14.08.15

No banalicemos la misericordia

La misericordia es una característica de Dios, muy ligada a uno de los principales atributos divinos: la omnipotencia. Por su misericordia infinita, Dios muestra su poder “en el más alto grado perdonando libremente los pecados” (Catecismo, 270).

Estamos acercándonos a algo muy serio, entrando, por decirlo así, en terreno sagrado: En el ser de Dios y en su actuar. Yo no creo que Dios sea, como se suele decir, el “Totalmente Otro”. Pero sí estoy convencido de su santidad, de su divinidad.

¿Cómo sabemos que Dios es misericordioso? Lo sabemos, en última instancia, gracias a Jesús, que es el revelador y la revelación del Padre. Jesús, el Verbo encarnado, expresa en lenguaje humano el ser de Dios. Y no se cansa de manifestar su infinita compasión.

Como enseñaba San Juan Pablo II: “en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió «misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente « visible » como Padre « rico en misericordia »” (Dives in misericordia, 2).

Si nosotros hemos de ser misericordiosos es porque Dios lo es. La motivación es claramente teologal. Y esta motivación obliga a no frivolizar, a no banalizar, a no convertir en insustancial lo que no puede serlo bajo ningún concepto.

La peor trivialización de la misericordia sería, a mi modo de ver, equipararla a una especie de indiferencia, en la que todo vale. Si todo vale es que nada vale. Esta banalización se llama relativismo.

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13.08.15

Es un error eliminar la enseñanza de la Religión en la escuela

Orillar a Dios, confinar en los márgenes de la vida pública la esfera de lo religioso, es un grave error. Dios tiene que ver con todo – de hecho – y es absurdo pretender que, de derecho (positivo), no cuente para nada. No hay cultura sin referencia a Dios – bien sea a favor o en contra -, ni hay sociedad humana sin bases religiosas – y allí donde se han erigido sociedades ateas son, en el fondo, idolátricas - . Tampoco la economía y la política pueden desligarse de Dios si no pretenden ser inhumanas.

San Juan Pablo II reivindicaba con vigor – él, que conoció el totalitarismo nazi y el totalitarismo comunista - , la “carta de ciudadanía” de la religión cristiana. Y lo hacía evocando la “Rerum novarum” de León XIII. Muchos se preguntaban, entonces y hoy, a cuenta de qué el Papa  León XIII se atrevía a pronunciarse sobre las realidades sociales. Para unos, este mundo y esta vida deberían permanecer extraños a la fe. Para otros, la Iglesia había de ocuparse exclusivamente de la salvación ultraterrena, sin decir nada sobre los avatares de la existencia en esta tierra (cf Juan Pablo II, Centesimus annus, 5).

Pero sabemos que no es así. La salvación que Dios ofrece al hombre no separa este mundo y el otro. Ni la religión, al menos la cristiana, aliena o enajena al hombre de sus compromisos en este mundo.

Ha habido intentos, y los sigue habiendo, de impedir que la religión inspire la vida pública. Pero esos intentos no llevan a nada bueno. Benedicto XVI, tan lúcido siempre, lo indicó con claridad: “La exclusión de la religión del ámbito público, así como el fundamentalismo religioso, por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad” (Caritas in veritate, 56).

Es decir, hay dos amenazas que penden sobre nosotros: el laicismo y el fundamentalismo. El laicismo recorta las posibilidades de la razón y reduce al hombre a lo mundano. Para el laicismo, la religión es una especie de excrecencia que hay que evitar a toda costa. Se le puede tolerar, como quien tolera el mal, pero jamás se le podrá reconocer como algo digno de presentarse en sociedad.

El fundamentalismo, en el ámbito de lo religioso, aunque yo creo que abunda más en el ámbito de lo laico, equivale a la apuesta en favor de unas bases de lo religioso que prescinden completamente de la relación con la razón. Cualquier cosa que pretenda iluminar los fundamentos de la creencia, como la razón humana, es vista con absoluta sospecha. Merece la pena reivindicar a Melchor Cano que señaló, entre los lugares teológicos, el papel de la razón humana.

Si la política cede al laicismo se empobrecen las motivaciones para buscar el bien común y se da un paso hacia la opresión agresiva. El que manda cree, porque manda, que puede dictar las normas inapelables de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo. Sin ningún freno, sin tener que respetar el sagrario de las conciencias, el que manda, manda. E impone y castiga, si no le hacen caso.

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12.08.15

¡Qué manía con la asignatura de Religión!

Si sometiesen otras asignaturas a las mismas trabas a las que se enfrenta la asignatura de Religión, nadie las cursaría. Yo, al menos, en su día, en esos años ya remotos de la infancia y adolescencia, de haber podido hacerlo, hubiese evitado cursar algunas de las asignaturas que no me quedó más remedio que cursar sin que nadie me preguntase, ni a mí ni a mis padres, si nos parecía adecuado hacerlo o no.

Por ejemplo, y dicho sea sin acritud y en beneficio de inventario, la Educación Física, que era obligatoria y una especie de suplicio, creo que durante dos horas a la semana. El que era deportista lo iba a seguir siendo, con Educación Física o sin ella. Y el que no lo era  - yo jamás lo he sido – seguiría siendo igual. Hasta recuerdo con menos trauma la instrucción militar en El Goloso que las tediosas “clases”, por llamarle de algún modo, de Educación Física. Y eso que el profesor era muy buena persona. Pero no recuerdo que esa asignatura me aportase absolutamente nada.

Otrosí podría añadir de otras materias y de otros cursos nada opcionales y sí obligatorios para poder licenciarme, en Filosofía y en Teología, y doctorarme, en Teología.

Uno de mis hermanos era, y sigue siéndolo, muy deportista. Pues bien, una vez suspendió un parcial de Educación Física. Todavía ignoro el porqué, pero quizá se perdió alguna enseñanza fundamental de esa materia, a mi juicio – y no era la única - tan prescindible.

¿Qué pasa con la Religión como asignatura? Pues pasa algo así como que a los laicistas no les gusta. Y como los laicistas, los partidarios de borrar lo religioso de la vida social, tienen mucho poder, lo ejercen. Les da igual que exista una demanda social, que esté contemplado en la Constitución, etc. Todo eso les da igual. Ellos mandan. No se trata de quién tiene la razón, sino de quién manda.

Yo no sé hasta qué punto es legítimo que el Estado trace un currículum académico. El Estado debería limitarse a garantizar unos mínimos, pero tiene la aspiración, cada día más, de lograr máximos. Y el Estado es más que los políticos que mandan en cada caso, pero, al final, los que deciden son los políticos que mandan.

Hay múltiples razones que aportar en favor del estudio de la Religión en la escuela – en los diversos tramos del programa docente -. La religión es un distintivo de lo humano. El hombre es, decía un filósofo ateo, el “animal divino”. La religión es, en el fondo, el sustrato de todo pensamiento, de toda cultura, de toda civilización.

No hace mucho he estado en París, la capital de la “laicidad” y una de las grandes ciudades de Europa. Pues, sin conocimientos de Religión Católica, no se entiende París, como no se entiende Europa: El Monte de los Mártires – Montmartre -, Saint-Germain-des-Prés, la Sainte Chapelle, Notre Dame, y hasta, si me apuran, la tumba de Napoleón en Los Inválidos. Ni tampoco esa especie de resumen de la historia de Francia que es la catedral de Saint-Denis.

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10.08.15

No siempre es buena la tristeza

Uno puede sentirse alguna vez afligido o apesadumbrado y hasta “melancólico”. Como el dolor, la tristeza es útil si no nos instalamos en ella. Parece que el dolor, si se convierte en el centro de la vida, si no se piensa más que en él, aumenta y se convierte en un sufrimiento insoportable.

En la medida de posible, debemos combatir el dolor, el de los demás y, ¿por qué no?, el propio, atenuarlo; pero solo lo haremos con eficacia si no le concedemos un papel central.

Instalarse en el “ay” permanente, en el lamento que no cesa, en la queja que jamás accede al consuelo, es muy poco eficaz. El dolor, y la queja, es una manifestación de debilidad. Obviamente, somos débiles. Pero, desde la perspectiva de la fe, la debilidad se puede convertir en fortaleza.

Podemos sufrir, si Dios lo permite, si en ello se nos va la vida propia o la de los demás. Pero sufrir por egoísmo, sufrir por gusto, sufrir por sufrir, así, sin más, creo que debe ser descartado por principio.

Los Padres de la Iglesia hablan de una aflicción del espíritu, “animi cruciatus”, que es un dolor y una tristeza saludables. ¿Por qué esta tristeza es saludable? Porque aspira a ser superada. Porque incluye, en medio de lo malo, o de lo que se experimenta como malo, el deseo y la resolución de cambiar de vida, esperando en la misericordia de Dios y en la ayuda de su gracia.

Este dolor, esta aflicción, esta compunción, no aspira a eternizarse. Mira a un horizonte mucho más amplio: el horizonte de Dios.

La tristeza, en el fondo, es una pasión y, como tal, no es buena ni mala. Solo lo será si depende de la razón y de la voluntad. El mundo de las emociones y de los sentimientos pueden culminar en las virtudes o degenerar en los vicios.

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7.08.15

Fe y Bautismo: los padrinos

En el Catecismo de la Iglesia Católica se habla muy poco sobre los padrinos. Sí se insiste en el vínculo que une la fe con el Bautismo: “El Bautismo es el sacramento de la fe” (1253). Y, obviamente, la fe no es un acto puramente individual, que nos aísle de los demás, sino que, en sí misma, hace referencia a la comunidad de los creyentes. Creer es algo personal,  pero la personalidad dice relación a los demás – la persona es relación -. La fe de la Iglesia nos precede y, al creer, nos insertamos, sin renunciar al yo, en ese “nosotros” de la fe eclesial.

El Bautismo, que está en comienzo de la vida cristiana, no exige una fe perfecta, acabada, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. El Cristianismo es la religión de la Encarnación, del “Verbo abreviado”, en el que se unen la grandeza de Dios y la pequeñez de un recién nacido. Es una religión de vida, abierta, pues, al crecimiento y al desarrollo.

La fe, que se pide como principal don del Bautismo, está llamada a crecer después del mismo. No tiene sentido abrir una nueva etapa que tenga como sucesiva estación la nada. No tiene sentido bautizar para que los bautizados terminen siendo apóstatas. Como nadie en su sano juicio engendra a un hijo para matarlo nada más nacer (o, lamentablemente, incluso antes).

El Bautismo es el umbral y la fuente de la vida cristiana. Es el paso primero y principal, es la entrada. Es, asimismo, el manantial, la “pila”, el principio y fundamento del que brota la vida. Conviene que empiece bien lo que ha de acabar bien. Y el término adecuado de ese principio no es otro que la santidad. “En el Bautismo se realiza algo trascendental para el individuo: la implantación en él de un germen de vida. En el ser que hasta entonces vivía dentro de una perspectiva profana, Dios deposita el germen de una nueva estructura y de una nueva actividad. Una existencia nueva se despierta en él”, escribía Romano Guardini. Se percibe un símil biológico: estructura, morfología, y función.

La vida necesita ser cuidada. Un recién nacido no puede seguir adelante sin ayudas. Tampoco un recién bautizado, sea niño o adulto. Y en esta tarea está, en primer lugar, el papel no sustituible de los padres. Y, también, el papel del padrino o de la madrina. Pero hay una diferencia: los padres son los que son. Los padrinos, el padrino y/o la madrina pueden elegirse.

Han de ser, nos recuerda el Catecismo, “creyentes sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, niño o adulto, en su camino de la vida cristiana” (1255). Su tarea es una verdadera función eclesial, un officium.

No se trata de menospreciar la función de los padrinos, sino de no desvirtuarla. No es imprescindible que haya padrino o madrina, o padrino y madrina, para bautizar a un niño, ni a un adulto. No es imprescindible, pero, si lo hay, que sea un verdadero guía que ayude a recorrer el sendero del nuevo cristiano. Si estas condiciones no se cumplen, mejor sería atenerse a la función de testigos del Bautismo, de cristianos que pueden corroborar que ese umbral del nuevo nacimiento ha sido traspasado.

El Catecismo, muy realista, responsabiliza a toda la comunidad cristiana: “Toda la comunidad eclesial participa de la responsabilidad de desarrollar y guardar la gracia recibida en el Bautismo” (1255).

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