de vino, signo de la riqueza de los dones sobrenaturales que Él nos alcanza.

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12.01.13

Creo que está a punto de salir un nuevo libro: "El camino de la fe"

Me dicen de la editorial que saldrá a finales de este mes o a comienzos de febrero un nuevo libro mío. Como estos libros se han ido gestando en el blog, me parece oportuno dar cuenta de ello.

Adelanto algo:

En la Carta apostólica Porta fidei el papa Benedicto XVI escribe: “«La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida” (Porta fidei, 1).

En este libro, que constituye la continuación del recientemente publicado en esta misma colección (La cercanía de Dios. Reflexiones al hilo del año litúrgico, Colección Emaús 97, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2011), se proponen algunos elementos de este camino. En la celebración litúrgica la Palabra de Dios es escuchada religiosamente y proclamada confiadamente para suscitar “la obediencia de la fe” (cf Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 1.5).

En el origen y en el centro de la fe cristiana está el encuentro con el Señor resucitado, la comunión con Él mediante el conocimiento y el amor. Jesús, el Emmanuel, permanece con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf Mt 28,16-20). El Espíritu Santo ha sido enviado para purificar nuestros corazones mediante la fe, para unirnos a Cristo y para hacernos, en Él, hijos adoptivos del Padre.

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10.01.13

Fiesta. Bautismo del Señor, Ciclo C

El tiempo de Navidad termina con la fiesta del Bautismo del Señor. “Bautizar” significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”. Con su Bautismo, Jesús lleva a cabo esta “inmersión”, que anticipa su muerte en la cruz, y se deja contar entre los pecadores para darnos, a los pecadores, un nuevo comienzo por el agua y el Espíritu Santo: “Dios ha querido salvarnos yendo él mismo hasta el fondo del abismo de la muerte, con el fin de que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el cielo, pueda encontrar la mano de Dios a la cual asirse a fin de subir desde las tinieblas y volver a ver la luz para la que ha sido creado” (Benedicto XVI, 13.1.2008).

Los signos prodigiosos que acompañan el Bautismo de Jesús en el Jordán manifiestan el misterio del nuevo Bautismo. El cielo, que el pecado de Adán había cerrado, se abre, porque el sacramento del Bautismo perdona todos los pecados, sin que permanezca nada que impida al hombre la unión con Dios. El Espíritu Santo se posa sobre Jesús y, desde Jesús, mana para todos los hombres como aliento divino que nos hace criaturas nuevas. La voz que proviene del cielo y que reconoce a Jesús como el Hijo, el amado, el predilecto, muestra la complacencia del Padre, que nos adopta como hijos suyos por la gracia: “Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño del agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios” (San Hilario).

Meditar sobre el Bautismo del Señor constituye una ocasión propicia para tomar conciencia de nuestra condición de bautizados, de discípulos de Cristo, a quien debemos escuchar y seguir, colaborando con nuestra respuesta libre a la acción de la gracia: “El bautismo seguirá siendo durante toda la vida un don de Dios, el cual ha grabado su sello en nuestra alma. Pero luego requiere nuestra cooperación, la disponibilidad de nuestra libertad para decir el ‘sí’ que confiere eficacia a la acción divina” (Benedicto XVI, 7.1.2007).

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7.01.13

¿Por qué existe una diplomacia pontificia?

La diplomacia existe porque unas naciones se relacionan con otras. La Santa Sede no es, propiamente hablando, una nación. La “Santa Sede” hace referencia a la jurisdicción y potestad del Sumo Pontífice, vicario de Cristo. Se trata de una jurisdicción y potestad que resulta, también en lo temporal, soberana; es decir, suprema e independiente. Para favorecer esta soberanía e independencia existe, en la actualidad, el Estado Vaticano.

Pero los medios no son los fines. Leyendo el Discurso del Papa pronunciado en la Audiencia al Cuerpo Diplomático acreditado cerca de la Santa Sede (7.I.2013) podemos comprender la razón última por la que la Santa Sede se relaciona con los Estados: “Ya desde sus comienzos, la Iglesia está orientada ‘kat’holon’, abraza a todo el universo”.

La Iglesia no es una nación más. Es el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, el sacramento universal de salvación. Pero como tal “sacramento” tiene una parte visible, social, institucional. Visiblemente, socialmente, institucionalmente, es posible decir: “Ahí está la Iglesia”.

La Iglesia no está fuera del mundo, sino en el mundo, aunque no sea del mundo. ¿Por qué y para qué? Para promover “el bien integral, espiritual y material, de todo hombre”, tratando de “promover por todas partes su dignidad trascendente”. ¿Y por qué? Porque todo hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza. Todo hombre ha sido redimido por Cristo. Y la Iglesia, unida a Cristo, es, como decía Pablo VI, “el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad”.

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5.01.13

La docilidad de los Magos

Homilía para la solemnidad de la Epifanía del Señor

“Hemos visto salir su estrella, y venimos a adorarlo”, dicen los Magos (Mt 2,2). Los astros que, para los hombres de la Antigüedad representaban poderes temerosos, que pesaban sobre sus destinos, se convierten ahora en guías que anuncian el nacimiento de Cristo. La estrella que siguen los Magos conduce a Jesús, la verdadera Estrella de la mañana (cf Ap 2,28). En Él brilla la gloria del Señor, su luz atrae a todos los pueblos, su resplandor hace caminar a los reyes (cf Is 60,1-6).

Podemos ver en la estrella un signo de la gracia de Dios, de la acción del Espíritu Santo, que “prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo” (Catecismo, 737). El hecho exterior de la revelación divina va acompañado de un hecho interior, de una actuación oculta de la gracia, que se adelanta y que nos ayuda, que mueve el corazón y que abre los ojos del espíritu. Y esta acción de la gracia es universal, llega a todo hombre de buena voluntad, también a los paganos. Como los Magos, todo hombre que busca a Dios tiene, debemos creerlo así, la posibilidad de encontrarlo.

“La estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño”. La Salvación es Cristo. Es Jesús, nacido de María. Él es el Mesías de Israel, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. No hay sentido, ni meta, ni realización plena del hombre sin Cristo. Sólo Él nos reconcilia con Dios. Sólo Él ha vencido la muerte. Sólo Él es Cabeza de toda la creación amada por Dios. Sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida.

Dejarnos conducir por la estrella equivale a sentir el deseo, el ansia, de ser salvados. Sin Dios, que nos sale al encuentro en Jesús, nuestra vida se queda a medio camino, nuestro afán de verdad permanece sin respuesta, nuestro anhelo de felicidad más o menos condenado al fracaso. Los Magos no se arrepienten de haber encontrado a Jesús, sino que sus corazones se llenaron de inmensa alegría. Y la alegría se plasma en adoración y en ofrenda de lo que son y de lo que tienen. Reconocer a Dios como Dios, reconocerlo en la humildad de aquella gruta de Belén, convertir en regalo para Él lo que de Él hemos recibido es vivir la experiencia de la salvación. Una experiencia que podemos renovar cada día, al tomar conciencia de la proximidad de nuestro Dios.

El camino hacia Jesús pasa por Jerusalén, por la entrada en la familia de los patriarcas y de los profetas. El camino hacia Jesús pasa también por la Iglesia, la “Jerusalén de arriba”. San Pablo, en la carta a los Efesios, describe su misión de anunciar a los gentiles la revelación del misterio salvífico de Dios “para dar a conocer ahora a los principados y a las potestades en los cielos las múltiples formas de la sabiduría de Dios, por medio de la Iglesia” (Ef 3,10). A Jesús lo encontramos en la humildad de su Iglesia; por medio de ella “manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre” (GS 45).

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