No banalicemos la misericordia
La misericordia es una característica de Dios, muy ligada a uno de los principales atributos divinos: la omnipotencia. Por su misericordia infinita, Dios muestra su poder “en el más alto grado perdonando libremente los pecados” (Catecismo, 270).
Estamos acercándonos a algo muy serio, entrando, por decirlo así, en terreno sagrado: En el ser de Dios y en su actuar. Yo no creo que Dios sea, como se suele decir, el “Totalmente Otro”. Pero sí estoy convencido de su santidad, de su divinidad.
¿Cómo sabemos que Dios es misericordioso? Lo sabemos, en última instancia, gracias a Jesús, que es el revelador y la revelación del Padre. Jesús, el Verbo encarnado, expresa en lenguaje humano el ser de Dios. Y no se cansa de manifestar su infinita compasión.
Como enseñaba San Juan Pablo II: “en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió «misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente « visible » como Padre « rico en misericordia »” (Dives in misericordia, 2).
Si nosotros hemos de ser misericordiosos es porque Dios lo es. La motivación es claramente teologal. Y esta motivación obliga a no frivolizar, a no banalizar, a no convertir en insustancial lo que no puede serlo bajo ningún concepto.
La peor trivialización de la misericordia sería, a mi modo de ver, equipararla a una especie de indiferencia, en la que todo vale. Si todo vale es que nada vale. Esta banalización se llama relativismo.