22.02.13

El encuentro con la gloria de Cristo

La Transfiguración del Señor tiene lugar después de la confesión de fe de San Pedro (cf Lc 9,20). Jesús es reconocido por sus discípulos como Mesías y les revela cómo va a realizarse su obra: su resurrección tiene que pasar por el sufrimiento y por la muerte. Por eso elige como testigos de la Transfiguración a los que serán testigos de su agonía: Pedro, Santiago y Juan.

La fe, la adhesión personal a Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador del mundo, inaugura, para los primeros discípulos y para nosotros, el camino del seguimiento. Y este itinerario que hemos de recorrer tras los pasos de Cristo incluye, como un momento necesario suyo, el Via Crucis, la ruta dolorosa que conduce al Calvario: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).

Nos gustaría, quizá, como a Pedro, ahorrarle a Jesús el trago amargo de la Pasión: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso” (Mt 16,22). Es el escándalo de Pedro y el nuestro: El escándalo de quienes no sienten las cosas de Dios, sino las de los hombres. Que el Reino de Dios venga en la figura del ocultamiento y de la muerte, que el amor más grande sea aquel que da la vida, provoca nuestra instintiva resistencia. El misterio del mal, de nuestra lejanía de Dios, que parece invadirlo todo, no puede ser vencido sin que sea asumido hasta las últimas consecuencias: el abandono y la muerte.

Para afrontar, sin desaliento, el camino de la cruz necesitamos, también nosotros, el encuentro con la gloria de Cristo; necesitamos que el resplandor de su divinidad nos ilumine para confirmar con su luz la oscura luminosidad de la fe. San Juan Damasceno decía que “la oración es una revelación de la gloria divina” y que “el que conoce la recompensa de sus trabajos, los tolerará más fácilmente”.

En la oración, en el encuentro personal con Jesucristo, se despierta la memoria de los acontecimientos luminosos que proporcionan sentido a la existencia; de esos hechos que nos gustaría prolongar el tiempo, como Pedro deseaba prolongar la contemplación de la gloria de Cristo: “Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas” (Lc 9,33). ¿Quién no desearía que durase siempre la alegría de amar y de saberse amado, el entusiasmo de la propia vocación, el sentimiento de acción de gracias por tantos bienes que hemos recibido? En estos misterios luminosos de la propia vida se anticipa, como en la montaña de la Transfiguración, la gloria de la Pascua.

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21.02.13

20.02.13

Redes sociales? Prudencia, prudencia, prudencia

No tengo nada en contra de las redes sociales. Como cualquier otro medio – el teléfono o el e-mail – las redes sociales pueden tener su utilidad. Pero creo que si quien usa esas redes es un sacerdote, o un seminarista, ha de extremar la prudencia. Prudencia que se debe pedir a cualquier católico, y hasta a cualquier persona de bien.

Yo no tengo cuenta de “Facebook”. Sí tengo blog y me gusta tenerlo. Y valoro las posibilidades que ofrece Internet. Pero, con las redes sociales, lo lamento. No acabo de verlo. Ni el “Facebook” ni el “Twitter”. No “para mí”, lo cual no significa nada más de lo que literalmente afirmo: pueden ser interesantes, pero “a mí”, y eso es muy personal, no me convencen.

Hasta el papa ha entrado en “Twitter”. Con loable intención, sin duda; pero, por lo que me cuentan mis amigos, a cada “tweet” del papa sigue, con enorme frecuencia, una lista de otros “tweets” engrosada por comentarios irrespetuosos.

Pero vayamos al “Facebook”. Si un sacerdote abre un perfil en ese “libro de caras” no debe olvidar que, a un sacerdote – y también al que aspira a serlo – ,se le pide un mínimo de gravedad, de compostura, de circunspección.

Hacer un perfil de “Facebook” para fotografiarse como el más “in”; publicitar una foto privada – en la playa, con los amigos, tomando una cerveza – , no es un pecado, pero no es lo más oportuno. Esas fotos, sacadas de contexto, dan, con parte de razón, una imagen de frivolidad que en nada favorece el sacerdocio.

Mi crítica no proviene de un ataque de mojigatería, de alguien que hace escrúpulo de todo. No es mi estilo. Ni soy mojigato ni creo que deba serlo. Pienso que, también los sacerdotes, podemos llevar, en lo que sea conforme con nuestras obligaciones, una vida normal.

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18.02.13

¿A qué renuncia un papa?

“Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”, dice el “Código de Derecho Canónico” (c. 332,2).

Es curioso que, cuando el “Código de Derecho Canónico” se refiere al papa, hable de “oficio”. Un “oficio” tiene que ver más con la potestad de jurisdicción que con la potestad de orden. Si nos atenemos al “orden” – al plano sacramental – uno puede ser diácono, presbítero u obispo. El orden va más allá de la función; es una realidad que capacita para una función. Pero esa capacitación entra, por así decirlo, en el campo ontológico – lo que uno es – y no solo en el plano funcional – lo que uno hace, capacitado, eso sí, por lo que uno es - .

Pongamos un ejemplo: un sacerdote válidamente ordenado es un sacerdote. Ese es su “orden”, aunque su “función” – su “oficio” – puede ser muy diferente: puede ser un vicario parroquial, un párroco, un canónigo… La función supone – en línea de principio – el orden; pero el orden no equivale, sin más, a una función.

El papa necesita para ser papa, para ejercer ese “oficio”, esa “función”, ser obispo. Y lo que se es jamás se pierde. Un papa nunca dejará de ser obispo. Pero un papa sí puede dejar de ejercer “la función”, el “oficio”, de papa.

¿En qué consiste ser papa? En ejercitar el “ministerio petrino”; ministerio en el que se unen orden y función, ya que ese ministerio exige que un obispo – alguien ordenado de obispo – ejerza el oficio de obispo de Roma y, en consecuencia, de pastor de la Iglesia Universal.

¿Por qué? Porque, desde el principio, se vio que en la Iglesia de Roma se guardó la tradición, la regla de fe de Pedro; porque Roma fue una Iglesia eminente, “a causa de su origen más excelente”, a causa de su vinculación con Pedro, el príncipe de los apóstoles (Mt 16,16-19; Lc 22,31-32; Jn 21,15-17).

Esta certeza ha sido algo más que una opinión teológica. Las existencia del primado papal fue afirmada por el II concilio de Lyon, en la bula “Unan Sanctam” de Bonifacio VIII, en el concilio de Florencia y en el concilio Laterano V. El Vaticano I, en la constitución “Pastor aeternus” definió dogmáticamente la naturaleza de este primado. Y, en plena continuidad, se ha expresado el concilio Vaticano II.

¿Puede Benedicto XVI dejar de ser obispo? No, no puede. Eso forma parte del “orden”, y eso es inamovible. ¿Puede dejar su “oficio”? Sí, su oficio de obispo de Roma puede dejarlo. Basta, para que lo haga válidamente, que su renuncia sea libre y que se manifieste formalmente.

¿Por qué Benedicto XVI ha anunciado su renuncia al “ministerio petrino”, al “oficio” de papa, de obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal? ¿Por un capricho? No lo creo. ¿Por una complicación extraordinaria en el ejercicio de su ministerio? Tampoco. Todo lo que se dice sobre el “Vatileaks “, sobre la filtración a los medios de documentos del despacho papal, o sobre la adaptación del IOR – el llamado “Banco Vaticano”- a los protocolos de transparencia que hoy se exigen para un banco honrado no dejan de ser, vistos desde la perspectiva de la milenaria historia de la Iglesia, “asuntos menores”.

¿Por qué entonces? Porque la persona en cuestión, Joseph Ratzinger, después de haberlo considerado muy en serio; es decir, en conciencia, no se ve capacitado para seguir desempeñando su “oficio”. Yo, a eso, le llamo responsabilidad. Si hubiese determinado otra cosa, sería igualmente válido. Pero él, que es quien tiene que decidir, ha decidido dejarlo. No creo que sea por inconsciencia, ni por miedo. Creo que es por que a él – y eso es personal e intransferible – le ha parecido que es lo mejor que puede hacer.

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16.02.13

P. Montagut: "La última lección de Benedicto XVI"

La última lección de Benedicto XVI


Dr. Pere Montagut Piquet,
Director del Instituto de Teología Espiritual de Barcelona

Inesperada pero ciertamente anunciada. Tras la elección de Joseph Ratzinger como Obispo de Roma y, por consiguiente, como Papa, teníamos fundamentos suficientes para intuir que dada su personalidad humana así como su trayectoria eclesiástica las novedades respecto al pontificado de su inmediato predecesor, Juan Pablo II, serían notorias. El hecho de permanecer como fiel colaborador de Karol Wojtyla e incluso pertenecer a los que no dudaron en enaltecer su consumación final en el ministerio petrino, no ha sido óbice para causar en la Iglesia una honda conmoción tras su renuncia a la sede de Pedro hecha pública el 11 de febrero de 2013. Quizá sea el momento de exponer algunas consideraciones que, a modo de una “lectio divina” vital, puedan aportar una actitud receptiva y reflexiva de lo que Dios nos dice en este momento tan crucial de la historia de la Iglesia.

Impresiones humanas

Sea como fuere, unos Papas tan unidos como Juan Pablo II y Benedicto XVI, cuando se ponen en relación, arrojan la luz suficiente para que el signo de la Providencia divina sea detectado sin muchas complicaciones. Pero las impresiones humanas, siendo inevitables, son también necesarias para observar de cerca de qué modo la acción de Dios, en sus mediaciones, no camina siempre con los raciocinios propios de nuestra ingenuidad apegada a lo carnal. Categorías como la timidez, el saber tratar a las masas, el comunicador o el sabio, el intelectual o el pastoral, el profesor y el misionero, han sido, a lo largo de estos años, términos muy recurrentes para definir los “estados de vida” desde los cuales casi preveer, en el uno y el otro, todos sus movimientos al estilo de la prensa del corazón. Pero la decisión de Benedicto XVI, si bien ha roto moldes, ha gustado por su modernidad… A primera vista parece corroborar aquel mito de la juventud como “divino tesoro” al que recurrir como condición básica para ejercer con competencia las exigencias acordes con las grandes responsabilidades de nuestro mundo. Pero… salgamos de las simplezas.

Si volvemos a nuestro propósito, tenemos el derecho a retener como dos impresiones fundamentales a través de las cuales poder “ver” algo más tras haber creído en el designio de Dios. Y no son otras que la libertad y la madurez. Reproducir los misterios de Cristo es asignatura obligatoria especialmente en aquellos que ejercen, de algún modo, el ministerio de su visibilidad. Dos Papas, pues, que se han mostrado ante todo libres: “La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza” (CIC 1731). Es el Espíritu Santo quien nos conduce con su gracia a la libertad espiritual, para hacernos libres colaboradores suyos en la Iglesia y en el mundo (Cfr.CIC 1742). Y he aquí la finalidad impresa en la cima de una vida humana llena de gracia: el ser “colaboradores” no es tan solo un lema o una motivación psicológica sino una realidad percibida desde los mismos cimientos de la existencia cristiana y ministerial (Cfr. 1 Co 3:12-16). Si no hay otro fundamento que Cristo, la roca sobre la que edificar, el colaborador se implica a fondo en una edificación que sea digna de pasar a la eternidad: “Lo que hacéis hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres” (Col 3:23). La meta es la morada de Dios en nosotros y la razón última el día en que quedará patente la obra de cada uno.

En ambos servidores del ministerio petrino ha quedado sobradamente demostrado que no son tanto las acciones sino las reacciones lo que demuestra lo que hay en el corazón. Desde el correcto concepto de uno mismo, a la vez que reconociendo la propia insuficiencia y necesidad de Dios (Cfr. 1 Cor 3:18:20), se puede tener la conciencia de hacer algo grande con la vida: “nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente” (Jn 10,18). En este sentido, para que la renuncia de Benedicto XVI, comparada con la trayectoria final de Juan Pablo II, no de la impresión humana de fracaso, de huida, cobardía o pusilanimidad, tendremos que acercarnos al sello divino que, por lo imprevisto del momento, no deja de relucir en los mejores hijos de la Iglesia.

El sello divino

Recordemos lo que vimos la noche del 2 de abril de 2005. La muerte de Juan Pablo II fue el respiro de propios y extraños que suspiraban un papado no apto para ancianos. No pocos denunciaban, día sí día también, lo inconcebible de una situación de gobierno eclesial en la cual la parálisis y la decrepitud se añadían a la valoración negativa de una institución tan denostada como la Iglesia Católica. Junto a ello, no faltaron bienintencionados argumentos para esgrimir que un padre de familia no se cambia, para resaltar el valor redentor de su sufrimiento o para recalcar que la Iglesia es de Cristo y que el Espíritu Santo la conduce sabiamente también a través de un Papa minusválido.

Pero más allá de conjeturas, el pontificado de Juan Pablo II fue sellado divinamente por la libertad y la madurez. Libre para reconocer la oportunidad y hondura mística de su providencial visión del papado. Maduro para exponer, primero, una fuerza arrolladora sin miedo al populismo para más tarde exponer públicamente sus dolencias exentas del humano rechazo de quien las sufre. La mística sacrificial fue rápidamente comprendida por el pueblo fiel: se vio en ella una identificación con Cristo crucificado, el riesgo del activismo quedó mitigado por el sufrimiento que Dios permite en los que más quiere, y el silencio elocuente de un papa predicador fue la palabra suprema de una fe inquebrantable en fidelidad perpetua a lo que Dios le confió. Vimos el heroísmo de la fe, una vida entregada y expuesta a ojos de todos junto a la conciencia serena de que la Iglesia recibiría, de su mano, un bien inmenso. En un itinerario papal como el suyo encajan bien las palabras de renuncia de Benedicto XVI cuando asegura que este ministerio se puede llevar a cabo no sólo “en obras y palabras” sin también “sufriendo y rezando".

Recordemos ahora lo sucedido el 11 de febrero de 2013. Benedicto XVI renuncia al ministerio de obispo de Roma, sucesor de San Pedro. Y establece un día y hora, como si de su fallecimiento se tratase, para desaparecer de la escena pública y consumir el resto de sus días en silencio y oración. Al cobijo de una clausura contemplativa, dispondrá del espacio vital en el que entender y vivir plenamente la vida escondida en el secreto del Padre. Allí permanecerá seguro de su misericordia y recompensa. Una vez tomada la decisión, rápidamente toman posición las posibles interpretaciones: los muros insalvables, los problemas abrumadores, la enfermedad que repliega, demasiado peso por la edad, la tristeza de los escándalos, las traiciones de los cercanos, la rebelión de los colaboradores, en definitiva, superado por la coyuntura.

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