29.03.13

La Cruz gloriosa

Homilía para la celebración de la Pasión del Señor

El Viernes Santo, el primer día del Triduo Pascual, celebramos que Cristo, “en favor nuestro instituyó, por medio de su sangre, el misterio pascual”. La muerte del Señor es el primer paso de su “tránsito” de este mundo al Padre. La muerte, la sepultura y la exaltación al cielo son los tres momentos que conforman el único Misterio Pascual. En la unidad de este Misterio, la Cruz de Cristo es una Cruz gloriosa, digna de ser adorada: “Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos; por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

Al venerar la Cruz de Nuestro Señor no nos complacemos en el dolor, no magnificamos un instrumento de tortura y de muerte, sino que cantamos el “ornato del Señor”, el “sacramento de nuestra eterna dicha”: “Las banderas reales se adelantan y la cruz misteriosa en ellas brilla; la cruz en que la Vida sufrió muerte y en que sufriendo muerte nos dio vida”. En la unidad de la Pascua, la Cruz de Cristo se alza como la única esperanza, capaz de redimir y de vencer todas las cruces que jalonan la historia de los hombres.

En la austera solemnidad del Viernes Santo, la Iglesia se reúne para contemplar la Pasión de Jesucristo. “Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”. “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos”. Pero en esa imagen del Varón de Dolores, la mirada de la fe descubre la salvación del mundo: “sus cicatrices nos curaron”.

El amor de Cristo vence el mal. La confianza de Cristo vence la desconfianza del pecado. En su Pasión, “enmudecía y no abría la boca”. Cristo enmudece y calla, para que ninguna palabra que articulen sus labios sea una palabra de acusación. En la prueba, en el sufrimiento, el Señor nos precede con el silencio y la confianza: “Porque yo confío en ti, Señor, te digo: ‘Tú eres mi Dios’ ”. Benditos y alabados sean los que, probados por la vida, siguen repitiendo, como Jesús: “Yo confío en ti”, “Tú eres mi Dios”.

La Carta a los Hebreos nos invita a esta perseverancia, a esta paciencia: “Mantengamos la confesión de fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios”. Un sumo sacerdote “que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”. En su obediencia y en su silencio, se ha convertido en “autor de salvación eterna”.

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26.03.13

El mayor servicio de Cristo

Homilía para la Misa Vespertina de la Cena del Señor

La Misa Vespertina de la Cena del Señor, en la tarde del Jueves Santo, nos introduce en la dinámica de la Pascua, del “paso” de Jesús al Padre a través de su muerte y resurrección: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección, él nos ha salvado y libertado” (cf Gá 6,14).
La Pasión es el mayor servicio de Cristo al Padre y a los hombres, un servicio digno de ser imitado por sus seguidores. “Servir” es obsequiar a alguien, o hacer algo en su favor, beneficio o utilidad. Cristo es el Siervo por excelencia, por su obediencia al Padre y por su entrega en favor de los hombres.

La víspera de su Pasión, el Señor instituyó el sacramento de la Eucaristía. Esta institución responde a una triple finalidad: Cristo nos dejó una prenda de su amor, un signo de su presencia entre nosotros y una participación en su Pascua.

Su amor es el amor más grande; es el amor que no retrocede ante la muerte; es el amor que se entrega: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El amor de Jesús se traduce en “anonadamiento”, en un “hacerse nada”. En la escena que relata San Juan, del lavatorio de los pies, se pone de manifiesto, como dice San Agustín, que “dejó sus vestiduras el que siendo Dios se anonadó a sí mismo. Se ciñó con una toalla el que recibió forma de siervo. Echó agua en la jofaina para lavar los pies de sus discípulos, el que derramó su sangre para lavar con ellas las manchas del pecado […] Toda su pasión tenía que servir para purificarnos”.

La Eucaristía es un signo de su presencia, de la presencia de Aquel que ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo. Y es, asimismo, una participación en su Pascua. La Pascua nueva, el paso del Jesús al Padre, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo.

Con la Eucaristía, Cristo instituye el sacramento del Orden: “Haced esto en memoria mía”. El sacramento del Orden es el sacramento del servicio. El ministro ordenado es aquel cuya tarea consiste “en servir en nombre y en representación de Cristo-Cabeza en medio de la comunidad” (Catecismo 1591). Este servicio se ejerce mediante la enseñanza, el culto divino y el gobierno pastoral. Sin ministerio ordenado – sin obispos, presbíteros y diáconos – no hay Iglesia. De ahí la necesidad de orar, no sólo para que el Señor envíe obreros a su mies, sino también para que aquellos que han sido llamados a este ministerio correspondan, con toda su vida, a la dignidad de su vocación: “es preciso, decía San Gregorio Nacianceno, purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios apara acercarle a los demás, ser santificado para santificar”.

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25.03.13

Paciencia

A veces, cuando escribo un post, escribo, ante todo, para mí mismo. Y ello obedece a la convicción fundamental de que más altos o más bajos, mejores o peores, más listos o menos listos, los humanos somos muy parecidos.

Entre las virtudes que me resultan difíciles de adquirir está la paciencia, la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarme. O quizá, por decirlo con mayor exactitud, mi paciencia, que no es poca, es limitada. Soy paciente hasta que dejo de serlo. Y si dejo de serlo me parece casi imposible retroceder y tratar de intentarlo de nuevo.

San Gregorio decía que, sin la paciencia, sin dominarnos, no poseemos nuestra alma. “La paciencia – escribe – consiste en tolerar los males ajenos con ánimo tranquilo, y en no tener ningún resentimiento con el que nos los causa”.

Es muy difícil tener un perfecto dominio sobre uno mismo. Somos nuestros propios dueños y no lo somos. O podemos dejar de serlo en cualquier momento. Y en lo que atañe a la tolerancia con los otros, los umbrales de resistencia resultan también inestables. Una vez, dos, o más, podemos casi soportarlo todo. Pero cuatro, cinco, o cien veces, uno ya no está dispuesto a resistir nada.

¿Qué ventajas tiene la paciencia? No es que pretenda basarme en un argumento utilitarista, pero sí es verdad que la virtud comporta ventajas. Por ejemplo, no ser rencoroso es muy bueno: el rencor no hace más que dar poder a quien nos ha agraviado, real o supuestamente, para que siga haciéndolo. No es inteligente ser rencoroso. Ese malévolo resentimiento contradice el amor a los demás pero, también, el sano amor a uno mismo.

La paciencia, explica Santo Tomás, es necesaria para vencer la tristeza; para que la razón no sucumba ante ella. Es así: perder la paciencia conduce a entristecerse; a la aflicción, a la pesadumbre, a la melancolía.

¿Se imaginan a un párroco impaciente? Terminará siendo un párroco amargado. O, salvadas las diferencias, un padre, una madre, un esposo, una esposa, un trabajador…

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23.03.13

El Papa de la humildad

En la visita del Papa Francisco al Papa emérito, Benedicto XVI, el Pontífice le regaló a su predecesor un icono de la Virgen de la Humildad (icono que, si no me equivoco, recibió Francisco, al día siguiente del inicio de su ministerio, de manos del arzobispo ortodoxo ruso Hilarión).

Francisco le dijo a Benedicto: “Cuando la vi [la imagen] pensé en usted”. “Gracias por la humildad durante su Pontificado. Nos ha dado un gran ejemplo de humildad y ternura”, añadió.

Tiene toda la razón el Papa. Benedicto XVI ha sido, desde el primer día hasta el último, “un simple y humilde trabajador en la viña del Señor”. Un hombre brillantísimo, un intelectual de primera, un sacerdote ejemplar, pero siempre en ese registro de la humildad.

Así se ha manifestado también en su renuncia, al ser consciente de las propias limitaciones y debilidades, obrando de acuerdo con ese conocimiento. Yo no me he alegrado nada de la renuncia de Benedicto XVI. No a causa de ninguna hipótesis extraña. No. Simplemente me daba pena que un Papa tan querido dejase de ser Papa.

Pero, hoy, viendo las imágenes del Papa junto a su predecesor, he comprendido de un modo más claro que Benedicto XVI, como siempre, ha sido responsable. Realmente se le ve mayor, conmovedoramente anciano y, creo yo, habrá pensado que la Iglesia, con tantas tareas pendientes, necesita al Papa en plenas facultades para poder ejercer como tal.

Le pediría una cosa al Papa: que este encuentro se repitiese. Que podamos seguir sabiendo cómo está Benedicto. El Papa no perderá nada; es más, ganará mucho, si sigue manifestando, como hasta ahora, su veneración por quien le ha precedido en el ejercicio de ese ministerio. Y, en esto, Francisco, desde el primer día, ha dado muestras de una ejemplaridad que le honra.

En todas las diócesis tenemos ya la experiencia de los Obispos eméritos. No son una carga, son un tesoro. Pueden ayudar al nuevo Obispo. Y, ayuden más o menos, están ahí, rodeados normalmente de la veneración y el agradecimiento de los sacerdotes y de los fieles.

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La puerta de Dios

Homilía para el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor

Jesús entra gloriosamente en Jerusalén, cumpliendo un oráculo profético de Zacarías: “Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Za 9,9). Los discípulos, entusiasmados por todos los milagros que habían visto, lo aclamaban: “¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!” (Lc 19,38). Jesús no reprime a los suyos, porque es tan evidente su condición de Mesías que, si no la reconocieran los hombres, gritarían las piedras.

En la celebración litúrgica del Domingo de Ramos podemos sentirnos miembros de esa muchedumbre que aclamaba a Cristo, al Rey de la gloria. También nosotros, como enseñaba Benedicto XVI, “hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira para difundir en el mundo la verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad”.

Algunos fariseos le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. “Es admirable la locura de los envidiosos- comenta Beda - . Aquel a quien no dudan que debe llamarse maestro, porque conocían que enseñaba verdaderas doctrinas, creen que, como si ellos fueran más sabios, debe reprender a sus discípulos”. También hoy se pueden percibir las voces de los envidiosos, de aquellos que quieren silenciar los prodigios de Cristo y las palabras de sus discípulos. Una parte del mundo nos invita a callar, a no decir que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida, a ocultar que Él es el Rey del universo, que posee la autoridad de la verdad, la autoridad de Dios.

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