20.04.15

¿Legalizar la prostitución?

Se define la prostitución como la “actividad a la que se dedica quien mantiene relaciones sexuales con otras personas, a cambio de dinero”. En estos días, en España, se ha vuelto a plantear si lo mejor sería dar estado legal a esa actividad o no hacerlo.

 

No faltan los partidarios de esta legalización: podría ayudar a incrementar los ingresos del Estado, haría que ciertos “contratos” de hecho se convirtiesen en contratos de derecho, y permitiría que algunas personas – hombres, pero sobre todo mujeres – ejerciesen lo que algunos denominan una profesión más – y hasta, según se dice, la más antigua del mundo - .

 

A favor se argumenta, también, que cada cual es dueño de sí mismo y puede, en consecuencia, hacer con su cuerpo lo que le parezca más oportuno y ventajoso. Incluso acceder a mantener relaciones sexuales por dinero o a cambio de otros bienes. ¿Por qué no? Bastaría con que quien contrata y quien es contratado se pusiesen de acuerdo en el tipo de servicio y en la tarifa. Todo sería libre por ambas partes y, por consiguiente, debería ser asimismo “legal”.

 

Prohibir la prostitución, se argumenta, traería consigo consecuencias no previstas y, encima, negativas: falta de seguridad jurídica para quien se prostituye y para sus clientes, restricción de las libertades individuales, aumento de la delincuencia, condena de los empresarios que se dedican a este sector de “servicios” – que se verían tildados de “proxenetas”-, etc.

 

En contra de esta legalización, se suele apelar a las estadísticas. Se dice que las prostitutas, más del 80% de ellas, son en realidad esclavas sexuales, víctimas de las mafias. Y sobre los prostitutos se dice menos, porque quizá hay menos estudios al respecto.

 

La observación empírica, el contraste que se puede establecer entre los países en los que la prostitución está legalizada y donde no lo está, tampoco aporta, dicen algunos expertos, muchas razones a favor de exportar el modelo legalizador. Donde se ha prohibido, por ejemplo en Suecia, parece que sí se logró reducir los efectos más negativos de esta actividad.

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15.04.15

La “reformita” de la ley del aborto

Lo único bueno que veo en la “reformita” es que el aborto sigue siendo una cuestión debatida. Y mejor que lo sea. Lo peor sería la indiferencia absoluta. Si se discute sobre el aborto es que algo en la conciencia de alguien no acaba de cuadrar del todo. No se hace, por ejemplo, un debate público sobre si dos y dos suman cuatro.

 

Estos días meditaba sobre un texto de Gaudium et spes: el hombre “nunca será totalmente indiferente ante el problema de la religión, como lo prueban no solo la experiencia de los siglos pasados, sino también los múltiples testimonios de nuestro tiempo” (GS 41).

 

Yo creo que tampoco el hombre, los hombres en general, será totalmente indiferente ante el aborto. Si lo fuese, las leyes permitirían abortar libremente, hasta media hora o cinco minutos antes del parto. Pero esto no es lo más habitual, ni siquiera en las legislaciones más permisivas.

 

¿Por qué? Por una razón muy sencilla. Todos saben, más o menos confusamente, que el aborto es un mal. Abortar es matar a un ser humano en las etapas iniciales de su vida. Abortar es poner fin a una vida humana. Eso lo sabe todo el mundo.

 

Pero nadie quiere quedar de malo. Todos tendemos a justificar nuestras acciones. Y por esa grieta se cuelan los distingos y las matizaciones: que si el ser humano vivo aún no es persona – y esa apreciación depende de lo que se entienda por persona; apreciación que, si se lleva al límite, nos despersonalizaría a todos mientras dormimos - ; que si los plazos, que si los supuestos… Es decir, letra pequeña, que es el tipo de letra preferido para colar como legal, y hasta moral, lo que no tendría pase si se expusiera claramente.

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14.04.15

En defensa del Papa: la denuncia de las sangrientas masacres

El pasado domingo, II de Pascua, el papa Francisco celebró la Santa Misa para los fieles de rito armenio. En el saludo al comienzo de esa celebración pronunció unas palabras que han desatado la ira del Gobierno turco.

 

Conviene situar exactamente en su contexto lo que ha dicho el papa: “En varias ocasiones he definido este tiempo como un tiempo de guerra, como una tercera guerra mundial ‘por partes’, en la que asistimos cotidianamente a crímenes atroces, a sangrientas masacres y a la locura de la destrucción. Desgraciadamente todavía hoy oímos el grito angustiado y desamparado de muchos hermanos y hermanas indefensos, que a causa de su fe en Cristo o de su etnia son pública y cruelmente asesinados –decapitados, crucificados, quemados vivos – , o bien obligados a abandonar su tierra”.

 

Este contexto es, sin más, la actualidad, el momento presente. No cabe parapetarse tras una discusión semántica a la hora de reflejar lo que nos toca vivir – aunque no a todos con el mismo nivel de dolor - : crímenes atroces, sangrientas masacres y la locura de la destrucción.

 

¿Alguien sensato puede negar estos hechos? ¿Alguien veraz puede negar que, ahora, muchos cristianos – no sólo, pero también los cristianos – “son pública y cruelmente asesinados –decapitados, crucificados, quemados vivos – , o bien obligados a abandonar su tierra”?

 

Yo creo que el Papa dice en voz alta lo que todos vemos, aunque no siempre se diga, quizá por razones “diplomáticas” o de corrección política. Y este estado de la cuestión lleva a pensar, muy justificadamente, que no acabamos de aprender de los excesos y errores del pasado. Incluso de los excesos y errores de un pasado muy reciente: la persecución de los armenios y de otros cristianos orientales; las masacres causadas por el nazismo; y las causadas por el estalinismo.

 

Pero estas tres no han sido las únicas que han teñido de sangre el ayer, casi el hoy: “ha habido otros exterminios masivos, como los de Camboya, Ruanda, Burundi, Bosnia”.

 

¿Es un consuelo sustituir la palabra “genocidio” por la expresión “exterminio masivo”? Quizá en la semántica abstracta sí. En la realidad, no. Y una semántica alejada de la realidad es una especie de ídolo engañoso.

 

El Papa se dirige a los armenios, pero se dirige a la humanidad en su conjunto: “Da la impresión de que la familia humana no quiere aprender de sus errores, causados por la ley del terror; y así aún hoy hay quien intenta acabar con sus semejantes, con la colaboración de algunos y con el silencio cómplice de otros que se convierten en espectadores”.

 

¿Es que no es verdad? ¿Es que alguien puede negarlo? Parece evidente que no.

 

A mí me extraña que el Gobierno de Turquía se consuele diciendo que el daño que el Imperio Otomano, por acción u omisión, causó a los armenios podría ser considerado una sangrienta masacre, pero jamás puede ser considerado un genocidio. Bueno, por las palabras, sólo por las palabras, no se discute – ya que no somos, al menos yo no lo soy – nominalistas.

 

Pero el Papa, en esas palabras de saludo, no ha pretendido ejercer como historiador. Sí como Papa, como pastor de la Iglesia universal, como un vigilante que, ante los sinsentidos de hoy, advierte al mundo, diciendo: ¡Basta ya! ¡Aprendamos del pasado!

 

Y sí, ha usado la palabra genocidio. Pero lo ha hecho citando a San Juan Pablo II, quien, en una declaración común con Karekin II, Patriarca supremo y Catholicós de todos los armenios, dijo, en Echmiadzin el 27 de setiembre de 2001: “El exterminio de un millón y medio de cristianos armenios, en lo que se considera generalmente como el primer genocidio del siglo XX, y la siguiente aniquilación de miles bajo el antiguo régimen totalitario, son tragedias que todavía perduran en la memoria de la generación actual”.

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Dios y el otorrino

Dicen que se le atribuye a una persona, o “personaje”, con cierta repercusión política y mediática, la siguiente frase: “Francisco está llevando a Dios al otorrino”.

 

No sé exactamente qué es lo que ha querido decir ese individuo con tal sentencia, si es que la ha dicho, pero, en sí misma, la frase que le atribuyen es un despropósito. No veo yo al papa como una especie de técnico de urgencias que haya de conducir a Dios a una consulta, para que revisen – en la divinidad – el oído, la nariz o la laringe.

 

Podríamos pensar que no se refiere la sentencia desafortunada a la esencia de Dios, sino a la humanidad de Cristo. Pero ni así. Jesucristo, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, y hombre perfecto. No hay señales, si uno lee el Evangelio, de que tuviese problemas para oír o para hablar.

 

Hay un texto del libro de la Sabiduría que, refiriéndose al Espíritu de Dios, dice: “Pues el espíritu del Señor llena la tierra, todo lo abarca y conoce cada sonido” (Sab 1,7). En alguna otra traducción se lee: “no ignora ningún sonido”.

 

Yo creo que el problema no radica en que Dios esté “sordo”, que no lo está. Nosotros sí podemos estarlo, y no me refiero a la sordera física, sino a la sordera espiritual. Y, en consecuencia, no hace falta que nadie, ni siquiera el papa, intente solucionar la presunta sordera de Dios.

 

Más bien, nuestro deseo ha de ser el de poder escuchar con más claridad lo que Dios no deja de decirnos: en la creación y en su Hijo, la Palabra encarnada. El Espíritu Santo, que nos capacita para ser hombres auténticamente espirituales – es decir, atentos a Dios y a su Palabra –,  nos permitirá la sintonía necesaria para que esa escucha no sea una tarea imposible.

 

Mal empezamos si partimos de que Dios ni oye ni habla. Esa toma de partida, por más atribuciones indebidas que le “reconozca” al papa, es una base equivocada. No hace justicia a Dios ni hace justicia al papa.

 

No somos nosotros los que modulamos la sinfonía que permite la concordancia entre nuestra respuesta a Dios y la Palabra que procede de Él. No somos nosotros los que “desatascamos” los oídos de Dios. Eso no puede hacerlo ni el papa. Es Dios el que nos permite “oír” y obedecer y, en resumidas cuentas, creer.

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9.04.15

Los cuatro libros

Hubo una época en la historia de la humanidad en la que no había libros o, si los había, eran exageradamente caros. Hoy todos, más o menos, tenemos muchos libros en nuestra casa. No es que sean baratos, pero sí son relativamente baratos. Cuesta más, por regla general, llenar el depósito de gasóleo que comprar un libro que nos interesa.

 

¿Qué haríamos si el espacio disponible para vivir se redujese a una sencilla habitación, a una especie de celda monástica? ¿Qué haríamos con nuestros libros, con esas preciadas posesiones de las que cuesta mucho desprenderse, ya que la adquisición y la lectura de cada uno de los ejemplares de nuestra pequeña biblioteca son como retazos de nuestra vida?

 

Debemos optimizar el espacio y el tiempo. Eso significa que hay que procurar la mejor manera de realizar una actividad. Y, ya en serio, solo tenemos una actividad que merezca la pena: ser felices y salvarnos. Que no son dos cosas contrapuestas, añadidas la una a la otra, sino que es la misma cosa: No haber vivido en vano y no haber despreciado la posibilidad, que Dios nos ofrece, de vivir para siempre.

 

Si hubiese que hacer un rescate de urgencias no deberíamos dudar. Lo primero, el primer libro, la Sagrada Biblia. Me imagino que los expurgadores de la biblioteca de Alonso Quijano, el Quijote, no albergarían, al respecto, la más mínima reserva. Nuestra memoria se va acortando poco a poco. Hace nada, hace apenas unos años, todos podríamos recordar una buena cantidad de números de teléfono. Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, no somos capaces de retener ni el número de nuestra casa.

 

¡Ojalá que supiésemos de memoria la Biblia! No solo en la antigüedad cristiana muchos la sabían de ese modo, sino que incluso un personaje, bastante reciente, como el beato Newman, también fue capaz de memorizarla. La Biblia es el principal testimonio de la palabra de Dios, ya que, como texto inspirado, es palabra de Dios en palabra humana. Obviamente, el cristianismo no es una religión del libro, ya que el centro de nuestra fe no es un texto, sino una Persona, Jesucristo.

 

Un segundo libro, que no está inspirado, como la Biblia, pero que sí nos ofrece el contexto adecuado para leerla e interpretarla es el Catecismo de la Iglesia Católica. Nos encontramos aquí con una presentación auténtica y sistemática de la fe y de la doctrina católica. Es casi imposible leer el Catecismo y no aprender algo nuevo. En esta fuente encontramos el agua viva que, sin riesgo de contaminación, nos ofrece lo más puro y selecto de la comprensión cristiana de Dios, del hombre y del mundo. No estoy de acuerdo con quienes se quejan de incertidumbres en la enseñanza de la fe. Basta con acudir al Catecismo para disipar esas tormentas.

 

Un tercer libro, de cuatro volúmenes, es La Liturgia de las horas. Es una obra maestra, un  capolavoro del que legítimamente puede sentirse agradecida la Iglesia. La oración de la Iglesia toma prestadas las palabras de Dios registradas en la Sagrada Escritura. Recibe esos textos con un espíritu de humildad filial y emplea esas palabras, que vienen de Dios, para dirigirse a Dios en su plegaria. ¡Cuánto se puede aprender si, día a día, se recita la Liturgia de las horas! Quizá sea el tesoro que, a pesar de todo, sigue estando oculto para buena parte de los miembros de la Iglesia.

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