La tentación
Domingo I de Cuaresma
Jesús, el Ungido por el Espíritu Santo, inaugura, en su bautismo, su misión de Siervo doliente. Se deja conducir por el Espíritu Santo, “que lo fue llevando por el desierto” (Lc 4,1) y, a la vez, se deja tentar por el diablo. Jesús, que permitió ser contado entre los pecadores, quiere afrontar también el combate contra la tentación. Como leemos en la Carta a los Hebreos: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado” (Hb 4,15).
Cada uno de nosotros puede ver reflejada su propia vida en la vida del Señor. Por el sacramento del Bautismo hemos sido hechos templos del Espíritu Santo, quien, si no ponemos obstáculos, nos guía con suavidad y firmeza en el camino del seguimiento de Cristo. Un camino de obediencia, de confianza, de fe en la bondad de Dios, porque “nadie que cree en Él quedará defraudado” (cf Rm 10,11).
Como a Jesús, también a nosotros el diablo nos tienta. Quiere poner a prueba nuestra condición de hijos de Dios, quiere sembrar en nuestra alma la desconfianza hacia Dios y busca, para ello, las ocasiones de mayor debilidad, como buscó el momento en el que Jesús, después de un ayuno prolongado, “sintió hambre”. La debilidad, la vulnerabilidad, es una característica de nuestra condición humana que se manifiesta con múltiples rostros: el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, las fragilidades inherentes a la vida y la concupiscencia, la inclinación al pecado.
¡Cuántas veces, probados por el sufrimiento, experimentamos la tentación de pensar que Dios se ha olvidado de nosotros! Y, razonando con una lógica de desobediencia, tendemos, incluso, a sospechar que es Dios mismo el autor de los males que nos afligen: ¿Por qué, Señor, si Tú existes, si Tú eres bueno, si Tú eres Padre, tengo que padecer el dolor?
Necesitamos la ayuda del Espíritu Santo para saber discernir, para separar lo que no debe ser confundido: la prueba y la tentación. La prueba, la dificultad, nos hace crecer interiormente, nos ayuda a abandonarnos en manos de Dios, como Cristo paciente se abandona en manos de su Padre en la Cruz. La tentación, sin embargo, si sucumbimos ante ella, nos conduce al pecado y a la muerte.

Es llamativa la lucidez y la claridad intelectual del papa Benedicto. Su
El Miércoles de Ceniza marca el inicio de la Cuaresma; un tiempo de interioridad, de purificación, de reconocimiento ante Dios de la verdad de lo que somos, tras el vano intento de los disfraces del carnaval. La Cuaresma es preparación para la Pascua, pero, al mismo tiempo, es como una metáfora de nuestras vidas: caminamos hacia la vida eterna, y en ese recorrido sobran los adornos, lo superfluo; solo cuenta lo esencial.
A eso de las doce del mediodía, escuchando un programa de radio, me enteré de la noticia que, en un primer momento, me pareció dudosa; fruto quizá de una mala y precipitada interpretación. El mismo locutor matizaba que la información provenía de una agencia que se remitía a un discurso del papa pronunciado en latín ante el consistorio de cardenales de una Congregación romana y que habría que confirmarla.






