8.02.13

Vocación

V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

Una palabra esencial en el vocabulario cristiano es la palabra “llamada”, “vocación”. Toda la Sagrada Escritura está llena de escenas de vocación. Dios, en su grandeza y en su misterio, llama al hombre, apela a su generosidad, a su capacidad de superar el miedo y de decidir libremente responder a esa llamada. Dios llama para enviar, para confiar una misión: “En el origen de la vocación hay por tanto una elección divina; en su término, una voluntad divina que realizar” (J. Guillet).

El relato de la vocación de Isaías (Is 6) resalta el contraste entre la santidad de Dios y la pequeñez del profeta. El Señor aparece sentado “sobre un trono alto y excelso”, la orla de su manto llena el templo y los serafines le sirven. Y, frente a esta gloria, la humildad de un hombre de labios impuros, que habita en medio de un pueblo de labios impuros. Pero Dios puede purificar lo impuro y destinar a un hombre para ser su enviado.

También Jesús, llamando a los primeros discípulos (cf Lc 5, 1-11), deja transparentar algo del misterio de su gloria: Manda a Simón remar mar adentro y echar las redes para pescar. Contra todo pronóstico humano – habían estado toda la noche bregando sin coger nada - , la pesca resulta prodigiosa.

Hablando del ministerio eclesial, el Catecismo dice que nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado habla con la autoridad recibida de Cristo: “Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida”; en suma, los ministros de Cristo, en virtud del sacramento del Orden, “hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar” (n. 875).

Pero esta desproporción que existe entre la llamada-misión y las propias fuerzas no es un elemento que afecte exclusivamente a aquellos que han recibido el Orden sacerdotal. En realidad, esta distancia se da en todos los cristianos. Es la desproporción entre Dios y el hombre, entre la santidad y el pecado, entre la fe y la confianza en uno mismo, en sus propias fuerzas. Todos los que hemos recibido la llamada a ser hijos de Dios, a creer y a recibir el bautismo, podemos experimentar cada día esta divergencia, que sólo la gracia es capaz de colmar.

La misión consiste en el anuncio, en hacerse portavoces de una Buena Noticia, la Resurrección de Cristo: Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras; se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce, recuerda San Pablo, sintetizando el Evangelio predicado por los Apóstoles desde el primer momento (cf 1 Cor 15). En este anuncio se resume el dogma fundamental de la fe cristiana, proclamado desde el principio. Una fe que “se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos, y de los que la mayor parte aún vivían entre ellos” (Catecismo 642).

Sobre muchas cosas debemos hablar los cristianos, pero la primera de todas las palabras que han de salir de nuestros labios es la proclamación de que Cristo está vivo, porque el amor de Dios es tan fuerte que ha podido excluir la muerte, protestando contra ella, negándola, venciéndola, transformándola, desde dentro, en vida eterna.

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7.02.13

Sacerdotes santos

Cuando se habla de sacerdotes santos, la imaginación de muchos – sacerdotes y fieles laicos- vuela, casi automáticamente, hasta la venerable imagen de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars.

La imaginación no es una magnitud de segunda categoría. El beato John Henry Newman –sacerdote - decía que, a la hora de aceptar la verdad de una proposición, contaba no solo el “asentimiento” - la aceptación incondicional de la verdad de esa proposición- , sino también la “inferencia”, las razones que a favor de esa verdad se pueden exponer y, asimismo, la “aprehensión”, el hacerse cargo imaginativamente de algo. La imaginación, pensaba Newman, lleva a cabo la tarea de conexión entre las palabras como símbolos de las cosas y la propia experiencia.

San Juan María Vianney fue un sacerdote santo. ¿Por qué? No por ser el cura de una aldea. Como él, en eso de ser un cura de aldea, ha habido miles de curas. Y no todos santos. Muchos lo serán, otros tal vez no. Estar destinado en una aldea, en una ciudad, en una sede cardenalicia o en otras tareas, de por sí, no dice nada. Uno no es santo por ser un cura de aldea; en todo caso, uno llegará a ser santo por ser un “santo” cura de aldea.

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5.02.13

El sacramento de la misericordia de Dios

1. Dios actúa a través de los sacramentos

Entre Dios y cada uno de nosotros existe una enorme desproporción. Decía San Anselmo que Dios es “Aquel ser mayor del cual nada puede ser pensado”. Nosotros somos finitos, limitados, y Dios es infinito, sin fin ni término. Pero esta distancia, esta desproporción, sin quedar anulada – ya que ello sería imposible – ha sido salvada. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el “puente” que salva esta distancia. Sin dejar de ser Dios, se hizo hombre. Sin perder su condición divina, asumió la condición humana para llevar a cabo, por medio de ella, nuestra redención. Dios y el hombre son realidades muy diferentes; pero no realidades aisladas. Dios ha querido acercarse a los hombres, a cada uno de nosotros, enviando a su Hijo al mundo para compartir, asumiéndolo, el destino de los hombres.

La Encarnación, el acontecimiento por el que el Hijo de Dios se hizo hombre, es una prueba evidente de la condescendencia divina, de su misericordia; de un amor tan grande que no tiene reparo a la hora de “bajarse” para ponerse a nuestra altura, a fin de que nosotros podamos, por su gracia, acercarnos a la altura de Dios. Es como si un gran sabio, conocedor de los secretos de las ciencias, nos explicase en un lenguaje muy sencillo el funcionamiento del universo. Si de verdad quisiese instruirnos, hacernos partícipes de su conocimiento, el sabio trataría de hablar de un modo asequible a nuestro entendimiento. Un sabio así obraría movido por el sano interés de abrirnos los ojos para que pudiésemos comprender, poco a poco, lo que él ya comprende. Este esfuerzo de explicar de modo simple lo que es complejo sería una muestra de amor y de condescendencia.

Dios ha obrado así. Dios no necesita, estrictamente hablando, de nada que no sea Él mismo. Dios no es un misterio de aislamiento, sino de comunión. En Él se da el perfecto acuerdo, el perfecto diálogo, la perfecta felicidad de la comunión. Dios es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre ama al Hijo, el Hijo ama al Padre y el amor mutuo del Padre y del Hijo es un amor personal, una Persona-Amor, el Espíritu Santo. Pero el Amor de Dios, por pura benevolencia, “sale” de ese círculo trinitario para expandirse al mundo. De hecho, hemos surgido todas las criaturas como fruto de la fecundidad de ese amor divino. Como si Dios, de algún modo, quisiese crear para que la plenitud de su ser fuese participado por sus criaturas.

Dios lo ha creado todo, pero Dios no puede crear a Dios. La pregunta, que a veces los niños se hacen: “¿Qué había antes de Dios?”, si la pensamos un poco, carece de sentido. Dios ha creado a seres que, en cierto modo, siempre tienen algo que ver con Él. Pero, en su obra creadora, se ha esmerado, y nos ha creado a los hombres, hechos a su imagen y semejanza. Muy distintos de Él, muy distantes de Él, pero muy similares a Él. Una obra de arte no es el artista, pero una obra de arte refleja y plasma la potencia creadora del artista.

Dios no reniega de su obra maestra; no reniega del hombre. A pesar de que el hombre, crecido por la soberbia, pretendiese romper los límites y hacerse igual que Dios, pero sin Él y contra Él. Esta revolución de la criatura contra el Creador es el pecado. Ante todo, el pecado es un acto de desagradecimiento. En lugar de reconocer lo que le debemos a Dios, los hombres hemos querido ser más que Dios. Y ser más que Dios es absolutamente imposible. Y ser, de alguna manera, “como Dios” no se podrá conseguir nunca sin su ayuda.

A pesar de esta rebelión, Dios no se ha echado atrás. No ha querido aniquilarnos ni destruirnos. Al contrario, ha hecho todo lo posible para tratarnos como a amigos y elevarnos a la condición de interlocutores suyos. Así lo ha hecho en Jesucristo, Dios en medio de nosotros, y así lo sigue haciendo, después de la Resurrección de Cristo, por medio de la Iglesia y de los sacramentos de la Iglesia.

Un sacramento es “un signo sensible, instituido por Cristo, para darnos la gracia”. Dios se sirve de realidades muy humildes, muy terrenales, como el agua y el vino, para, por medio de ellas, llegar a nosotros. Así lo hizo Jesucristo, que, por la fuerza de su palabra y la acción del Espíritu Santo, dotó a algunos de estos signos de una enorme eficacia. Gracias a su palabra y al poder del Espíritu Santo, en la Santa Misa el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre para proporcionarnos el alimento de la vida eterna.

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Nuevo libro: "El camino de la fe"

El itinerario del año litúrgico es una magnífica escuela de vida cristiana. Por eso, el seguimiento y la reflexión, domingo tras domingo, de la Palabra de Dios proclamada en la Eucaristía será la mejor guía para caminar por el camino de la fe. Partiendo de la Pascua, este libro nos introduce en el sentido profundo de la presencia del Señor en nuestras vidas, y a partir de ahí nos invita a descubrir su enseñanza y lo que el mensaje evangélico implica para nosotros, si queremos ser fieles a la fe que profesamos.

Guillermo Juan Morado (Mondariz, Pontevedra, 1966), sacerdote diocesano de Tui-Vigo y doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, es director del Instituto Teológico de Vigo, párroco de la parroquia de San Pablo y canónigo del Cabildo de Tui-Vigo. Autor de distintos trabajos de teología y de espiritualidad, Guillermo Juan Morado completa con este libro la reflexión que inició, en esta misma colección, con el volumen titulado La cercanía de Dios.

Guillermo Juan Morado.

EL CAMÍ DE LA FE. REFLEXIONS TOT SEGUINT L’ANY LITÚRGIC
Autor : Juan Morado, Guillermo
ISBN : 978-84-9805-607-5
PVP : 7,21 € (s/iva) 7,50(c/iva)

EL CAMINO DE LA FE. REFLEXIONES AL HILO DEL AÑO LITÚRGICO
Autor : Juan Morado, Guillermo
ISBN : 978-84-9805-608-2
PVP : 7,21 € (s/iva) 7,50(c/iva)

3.02.13

Piedra angular y roca de escándalo

Domingo IV del TO. Ciclo C

Los verdaderos profetas se encuentran con el rechazo y con la contradicción. Ellos hablan de parte de Dios, no para contentar las apetencias de las gentes. La conciencia de su misión es lo que les infunde valentía: “Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos”, le dice Dios a Jeremías (cf Jr 1,4-19).

En el rechazo y la resistencia a los profetas se anticipa el rechazo de Jesús, “puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción”, como había anunciado Simeón cuandopresentaron a Jesús en el Templo. En la sinagoga de Nazaret se pone demanifiesto este rechazo. Quienes, un momento antes, “expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”, en cuanto oyeron lo q ue no deseaban oír “se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo” (cf Lc 4,21-30).

Jesús es piedra de tropiezo, signo de contradicción, porque, revelando el amor de Dios, obliga al hombre a escoger, a optar por la luz o por las tinieblas. Para los soberbios, para los que se resisten a creer, se convierte en “roca de escándalo” (cf 1 P 2,8). Y es el mismo Señor quien advierte: “Bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Mt 11,6).

El signo de Cristo, en su doble valencia de piedra angular y de piedra de escándalo, brilla sobre la faz de la Iglesia (cf LG 15). La predicación de la Iglesia, su misma presencia en medio del mundo, resulta incómoda cuando, haciéndose eco de la enseñanza de Cristo, pronuncia lo que no desea ser oído; cuando recuerda que el hombre no es Dios, que la ley dictada por los hombres no siempre coincide con la ley de Dios; cuando desafía los convencionalismos pacíficamente aceptados por nuestro egoísmo, nuestra comodidad y nuestra soberbia.

Como Jeremías, y como Cristo, la Iglesia no debe dejarse amedrentar.
Es Dios quien hace al profeta plaza fuerte, columna de hierro y muralla de bronce. La fuerza de la Iglesia no proviene del poder de las armas, o del dinero, o del prestigio mundano. La fuerza de la Iglesia proviene de su fidelidad al Señor.

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