17.08.13

¿Nos toman el pelo?

En un ensayo muy interesante, recogido en el volumen “Fe, verdad y tolerancia” (Salamanca 2005), J. Ratzinger comenta la opinión de Wittgenstein según la cual la religión carecería de valor de verdad, ya que las proposiciones religiosas no se parecen a las proposiciones de las ciencias naturales. La fe religiosa sería algo así como el enamoramiento y no, propiamente, una convicción de que algo sea verdadero o falso.

Agudamente señala Ratzinger la consonancia de esta idea con las tesis de Bultmann: “creer en un solo Dios que sea el Creador del cielo y de la tierra no significa creer que Dios haya creado ‘realmente’ el cielo y la tierra, sino únicamente que uno se entiende a sí mismo como criatura y que, de este modo, vive una vida más significativa”, glosa Ratzinger.

Y añade: “Ideas parecidas se han venido difundiendo entretanto en la teología católica, y pueden escucharse más o menos claramente en la predicación. Los fieles lo experimentan y se preguntan si no se les estará tomando el pelo”.

Tiene razón. Recuerdo, a este respecto, una anécdota vivida hace ya bastantes años. Salíamos de una conferencia sobre un tema bíblico. Una conferencia muy ilustrada, impartida por un experto. Una conferencia, también, supuestamente “desmitificadora” y, sin duda, en el fondo bultmanniana. Unas señoras, creo que eran religiosas, comentaban al salir: “Tiene razón el conferenciante. Nos han tenido toda la vida engañadas”.

Curiosamente, las “certezas” acumuladas durante años – certezas se ve que no bien fundamentadas – se convertían en “engaños” por arte del prestigio de un título de especialista en “Ciencias Bíblicas”. Si esto sucede tras una conferencia, más y peor puede suceder tras una predicación con ínfulas “desmitificadoras”. El paciente fiel que la haya escuchado puede salir pensando, no solo que lo han tenido engañado durante años, sino que siguen queriendo tomarle el pelo. Y a nadie le gusta que le tomen el pelo.

El cristianismo no necesita desmitificación – o desmitologización – alguna. El cristianismo no es un mito. No es una narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico. Es, como decía Newman, una historia sobrenatural casi escenificada. Historia y sobrenatural. Ambas cosas. Ambas en plena armonía con la lógica de la Encarnación de un Dios que, sin dejar de serlo, se hace hombre.

El cristianismo no repudia la razón, ni la hermenéutica de los textos, ni la búsqueda de la inteligibilidad de la fe. Pero si no repudia, sino que exige todo eso, es porque el Cristianismo se concibe y se presenta como verdad.

Sí. Como verdad. No como un cuento bello y piadoso, sino como algo que realmente existe y acontece. Para poder encontrar en los acontecimientos, en los hechos, su dimensión sobrenatural – su fondo, por decirlo así – se hace necesaria la fe. Y nada puede sustituir a la fe.

Podemos ser creyentes o ateos. Cristianos o paganos. Pero conviene poner las cartas sobre la mesa, sin jugar a un absurdo juego de la confusión. A los cristianos se nos pide cada día más formarnos bien – y tenemos a mano la Sagrada Escritura, el “Catecismo de la Iglesia Católica”, y muchos y buenos libros de teología - .

A los “desmitificadores”, a quienes crean que el cristianismo es solo un bello relato que, supuestamente, nos ayuda a ser más solidarios y mejores, se les pide una única cosa: honradez. Si eso creen, que eso digan, sin ampararse en su condición de “teólogos”, de “sacerdotes” o de “monjas” – con o sin “liderazgo emergente” - .

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16.08.13

El “Día de la ira”

No tratamos, en este artículo, de la famosa secuencia de la Misa de Requiem, el “dies irae”, poema que apela, por encima de todo, a la misericordia de Cristo, a quien se aclama como “Señor de piedad”.

Hoy, en Egipto, el “Día de la ira” se refiere a algo muy distinto a la piedad. Alude a la llamada de los “Hermanos musulmanes” a manifestarse en contra del Ejército. Esta llamada no ha sido, según parece, oída masivamente, aunque sí por unos miles de personas.

La relativamente baja participación pone de manifiesto, según dicen algunos cronistas, la división entre los islamistas, incluso entre los mismos simpatizantes de los “Hermanos musulmanes”. No todos coinciden en la oportunidad de recurrir a la violencia.

A diferencia de lo que ha sucedido en estos últimos días, parece que hoy, de momento, no se han atacado las iglesias o las casas de los cristianos. El movimiento Tamarod, que ha llevado a la caída de Morsi, había pedido a sus miembros salir a la calle para defender las sedes del gobierno, los conventos y las iglesias.

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13.08.13

La Teología como espectáculo

En el mundo del relativismo, sometido al acecho constante de los medios de comunicación y fascinado por lo que aparentemente es “nuevo”, lo que gusta, lo que interesa de momento- no hay ningún afán de permanencia – es el espectáculo: lo que divierte, atrae, asombra o incluso escandaliza.

Escuchaba hace poco la enorme cantidad de millones de euros que una escritora ha ingresado en solo un año por los derechos de autor de una novela supuestamente “espectacular”. Parece que sin “sombras” - sean las que sean – no hay dinero. No tanto dinero.

Esta tentación de notoriedad, de espectacularidad, puede planear sobre la mente de los teólogos y teólogas. Máxime en un país como el nuestro, en el que los estudios de Teología no aseguran mínimamente el sustento, al no existir cátedras de la materia en las Universidades del Estado y al verse reducidas al límite incluso las plazas de enseñanza de la Religión en escuelas e Institutos.

¿Cómo ser un teólogo famoso? ¿Cómo ver reconocida la propia excelencia o compensada de alguna manera la conciencia de la escasa excelencia propia? Hay una vía dolorosa, difícil de transitar: El camino del trabajo, del esfuerzo, del ir sumando poco a poco estudios y publicaciones. No se garantiza el éxito.

Hay otra vía, una especie de atajo: Crear espectáculo. Ser continuamente noticia. Con la esperanza de alcanzar la fama, aunque sea efímera. Y es verdad que la fama, salvo para los verdaderamente inmortales, siempre es efímera.

Un teólogo excelente, pongamos Joseph Ratzinger, es aquel que destaca por la capacidad de profundizar en los misterios de la fe, esclareciendo su mutua conexión. Asimismo, es aquel capaz de ilustrar la analogía de esos misterios con las realidades naturales, haciendo así que los misterios resulten, en cierto modo, comprensibles. Es aquel, en suma, que logra que estos contenidos que provienen de la Revelación iluminen, abran un horizonte, a la vida y a la esperanza de los hombres.

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9.08.13

Vigilancia y esperanza

XIX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

“Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia”, escribía San Gregorio. Se presenta con estas palabras uno de los rasgos de la vida cristiana: la vigilancia.

Vigilancia, ante todo, en los modos de pensar, para evitar que nos invadan las mentalidades de este mundo (cf Catecismo 2727). Estar abiertos a la luz verdadera significa estar dispuestos a acoger a Jesucristo como Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo verdadero no se reduce a lo que la razón y la ciencia pueden verificar por sí mismas; ni a lo útil o a lo productivo, ni al activismo, ni tampoco al sensualismo o al confort. Los ojos de la fe descubren una hondura de lo real que abarca la dimensión de misterio, una esfera que desborda nuestra conciencia, que hace espacio a lo aparentemente “inútil”, que no retrocede ante la inaferrable gloria de Dios.

La vigilancia se esfuerza por mantener la coherencia entre la fe y la vida; rechazando todo lo que, en la teoría o en la práctica, se opone al testimonio cristiano. Este esfuerzo exige luchar contra las tentaciones, evitando tomar el camino que conduce al pecado y a la muerte. Vigilar es guardar el corazón, para que se mantenga en la opción perseverante en favor de Dios.

La pereza y la negligencia nos sumergen en los excesos de la noche, en las distracciones que nos pueden apartar de la espera del Señor. La espera vigilante pide la sobriedad, en contraste con la ebriedad, con la turbación de la memoria, de la inteligencia o de la voluntad. La embriaguez es una fuga, un escape, un abandono de nuestras responsabilidades. El hombre vigilante está preparado para dar cuenta, para responder, cuando llegue el Hijo del Hombre.

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2.08.13

La feroz idolatría

Homilía. Domingo XVIII. Tiempo Ordinario. Ciclo C

En el lenguaje de la tauromaquia se habla de la “codicia” de un toro para referirse a la vehemencia con la que el animal persigue el engaño que se le presenta. Un toro codicioso contribuye a la brillantez del espectáculo. Si aplicamos la palabra “codicia” a los seres humanos, podemos mantener similares registros. El hombre codicioso persigue con vehemencia un engaño. Pero, a diferencia del arte de lidiar toros, el resultado de la codicia humana no es la brillantez, sino el fracaso.

En la versión griega de la Escritura se emplea la palabra “pleonexia” para designar la sed de poseer cada vez más, sin ocuparse de los otros o, incluso, a costa de los otros. Consiste, la codicia, en una perversión del deseo, en una avidez violenta y frenética que persigue, sobre todo, el dinero, la riqueza, los bienes materiales. Es el origen de todo pecado (cf St 1,14).

Adán y Eva quisieron ser más, ser “como dioses” (cf Gn 3,5), inaugurando así una historia de abusos y pecados que llevará a decir a San Pablo: “La raíz de todos los males es el amor del dinero” (1 Tim 6,10). Santo Tomás de Aquino explica que así como la raíz del árbol extrae su alimento de la tierra, así la codicia es la raíz de todos los pecados: “Pues vemos que por las riquezas el hombre adquiere la facultad de cometer cualquier pecado y de cumplir el deseo de cualquier pecado: porque el dinero le puede ayudar a obtener cualquier bien temporal, según dice Ecl 10,19: Todo obedece al dinero”.

Es una constatación que todos podemos hacer fácilmente: Por dinero se llega, en ocasiones, a hacer cualquier cosa. Por dinero se roba y se mata; se quebranta la ley; se venden y compran cuerpos y voluntades; se ofende la justicia; se generan luchas en el seno de los matrimonios y de las familias - ¡cuántas familias destrozadas por una herencia!-. Si rastreásemos las huellas de los diferentes crímenes que se cometen en el mundo casi siempre encontraríamos la pista del dinero y, siempre, la de la codicia, el afán inmoderado de algún bien o goce material.

El Papa Francisco ha alertado sobre la “feroz idolatría del dinero”, sobre el humanismo deshumano que estamos viviendo, que puede llevar a la “globalización de la indiferencia”. De este modo no se construye una sociedad solidaria y justa.

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