10.01.15

La blasfemia según el Catecismo

Hay un número muy interesante del Catecismo de la Iglesia Católica, el 2148, referido a la blasfemia. Dice así:

 

“La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios. Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos” (St 2, 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión.

La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo nombre. Es de suyo un pecado grave”.

 

La condena que el Catecismo hace de la blasfemia abarca, de un modo sabio, el reproche hacia las acciones o palabras que se dirigen contra Dios, así como hacia las acciones o palabras, que abusando del nombre de Dios, se dirigen contra los demás en forma de crímenes, de tortura o de muerte.

A Dios se le injuria cuando se profana su Nombre o cuando se profana lo sagrado, lo santo, lo consagrado a Él. Pero se le injuria también cuando, pretendidamente en su Nombre, se agravia a los demás.

Una sociedad civilizada sería aquella en la que se fomentase el respeto hacia Dios y hacia las realidades sagradas. Reconocer lo sagrado como sagrado impone un límite; nos recuerda que no todo es lo mismo ni todo es igual. Nos recuerda que muchas realidades – ante todo Dios, pero también el hombre, en tanto que criatura de Dios – no son disponibles y manipulables a nuestro gusto, sino que merecen reconocimiento, veneración, consideración.

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9.01.15

¿Censurar la palabra de Dios?

Me he quedado con los ojos como platos al leer una de las “cartas al director” publicada, recientemente, por el “Faro de Vigo”. Quien la escribe, una señora que se define como católica practicante, propone, ni más ni menos, que se censure – en la misma Iglesia - la palabra de Dios, ya que la Sagrada Escritura, en cuando texto inspirado, es palabra divina y humana; palabra divina en palabra humana.

 

La verdad es que la carta de esa señora me ha despistado mucho. Parece que le ofende un texto de la Carta a los Colosenses de San Pablo: “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas” (Col 3,18-19).

 

No se puede considerar este texto como ofensivo. Simplemente, se impone una mínima hermenéutica – un mínimo esfuerzo de interpretación - . San Pablo, en ese texto, no dicta cómo han de ser las relaciones sociales. Se remite a las costumbres vigentes en ese momento, a lo que era comúnmente aceptado. Pero, sobre esa común aceptación, no silencia la novedad cristiana: la referencia a Cristo y la insistencia en la reciprocidad de los deberes. Y esa insistencia sí resultaba novedosa.

 

Algo similar dice San Pablo sobre los amos y los esclavos. No está defendiendo el apóstol que haya amos y esclavos – eso estaba así establecido en la cultura de la época -. San Pablo introduce una novedad aparentemente inofensiva pero, en el fondo, revolucionaria: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres” (Col 3, 23).  Y, asimismo, dice: “Amos, tratad a los esclavos con justicia y equidad, sabiendo que también vosotros tenéis un amo en el cielo” (Col 4,1).

 

Lo novedoso es la reciprocidad. Hoy, que – teóricamente – no hay amos ni esclavos, la damos por hecho, la reciprocidad. Como damos por hecho que la mujer es igual, en cuanto a derechos, al varón. Pero en el siglo primero no era así. Y San Pablo, en un caso y en otro, apunta hacia una dirección, entonces desconocida, que deriva del Evangelio.

 

También se queja esta señora de otro pasaje neotestamentario, Efesios 5, 21-25: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es salvador del cuerpo. Como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia”.

 

No basta con análisis filológicos de los textos. Es necesaria la hermenéutica – la actualización del texto - . Lo que llama la atención es, análogamente, el deber de la reciprocidad, de la correspondencia, entre el esposo y la esposa que se compara- ¡nada menos! - que con el amor de Cristo a la Iglesia.

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7.01.15

El (único) motivo de la esperanza

“Rex tremendæ maiestatis, qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis”, canta el famoso himno “Dies irae”. Jesús es el rey de la majestad infinita. Él posee, como Dios y como hombre – “su reino no tendrá fin” - , la plenitud del poder y de la gloria.

 

“Todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16). Todo tiene en Él su consistencia (Col 1,17). El tener a Jesucristo como destino, como meta final, supone, como condición de posibilidad, como base, que la creación tenga en Él su fundamento.

 

Todo depende de Cristo. Todo se sostiene en Cristo. Nada hay creado que no esté orientado hacia Él. La obra maestra de la creación, la expresión más perfecta de la poética divina, es María. Y en Ella, del modo más claro que cabría imaginar, “todo es relativo a Cristo”, como recordó el beato Pablo VI

 

¿Cómo ha ejercido Jesús, en su vida terrena, su señorío? Podríamos decir que más bien en el fracaso que en el éxito. Jesús, en su vida terrena, y en esa especie de prolongación de la Encarnación que es la historia de la Iglesia, no ha triunfado brillantemente sobre el reino de las tinieblas. Aún no. Todavía no. Porque, en última instancia, la historia no es la escatología ni, aún, el mundo es el cielo.

 

Romano Guardini ha escrito que “el talante de la vida de Jesús es el fracaso, el sucumbir”. Sin ser conscientes de este hecho, se pierde la inmensa grandeza del Señor. Él nos dijo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

 

En una cultura de lo inmediato, de la rentabilidad a corto plazo, de la autorrealización – que es una empresa justa, pero que puede servir de máscara para el egoísmo más acendrado – estas palabras no acaban de convencernos.

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5.01.15

La adoración, la obediencia del ser

Es muy bello el relato de San Mateo de la visita de los Magos a Jesús recién nacido (cf Mt 2,1-12). Los que tenían que saber no saben y los que quizá no estaban en disposición de conocer tanto - unos paganos - , buscan a Jesús, lo encuentran, lo adoran y le ofrecen sus dones.

 

Los oficialmente sabios – los sumos sacerdotes y los escribas del país -  se sobresaltaron ante la noticia del nacimiento del Rey de los judíos. Estaba todo escrito, pues así lo había dicho el profeta: “En Belén de Judea”, pero no salieron de sus casas. Lo sabían, pero no lo creían. Lo sabían, pero como si no lo supiesen. Tenían, de ese acontecimiento, una idea puramente nocional, distante del compromiso, ajena a la implicación de la vida.

 

Los Magos, no. Los Magos no eran expertos en las Escrituras, ni conocían a los profetas. No disponían, podríamos decir, del Libro de la Escritura, pero sí del Libro de la Naturaleza. Quizá eran astrónomos, habituados a escudriñar las señales que emite el gran Libro de la Creación. Ellos, los más lejanos, habían sido los primeros en haber visto salir su estrella. Ellos fueron también, casi, los primeros que se sintieron movidos a venir a adorarlo.

 

Pero, a la vez, los Magos son humildes. Preguntan a quienes, aunque sea solo nocionalmente, saben. Y de los expertos que no salen de casa brota, no obstante, una indicación precisa: “En Belén de Judea”.

 

La estrella los fue guiando hacia el lugar adecuado, hacia la Persona adecuada, hacia Dios, hacia Jesús. Y esa búsqueda, y esa docilidad, les llenó de una inmensa alegría. Quien busca la verdad y la encuentra se llena de gozo. Porque ningún otro interés, ningún afán de poder, ningún cálculo político – a diferencia de Herodes –,  les había movido en su intento de encontrar aquello, a aquel, que buscaban.

 

La alegría es como un preludio de la visión: “Vieron al niño con María, su madre”. Y esa visión no les desconcierta, no les sobresalta. Lo que ven es algo muy normal: al niño con su madre. El texto no dice que hubiesen entrado en un palacio y que viesen a una reina coronada de oro al lado de un rey recién nacido, en una cuna adornada con piedras preciosas. No, vieron al niño con María, su madre.

 

Al encontrar a quien buscaban, no dudan. Porque la duda es, en el fondo, incompatible con el encuentro: “y cayendo de rodillas lo adoraron”. Estos hombres, los Magos, habían hecho el esfuerzo de hallar la verdad y, una vez hallada, se rinden ante ella. Y no solo con una aquiescencia del alma, con un homenaje de la “res cogitans”, de su intelecto avezado, sino también con el tributo del cuerpo, con la oración del cuerpo: “cayendo de rodillas”.

 

De un modo muy exacto Romano Guardini ha escrito que la adoración es “la obediencia del ser”. Lo que somos, la aceptación de lo que somos, jamás es más real ni consciente, ni libre, que cuando nos reconocemos como criaturas. Adorar es darnos cuenta, con el cuerpo y el alma, de que Dios es Dios y nosotros somos, nada más y nada menos, que criaturas suyas. Tocamos así la verdad más profunda acerca de nosotros mismos: Dios es Dios y nosotros somos hombres. Y nuestra grandeza radica en la capacidad de adorarle. Dios es grande y nosotros pequeños. Pero en reconocerlo así radica nuestra grandeza. La adoración, añade también Guardini, es “verdad realizada”.

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3.01.15

En la Iglesia hacen falta la verdad y la misericordia

Verdad y misericordia son realidades que no se pueden separar. Jesucristo, el más misericordioso de los hombres y la encarnación de la misericordia divina (San Juan Pablo II dijo, en Dives in misericordia, que Él la encarna y la personifica) se definió a sí mismo como el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6).

 

La verdad, la conformidad de lo que se dice con lo que se piensa, y de lo que se piensa con lo real, no es una amenaza, sino un medio para alcanzar la libertad: “La verdad os hará libres”, nos dice también Jesús (Jn 8, 32).

 

A muchas personas no les interesa la verdad, ni la estabilidad, ni la firmeza, ni lo que no está escondido frente a lo falso y a lo aparente. A muchas personas, quizá a una civilización entera, la verdad les parece algo muy poco práctico, una cuestión de la que se puede prescindir en aras de la eficiencia. Más o menos lo formuló, en su día, Pilato: “Y ¿qué es la verdad?” (Jn 18,38). ¿Para qué perder el tiempo con la cuestión de la verdad cuando hay tantas cosas que hacer?

 

Esta indiferencia ante la verdad,  si es mala en “el mundo” – que lo es – , más lo será en la Iglesia. El Cristianismo jamás se ha presentado como una mera opinión, sino como verdad; para ser más exactos, como “la” verdad sobre Dios y sobre los hombres. Abdicar de la pretensión de verdad del Cristianismo sería, más o menos, como apostatar de la fe. Un Cristianismo que no pretenda ser verdadero dejaría de ser Cristianismo.

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