14.03.14

Gloria, futuro, encuentro

Homilía para el Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)

En un “Mensaje para la Cuaresma”, Benedicto XVI sintetizaba el significado del Evangelio de la Transfiguración: “El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: Él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor”.

Detengámonos en la contemplación de este pasaje evangélico (cf Mt 17,1-9), considerando tres aspectos: La Transfiguración como manifestación de la gloria de Cristo, como anuncio de la divinización del hombre y como invitación a sumergirse en la presencia de Dios.

1. La Transfiguración muestra a Jesús en su figura celestial: Su rostro “resplandecía como el sol” y sus vestidos “se volvieron blancos como la luz”. Moisés y Elías, precursores del Mesías, conversaban con Jesús.

La voz que procede de la nube confirma la enseñanza de Jesús: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”. Es preciso escuchar a Jesús y cumplir así la voluntad de Dios. San Juan de la Cruz comenta al respecto que sería agraviar a Dios pedir una nueva revelación en lugar de poner los ojos totalmente en Cristo, “sin querer otra cosa alguna o novedad”: “Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aun más de lo que pides y deseas”.

La aparición de la gloria de Cristo está relacionada con su Pasión: “La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente” (Benedicto XVI).

2. El evangelio de la Transfiguración habla también de nuestro futuro. A través del Bautismo nos revestimos de la luz de Cristo y nos convertimos nosotros mismos en luz. San Pablo dice a Timoteo: “Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal” (cf 2 Tim 1,8-10).

El Catecismo explica que la Transfiguración es, como decía Santo Tomás de Aquino, “el sacramento de nuestra segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (cf Catecismo, 556). Cristo, nuestro Señor, transformará en su segunda venida “este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3,21).

3. Los discípulos – Pedro, Santiago y Juan – experimentaron en “una montaña alta” un encuentro con Dios. El monte simboliza siempre el lugar de la máxima cercanía de Dios. En la vida de Jesús están presentes diversos montes: “el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión” (Benedicto XVI).

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12.03.14

Transmisión de la fe y vocaciones al sacerdocio

Se acerca la solemnidad de San José y, por consiguiente, el “Día del Seminario”. Una Jornada especialmente dedicada a orar por las vocaciones al sacerdocio. La Iglesia no existe sin la Eucaristía, y no hay Eucaristía sin sacerdotes. Y esto es así por una razón muy sencilla: la Iglesia no es una edificación humana, sino divina. Es decir, la Iglesia no es un “club”, que nace de la voluntad de sus socios. Es otra cosa, es institución divina. El signo sacramental – concreto, sensible, visible - de esta prioridad de la gracia, de la iniciativa divina; en definitiva, de la principalidad de Cristo, es el sacerdocio. El sacerdote nos recuerda que lo esencial no viene de nosotros mismos, sino de Dios.

El tomo XII de la edición española de las “Obras completas” de Joseph Ratzinger se titula “Predicadores de la palabra y servidores de vuestra alegría” (BAC maior, 109, Madrid 2014, 860 pág.). En el prólogo del editor, escrito por G. L. Müller, actual Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se lee: “el sacerdocio no es un simple ‘oficio’, sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor”.

Sin fe, sin transmisión de la fe, es imposible que surjan vocaciones. “Imposible”, para Dios, no es nada. Pero Dios no suele forzar las cosas. Realmente, parece que hemos reducido la fe a lo que no es fe. Parece que hemos reducido la fe a una caricatura de la misma. No basta con haber sido bautizado. No basta conque nuestros padres se declaren creyentes. No basta con intentar ampararse en una fe “ambiental”, que ya no existe.

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8.03.14

El combate de la conversión

Homilía para el I Domingo de Cuaresma (A)

Cada año “la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de
Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana”
(Benedicto XVI). Este itinerario comprende el anuncio de la Palabra, la acogida del Evangelio que lleva a la conversión, la profesión de fe, el Bautismo, la efusión del Espíritu Santo y la comunión eucarística. Un trayecto que los catecúmenos han de transitar por primera vez y que los ya cristianos hemos de actualizar.

La escena evangélica en la que contemplamos a Jesús ayunando durante cuarenta días y siendo tentado por el diablo (cf Mt 4,1-11) nos invita a tomar conciencia de nuestra debilidad; a luchar contra el Enemigo, el diablo, que – como nos recuerda el Papa -“actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Seor”; y, en tercer lugar, a abrirnos a la esperanza, basada en la victoria de Cristo, de vencer a las seducciones del mal.

¿En qué consiste nuestra debilidad? De algún modo, en nuestra propia naturaleza herida, que arrastra – querámoslo o no – las consecuencias temporales del pecado original: la amenaza del sufrimiento, el desafío de la enfermedad, la intimidación de la muerte, el ataque de nuestras fragilidades y el continuo peso de nuestra inclinación al pecado, de nuestra concupiscencia.

¿Cuál es nuestra lucha? Es, ante todo, el combate de la conversión, que tiene como punto de mira la santidad y la vida eterna a la que el Señor nos llama. En este duelo, el diablo no concede tregua. La Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia nos recuerdan la existencia de “una voz seductora, opuesta a Dios, que, por envidia”, nos empuja hacia la muerte (cf Catecismo 391). Es la voz de Satán y de los otros demonios, ángeles caídos cuyo fin es encantar a los hombres para apartarlos de Dios.

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28.02.14

Lo principal y lo secundario

Homilía para el VIII domingo del tiempo ordinario (Ciclo A)


El Señor nos pide atender a lo esencial: el Reino de Dios y su justicia, sin dejar que lo secundario ocupe el lugar de lo principal (cf Mt 6,24-34). Se trata de perfilar convenientemente la orientación fundamental de la propia vida; una orientación que se concretará en cada una de nuestras actuaciones.

Lo esencial es Dios. Él es “mi roca y mi salvación” (Sal 61). Dios es merecedor de una confianza plena, ya que, aunque una madre pueda olvidarse de su criatura, Dios no nos olvida (cf Is 49,14-15). Si Él cuida, con su providencia, de los pájaros, de los lirios del campo y hasta de la hierba, ¿cómo no va a ocuparse de nosotros?

Jesús señala dos síntomas que denotarían una fe débil, una falta de confianza en Dios, un estilo de vida más bien propio de paganos: el excesivo apego al dinero y la exagerada preocupación por los bienes materiales - la comida y el vestido - y por el futuro.

“No se trata de quedarse con los brazos cruzados y de no trabajar más, ni tampoco de llevar ‘una vida inconsciente’” (M.Grilli – C. Langner), pero sí de evitar una obsesión por las cosas perecederas y mundanas. El sentido común nos indica la necesidad de trabajar para hacer frente a nuestras necesidades e, incluso, de prevenir, en la medida en que razonablemente quepa hacerlo, las necesidades futuras.

El dinero en sí mismo no es malo, pero no puede usurpar el lugar reservado a Dios(1). El interrogante que nos plantea el Señor es: ¿Vivo para Dios o para el dinero? La tentación del tener, de la avidez de dinero, insidia el primado de Dios en nuestra vida: “El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no solo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida” (Benedicto XVI).

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24.02.14

El sagrario

Abundan, en los últimos años, iniciativas muy loables de adoración perpetua al Santísimo Sacramento. La Iglesia nos enseña que no solamente tributamos culto a la Eucaristía en la celebración de la Santa Misa, sino también “fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo” (Pablo VI, “Mysterium fidei”, 56).

Me gustaría detenerme en la primera de estas manifestaciones de culto, además de la celebración de la Misa: “conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas”.

Para este fin existe el sagrario. El n. 1379 del “Catecismo” nos ofrece, al respecto, una preciosa síntesis: “El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento”.

Una secuencia vincula las diversas afirmaciones: La Eucaristía se guarda para que puedan comulgar los que, por estar impedidos, no pueden participar en la Santa Misa. Pero la fe de la Iglesia – la Tradición - no es estática, sino que tiende a explicitar lo que, en un primer momento, se acepta de modo implícito. Y por esta razón, profundiza en la presencia real de Cristo y toma conciencia del sentido de adorar al Señor presente en las especies eucarísticas. La consecuencia es que el sagrario ha de estar colocado en un lugar digno y subrayar, incluso por su forma, la verdad de la presencia real de Cristo.

El beato Juan Pablo II enseñaba en “Ecclesia de Eucharistia”: “Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el « arte de la oración », ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!” (n. 25).

Por su parte, Benedicto XVI ha recordado en la exhortación apostólica postsinodal “Sacramentum caritatis” la relación intrínseca que une la celebración eucarística a la adoración y, específicamente, sobre el sagrario dice:

“es necesario que el lugar en que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por cualquiera que entre en la iglesia, también gracias a la lamparilla encendida. Para ello, se ha de tener en cuenta la estructura arquitectónica del edificio sacro: en las iglesias donde no hay capilla del Santísimo Sacramento, y el sagrario está en el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura para la conservación y adoración de la Eucaristía, evitando poner delante la sede del celebrante. En las iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca del presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el presbiterio, suficientemente alto, en el centro del ábside, o bien en otro punto donde resulte bien visible” (SC, 69).

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