Martiño Noriega es el nuevo alcalde de Santiago de Compostela, el regidor de una ciudad que es conocida en el mundo por su vinculación con el apóstol Santiago. Si uno visita Compostela no podrá obviar ese lazo. La imponente catedral se lo recuerda a todos. Y no solo la catedral, sino también un fenómeno tan incontestable como el Camino de Santiago. Yo, que he vivido algunos años fuera de España, he tenido, a veces, que explicar dónde está Vigo. Jamás he tenido que explicar dónde está Santiago de Compostela. Como nadie tiene que explicar dónde está Jerusalén o Roma.
Pues bien, Martiño Noriega, con la boina puesta en su cabeza, al parecer así suele presentarse, firma en la sección “Tribuna libre” del Faro de Vigo un artículo titulado “A normalidade dos concellos laicos” (“La normalidad de los ayuntamientos laicos”). Todo depende, claro, de lo que se entienda por “laico”. El Diccionario de la Real Academia Española viene en nuestro auxilio y aclara: Laico es el que no tiene órdenes clericales y, también, el que es “independiente de cualquier organización o confesión religiosa”.
Supongo que a nadie se le habrá ocurrido nunca que un ayuntamiento, como tal, pueda recibir las órdenes clericales. No hay, en ninguna parte, un ayuntamiento que sea obispo, presbítero o diácono. En este sentido, todos los ayuntamientos son laicos, porque solo se puede ordenar a personas, no a instituciones.
La segunda acepción de “laico” habla no de ordenación, sino de independencia de cualquier organización o confesión religiosa. Y tampoco es tan difícil entender este sentido de lo “laico”. Es evidente que el alcalde es elegido por los ciudadanos y que no es nombrado ni por el obispo, ni por el imán, ni por el rabino. Hasta ahí, de acuerdo con la “normalidad” de los ayuntamientos laicos.
Pero el error, a mi modo de ver, de D. Martiño Noriega radica en ir más allá de esas acepciones que recoge el Diccionario y tratar de establecer una doctrina general: “el espacio de lo religioso no debe mezclarse con el espacio propio de las administraciones públicas”.
El problema es qué se entiende por “público”. La identificación unívoca entre lo “público” y la administración estatal no es una identificación que haga justicia a la realidad. La realidad, la atención a lo que pasa en la calle, nos llevaría más bien al sendero de la analogía que al de la univocidad. “El ser se dice de muchas maneras”, enseñaba Aristóteles. Y es una lección que quizá no hemos acabado de comprender.
No solo la administración, o las administraciones del Estado, son públicas. Muchas otras cosas también lo son. Entre ellas la fe, que no se puede reducir al ámbito puramente privado. La fe, si es fe, tiende a iluminarlo todo: la vida privada y, asimismo, la responsabilidad por lo que atañe a todos.
Martiño Noriega, quizá, no lo sé, no ha leído la constitución Gaudium et spes del concilio Vaticano II. En ese texto se dice: “La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres”.
Y, aunque lo cita, no sé tampoco si Martiño Noriega ha leído a fondo el artículo 16 de la Constitución española. Lo reproduzco en su totalidad:
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