26.11.13

"Evangelii guadium": Tentaciones en la pastoral

El papa Francisco acaba de regalar a la Iglesia la exhortación apostólica “Evangelii gaudium”. Es un texto amplio, de rico contenido, que no se puede resumir simplemente en un artículo. Lo mejor será leerlo en su integridad y no de cualquier manera, sino con el deseo de aprender – ya que quien habla es el Papa – y de dejarse interpelar – ya que, ciertamente, nos “exhorta”, nos incita a emprender unos caminos y a evitar otros - .

Voy a fijarme solo en un apartado del capítulo segundo, capítulo dedicado a la crisis del compromiso comunitario, en el que expone las “tentaciones de los agentes de pastoral” (n. 76-109). Me parece un diagnóstico de gran lucidez, que refleja la experiencia y la reflexión de un pastor de la Iglesia, del pastor universal.

En este apartado se habla de actitudes a las que hay que decir sí y de actitudes a las que hay que decir no. ¿A qué debemos decir sí, según el Papa? Ante todo, al entusiasmo misionero, a la pasión evangelizadora. La misión – el anuncio de Jesucristo – forma parte de lo que somos. No es un añadido incómodo ni una carga pesada. Es preciso superar el individualismo, la crisis de identidad y la caída del fervor.

Hay que decir sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo, a salir de uno mismo para abrirse a otros: “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura”, anota con gran expresividad el Papa.

Decir “sí” a algunas cosas implica decir “no” a otras. ¿A qué otras? A la “acedia egoísta” que se traduce en un continuo escapar del compromiso. Y el motivo de fondo es que el compromiso no se vive bien por falta de una espiritualidad “que impregne la acción y la haga deseable”; en suma, por huir de la cruz: “El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz”.

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23.11.13

Cristo es la consumación de todo

Cristo es la consumación de todo. Por Él y para Él fueron creadas todas las cosas, “celestes y terrestres, visibles e invisibles” (Col 1,16). Su dominio abarca el cosmos entero y su sangre, derramada en la Cruz, reconcilia con Dios todos los seres.

Es justamente en la Cruz donde ya no caben los malentendidos, donde ya es posible proclamar sin ambigüedades su realeza. Así lo atestigua un letrero y así lo testimonia uno de los crucificados con Él: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (cf Lc 23,35-43).

En el Via Crucis del Viernes Santo de 2005 el Papa Benedicto XVI – entonces Cardenal Ratzinger – comentaba: “Sobre la cruz – en las dos lenguas del mundo de entonces, el griego y el latín, y en la lengua del pueblo elegido, el hebreo – está escrito quien es Jesús: el Rey de los judíos, el Hijo prometido de David. Pilato, el juez injusto, ha sido profeta a su pesar. Ante la opinión pública mundial se proclama la realeza de Jesús. Él mismo había declinado el título de Mesías porque habría dado a entender una idea errónea, humana, de poder y salvación. Pero ahora el título puede aparecer escrito públicamente encima del Crucificado. Efectivamente, él es verdaderamente el rey del mundo. Ahora ha sido realmente «ensalzado». En su descendimiento, ascendió. Ahora ha cumplido radicalmente el mandamiento del amor, ha cumplido el ofrecimiento de sí mismo y, de este modo, manifiesta al verdadero Dios, al Dios que es amor. Ahora sabemos que es Dios. Sabemos cómo es la verdadera realeza”.

La verdadera realeza tiene que ver con la potencia del amor, que atrae hacia sí todas las cosas y se concreta en el servicio: “Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos” (Benedicto XVI, “Homilía en la Plaza del Obradoiro”, 6-XI-2010).

Para entrar en el paraíso, para ser ciudadanos de su Reino, es preciso compartir su Cruz, viviendo en conformidad con esa vocación de servicio. La santa Cruz, la señal del cristiano, no es un símbolo de las tiranías de este mundo, sino un emblema del amor de Dios que resplandece en Cristo. Glorificamos la Cruz, la ensalzamos y la adoramos, cuando nos convertimos voluntariamente en servidores de todos los hombres, especialmente de los pobres y de los que sufren.

Los cristianos cumpliremos esa misión de servicio si vencemos en nosotros mismos el reino del pecado, si nos dejamos ganar por la libertad regia de Jesucristo, una libertad que se identifica con la obediencia al Padre y con la renuncia a todos los ídolos, reconociendo únicamente la divinidad de Dios.

De esta conversión al Señor brota una energía capaz de transformar el universo, capaz de infundir alma donde no hay alma, de apostar por la vida donde reina la muerte, de luchar por la justicia donde parece triunfar la injusticia. El Reinado de Cristo no es de este mundo, porque no es una creación mundana, pero sí tiene la virtud de renovar la tierra mientras esperamos el cielo.

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17.11.13

La fe es un bien para todos

Nos acercamos al término del “Año de la Fe” - convocado por Benedicto XVI el 11 de octubre de 2012 para conmemorar el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y los veinte años de la publicación del “Catecismo de la Iglesia Católica”- , que será clausurado el 24 de noviembre del presente 2013. Ya Pablo VI, en 1967, había impulsado una celebración similar con motivo del décimo noveno centenario del martirio, del supremo testimonio, de los apóstoles San Pedro y San Pablo.

En este relativamente corto intervalo de tiempo han sucedido muchas cosas. Entre ellas, la renuncia de Benedicto XVI al ministerio petrino y la elección de un nuevo Papa, Francisco, a quien han ido a buscar, según él mismo ha dicho, “al fin del mundo”. Un nuevo Papa que, desde el primer día, ha ido ganando el aprecio de las gentes. Y yo creo que, básicamente, por una sola razón: Parece bueno, es bueno, y la bondad nos atrae.

Cualquiera de nosotros convive día a día con creyentes y no creyentes. En nuestra casa, con nuestros vecinos o en el lugar de trabajo nos encontramos cotidianamente con personas que dicen tener fe y con otras personas que dicen no tenerla. Aunque, como anotaba el filósofo Maurice Blondel, “solo la práctica de la vida zanja, para cada uno en lo secreto, el problema de las relaciones del alma y Dios”.

El cristianismo no renuncia, no podría hacerlo, a su pretensión de verdad, ya que Jesucristo ha dicho: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6). Una fábula quizá nos asombre por su belleza e incluso nos empuje al bien, pero si no es verdadera – y la fábula, en principio, no lo es – a la larga no convence. Necesitamos transitar por la “pradera de la verdad”, como diría Platón, para ser capaces de grandes apuestas.

Pero la bondad atrae. Y que algo, o alguien, sea bueno dice mucho a favor de su verdad. No son antagónicas verdad y bondad, como no lo son verdad y belleza. En la teología clásica se hablaba del “pius credulitatis affectus”, el piadoso afecto de credulidad, que inclina, por la acción de la gracia, a la voluntad a creer, al percibir que creer es un bien para el hombre.

En el último capítulo de su primera encíclica, “Lumen fidei” - “La luz de la fe” -, el papa Francisco hace una afirmación que solo a primera vista puede resultar sorprendente: “Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza”.

Habrá quien diga que no; que la fe es un mal, un engaño, un placebo. Pero un recorrido por la historia y el presente de la vida de los auténticos creyentes desmiente, es mi impresión, ese juicio.

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15.11.13

¿Cómo afrontar las persecuciones?

El Señor instruye a sus discípulos sobre la destrucción del Templo, sobre las persecuciones que acompañarían el nacimiento de la Iglesia y sobre el final de los tiempos. Sus palabras constituyen una llamada a la serenidad, al testimonio y a la perseverancia en medio de las pruebas.

No sólo en los comienzos de la Iglesia, sino a lo largo de su historia, también en el presente, nunca han faltado las persecuciones: Las persecuciones crueles y sangrientas, el acoso del mundo que busca la condescendencia de los cristianos con el pecado y con el mal, o el engaño de los falsos mesías que prometen una salvación que no pueden dar. Todo, de algún modo, está previsto y todo cumple un papel en los caminos admirables de la Providencia de Dios.

1) ¿Cómo comportarse en los momentos de prueba? La primera actitud que nos pide el Señor es la serenidad, que ha de excluir el pánico y que debe ir acompañada de la claridad de la mente para poder discernir lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo. Sin dejarnos turbar por lo inmediato, debemos concentrar nuestra mirada en Jesucristo: El Señor es el templo definitivo, indestructible, edificado por Dios para morar entre nosotros y para hacernos posible el encuentro con Él. Mirando a Cristo descubriremos el criterio que nos permita separar lo que es conforme con el proyecto de Dios para nuestras vidas de lo que es disconforme y, en consecuencia, contrario a nuestro verdadero fin.

2) Con ánimo sereno debemos disponernos al martirio, al testimonio – ésta es la segunda actitud - , basados no en la elocuencia de nuestras palabras, sino en la asistencia del Señor: “yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro” (Lc 21,15). Comenta San Gregorio que es como si el Señor dijera a sus discípulos: “No os atemoricéis: Vosotros vais a la pelea, pero yo soy quien peleo. Vosotros sois los que pronunciáis palabras, pero yo soy el que hablo". Sin la certeza de esta compañía no tendríamos fuerzas para afrontar el juicio de los hombres, la traición de los amigos, el odio de los adversarios o, incluso, la amenaza de la muerte. Él no nos deja solos, permanece con nosotros todos los días y nos da el vigor que procede de su palabra y de sus sacramentos. El testimonio, el martirio, es el sostenido esfuerzo de vivir lo que creemos sin callar la razón de nuestra esperanza.

3) La tercera actitud es la perseverancia: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (Lc 21,19). La perseverancia nos pide ser constantes en el seguimiento del Señor. San Gregorio relaciona esta actitud perseverante con la paciencia: “la posesión del alma consiste en la virtud de la paciencia, porque ésta es la raíz y la defensa de todas las virtudes. La paciencia consiste en tolerar los males ajenos con ánimo tranquilo, y en no tener ningún resentimiento con el que nos lo causa”. A imagen de Cristo, que jamás pierde el dominio de sí mismo, debemos mantener la dignidad que nos confiere el ser hijos de Dios por la gracia.

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12.11.13

Sed sumisos unos a otros

En la Carta a los Efesios San Pablo parte de los planes eternos de Dios para ayudar a los creyentes a profundizar en el misterio de Cristo y, en conformidad con la lógica de la Encarnación, no se olvida de dar consejos concretos sobre el comportamiento de los cristianos. Nuestra vida viene de Dios, pero Dios no está lejos; es un Dios cercano, que nos sale al encuentro en la cotidianidad de nuestras vidas.

La fe ilumina la existencia, proyecta su luz sobre las realidades humanas para esclarecerlas, purificarlas y elevarlas. Con una formulación que desagradaría profundamente a Nietzsche, que no veía en ello más que una “moral de esclavos”, negadora de la vida, San Pablo dice: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21). Pero la sumisión paulina no es la esclavitud atisbada por Nietzsche.

El modelo moral, para un cristiano, es Cristo. Y Cristo no ha negado la vida, sino que la ha afirmado, aunque el camino que conduce a la vida, a la auténtica vida, resulte para unos ojos descreídos un tanto paradójico: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Perder y ganar. No se pueden entender estas palabras desde la dialéctica del amo y del esclavo, sino desde el modelo de un Dios que se hizo hombre para reconciliar a los hombres con Dios y para que los hombres, finalmente, por gracia, pudiesen ser semejantes a Dios.

El cristianismo, decía Benedicto XVI, no es un no. Es un sí: “El cristianismo, el catolicismo, no es un cúmulo de prohibiciones, sino una opción positiva. Y es muy importante que esto se vea nuevamente, ya que hoy esta conciencia ha desaparecido casi completamente”, comentaba en 2006 en una conversación con periodistas alemanes. El “no” está siempre a favor de un “sí” mayor. Aquí reside la clave de la aparente paradoja de Cristo, en la que la Resurrección triunfa sobre la muerte asumiendo la muerte.

“Sed sumisos unos a otros”, pero no de cualquier modo, sino “en el temor de Cristo”. No cabe un planteamiento más igualitario que el que brota de reconocer a un Señor común que no nos esclaviza, sino que, pasando por encima de cualquier convencionalismo, nos otorga una nueva dignidad, la de los hijos de Dios: “No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).

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