23.02.14

Fe, testimonio, caridad

“Una fe que no da fruto en las obras no es fe", ha dicho el Papa Francisco.

Sobre este tema, fe-obras, fe-caridad, o, mejor aún, fe-testimonio-caridad, he tenido ocasión de reflexionar en estos últimos meses. He publicado, al respecto, un artículo en la Revista Española de Teología sobre el “Carácter testimonial de la fe cristiana”, y, en la misma línea, he podido pronunciar una conferencia en Lugo, en las “Jornadas de Teología", sobre “Fe y caridad”.

Para los lectores del blog reproduzco, sin el aparato crítico, el texto de esta última conferencia, del 12 de febrero. Espero que les ayude y pido disculpas porque, sin citar las notas, algunas afirmaciones pueden aparecer como poco fundamentadas.

Me ha animado a dar este paso la homilía mencionada del Papa Francisco. Espero que el texto completo sea publicado próximamente en Telmus.

1. Introducción

Las virtudes teologales – la fe, la esperanza y la caridad - se refieren directamente a Dios y adaptan las facultades del hombre – entre ellas, la facultad de conocer, de amar y de esperar – a la participación en la naturaleza divina; participación que la gracia hace posible. Son principios dinamizadores de la vida cristiana, ya que nos hacen capaces de obrar, de actuar, como hijos de Dios .

La caridad consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. El apóstol San Pablo nos dice que la caridad es superior a todas las virtudes: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

La caridad anima e inspira el ejercicio de todas las virtudes. Sin ella, la fe apenas es fe; sería fe muerta. Y la esperanza, sin el amor, no es posible.

El papa Benedicto XVI, al comienzo de su encíclica Spe salvi, escribió, refiriéndose al momento en que santa Josefina Bakhita - la esclava sudanesa canonizada por Juan Pablo II - conoció a Jesucristo:

“En este momento tuvo « esperanza »; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue « redimida », ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios".

Sin la esperanza de ser amados incondicionalmente, no hay esperanza. Sin la caridad, todo muere, hasta la fe.

La categoría de testimonio, que ocupa un lugar destacado en el magisterio de la Iglesia y en la reflexión teológica , resulta particularmente adecuada para profundizar en la relación que vincula a la fe con la caridad.

El testimonio no es, simplemente, una consecuencia de la fe, sino una dimensión interna de la misma; es decir, la fe posee un carácter testimonial.

Nos aproximaremos a esta problemática haciéndonos eco de las referencias que al testimonio hacen dos importantes documentos promulgados en el Año de la Fe: La carta apostólica Porta fidei (PF), de Benedicto XVI, y la encíclica Lumen fidei (LF), del papa Francisco.

En un segundo momento, buscaremos los fundamentos que subyacen en el vínculo que conecta intrínsecamente la fe con el testimonio. Intentaremos mostrar cómo este nexo se esclarece si se tiene en cuenta que Jesucristo es el centro de la fe y, a la vez, el Testigo fiel y veraz. Igualmente, nos fijaremos en el carácter global, totalizante, del acto de creer.

Por último, mostraremos cómo la caridad, la fe que obra por la caridad, unifica el proyecto misionero que propone el papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium.

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22.02.14

El amor perfecto

Homilía para el domingo VII del tiempo ordinario (ciclo A)

El Evangelio conduce “la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial, mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina”
(Catecismo 1968).

Jesús personifica con su doctrina y con su vida esta plenitud de la Ley. En su enseñanza, el Señor explica su propio ser y actuar. Como nos recuerda el Papa Benedicto, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” (Deus caritas est, 12).

Desde esta perspectiva, las palabras del Evangelio (cf Mt 5,38-48) - que, en un primer acercamiento, podrían parecer un programa imposible - se convierten en un estilo de vida que podemos ver claramente reflejado en Jesucristo. Él, decía San Jerónimo, “no manda cosas imposibles, sino perfectas”.

En la Cruz se realiza el amor en su forma más radical, más perfecta, más divina: “Nuestro Señor estuvo preparado, no solo a permitir que le hiriesen en la otra mejilla por la salvación de todos, sino a ser crucificado en todo su cuerpo”, comenta San Agustín. De su corazón traspasado brota el amor de Dios como un río de agua viva capaz de transformar nuestros corazones y hacerlos semejantes al suyo.

La plenitud de la Ley consiste, más allá de la letra de sus preceptos, en imitar a Dios; es decir, en identificarnos con Jesucristo acogiendo y haciendo nuestro el amor gratuito y desinteresado que el Padre nos ofrece: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt 5,44-45).

El Señor nos pide purificar nuestra facultad humana de amar y elevarla a la perfección sobrenatural del amor divino: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Así como los hijos carnales se parecen a sus padres por algún rasgo del cuerpo, nosotros, que somos hijos espirituales de Dios, nos pareceremos a Él por la santidad.

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15.02.14

El amor que no desprecia lo mínimo

Homilía para el Domingo VI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

De modo más o menos consciente o inconsciente podemos experimentar la tentación de contraponer la exigencia de la Ley a la palabra de gracia del Evangelio. La Ley apuntaría a lo imposible, a lo que el hombre, conforme a su naturaleza, no podría hacer ni cumplir. Frente a la imposibilidad de la Ley, estaría la pura gracia del Evangelio.

Es verdad que “Dios hace posible por su gracia lo que manda” y que, sin la ayuda de Cristo, no podemos hacer nada (cf Jn 15,5). Pero, en realidad, no hay una contraposición entre la Ley y el Evangelio. Jesús no viene a abolir la Ley de Moisés, que se resume en los diez mandamientos, sino a llevarla a plenitud: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5,17).

Jesús lleva a plenitud la Ley “aportando de modo divino su interpretación definitiva: Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo (Mt 5,33-34)” (cf Catecismo 581). Esta autoridad que Jesús reivindica para sí es la autoridad de Dios. Él es el legislador y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

¿En qué sentido Jesús lleva la Ley a su plenitud? En primer lugar, interiorizando su cumplimiento. La alianza nueva se grabará en la mente y en los corazones (cf Hb 8,8.10), sin que quepa una observancia de la misma puramente exterior.

En segundo lugar, subrayando la importancia del amor: “La Ley nueva es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor” (Catecismo 1972).

En tercer lugar, elevando sus exigencias; es decir, tratando de imitar la generosidad divina. No basta, por ejemplo, con no matar; es preciso perdonar a los enemigos y orar por los perseguidores (cf Mt 6,1-6).

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14.02.14

Francisco. El Papa manso

M. LÓPEZ CAMBRONERO – F. MERINO ESCALERA, Francisco. El Papa manso, Planeta Testimonio, Barcelona 2013, 371 pp., 20 euros.

Marcelo López Cambronero y su mujer, Feliciana Merino Escalera, son profesores en el Instituto de Filosofía Edith Stein de Granada. Ambos han trabajado sobre los mecanismos ideológicos que han dado lugar a los regímenes fascistas y sobre la tentación totalitaria de los Estados contemporáneos.

El libro que reseñamos, Francisco. El Papa manso, se encuadra, en cierto modo, en el ámbito de investigación de los autores, en la medida en que se hace eco de la represión llevada a cabo por la Dictadura militar argentina y, en ese contexto, destaca la labor de Jorge Bergoglio frente al terrorismo de Estado.

Pero, a mi modo de ver, el libro es, sobre todo, una introducción al pensamiento de Bergoglio, hoy el Papa Francisco. Así lo dicen expresamente los autores: “Al comenzar a estudiar los escritos del Papa Francisco decidimos que el libro debía contener una exposición, lo más clara y sencilla posible, de su pensamiento” (p. 13).

La obra se divide en once capítulos, seguidos de un amplio anexo documental. Los tres primeros capítulos son, más bien, de carácter biográfico. Recogen los primeros años de la vida de Jorge Bergoglio, su papel como provincial de los jesuitas argentinos durante la etapa de Dictadura, así como un perfil de su personalidad, destacando su compromiso pastoral y social como arzobispo de Buenos Aires. Sin duda, la lectura de estas páginas ayuda a conocer mejor a Bergoglio, pero el lector queda con el deseo de “saber más”.

Desde el capítulo cuarto al once se expone el pensamiento de Jorge Bergoglio, partiendo de sus escritos, de sus discursos y alocuciones en Buenos Aires. Y sí consiguen, a mi juicio, los autores ofrecer una exposición de su pensamiento: La cultura del encuentro; la reflexión sobre el pueblo, con sus tensiones y principios; la esperanza; la misión; el poder como servicio; el trabajo y la justicia social; la vida sacerdotal; la cultura y la educación.

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13.02.14

Cristo, centro de la historia

DAVID VARELA VÁZQUEZ, “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcelo Bordoni y Olegario González de Cardedal”, Extracto de la Disertación para el Doctorado en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Gregoriana, Lugo 2012, 128 pp.

Una tentación grave para los cristianos, y para la teología cristiana, sería hacer de Jesucristo una “cuestión particular”. Como si Cristo tuviese que ver únicamente con los que nos profesamos cristianos. El Nuevo Testamento se revuelve contra esa reducción. Baste citar Colosenses 1,16: “porque en él fueron creadas todas las cosas (…); todo fue creado por él y para él”.

En el siglo XX, el filósofo Maurice Blondel veía en el Verbo, en el Emmanuel, el “Realizador universal” y la “fuente y vínculo de todo ser”. Sobre el particular ha escrito interesantes páginas el P. X. Tilliette.

A esta problemática - que el Beato Juan Pablo II expresó con lapidarias palabras: “El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia” – se refiere el joven teólogo de Lugo David Varela Vázquez.

Ha publicado, David Varela, un extracto de su disertación para el doctorado, “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcello Bordoni y Olegario González de Cardedal” (Lugo 2012; 128 pp.); un anticipo de un libro que, ya completo, sacará, eso creo, la Pontificia Universidad de Salamanca.

Es un tema de enorme interés. La historia está marcada – según el testimonio de la Escritura – por un principio cristocéntrico. Pero, como advierte el Dr. Varela Vázquez, con palabras de K. Rahner, la historia de la teología es, con frecuencia, también una “historia de olvidos”.

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