1.09.15

El Papa y el aborto: Favorecer la penitencia

La Iglesia, siguiendo la voluntad de Cristo, no busca la condenación del pecador, sino su conversión. Algunos pecados graves son, además, delitos según el Código de Derecho Canónico. Y estos delitos comportan unas penas canónicas, por lo cual solo pueden conceder la absolución de esos pecados el Papa, el Obispo o los sacerdotes autorizados por ellos.

El aborto es, en términos objetivos, un pecado grave y un delito canónico que está sancionado con la máxima pena: la excomunión. Una excomunión que se produce automáticamente (latae sententiae). En cada caso, habrá que verificar si hubo pecado grave o no (es decir, si se dio plena advertencia y perfecto consentimiento), porque si no hay pecado grave no hay delito; y, además, si se incurrió o no en la pena que comporta el delito; en este caso, la excomunión.

¿Quién comete el pecado grave de aborto? Pues todo aquel que provoca directamente un aborto; es decir, quien mata directamente a un embrión humano. Una mujer a la que, contra su voluntad, y sin que pudiese resistirse a ello, se le practicase el aborto, no cometería un pecado grave.

Sí lo comete quien, sabiendo lo que hace y estando de acuerdo en hacerlo, lo lleva a cabo: la madre que voluntariamente pide el aborto, el médico que lo practica, los cómplices necesarios de ese acto, etc. Estas personas que cooperan formalmente, expresamente, a la realización del aborto son sujetos del pecado y del delito canónico de aborto.

¿Estas personas, culpables de un pecado grave y de un delito canónico, incurren siempre en la pena de excomunión? No siempre. No, si ignoraban sin culpa que su conducta llevaba ajena una pena o si, por ejemplo, eran menores de edad. ¿Sabían que era pecado, pero no sabían que era un delito penado? Pues no incurrirían en la pena de excomunión.

¿Por qué la Iglesia sanciona algunos pecados graves con la pena de la excomunión, de la que no todos los sacerdotes – en circunstancias ordinarias – pueden absolver? El Catecismo nos da una respuesta muy exacta, referida al aborto: “Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad” (2272).

¿Qué ha decidido conceder el Papa de cara al Año de la Misericordia? Pues ha querido facilitar el acceso al perdón de aquellas personas que han incurrido en la pena de excomunión por el pecado de aborto: “he decidido conceder a todos los sacerdotes para el Año jubilar, no obstante cualquier cuestión contraria, la facultad de absolver del pecado del aborto a quienes lo han practicado y arrepentidos de corazón piden por ello perdón. Los sacerdotes se deben preparar para esta gran tarea sabiendo conjugar palabras de genuina acogida con una reflexión que ayude a comprender el pecado cometido, e indicar un itinerario de conversión verdadera para llegar a acoger el auténtico y generoso perdón del Padre que todo lo renueva con su presencia”.

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26.08.15

¿Qué pasaría si se abriesen más las fronteras?

Es difícil no conmoverse ante las imágenes que vemos por la televisión. Cientos, miles de personas, huyen de sus países de origen motivados por una razón muy entendible: sobrevivir. A veces, quizá la vida no esté amenazada directamente, pero sí en cierta manera la dignidad del modo de vida. Muchos escapan, simplemente, de una pobreza que no aporta ningún horizonte de futuro.

Otros, cada vez más, escapan de la guerra. Pienso en los sirios. Es evidente que, en Siria, no se puede vivir. Y tampoco en otras regiones en guerra. No es soportable sentirse continuamente en peligro de muerte. La amenaza del mal llamado Estado Islámico es una amenaza excesivamente pesada, máxime si ese peligro se une a una guerra civil que parece no tener fin.

Muchas de estas personas se juegan la vida para llegar a Europa; preferentemente, a los países más ricos de Europa. Y es comprensible, también, que los países receptores de este flujo humano tomen medidas para regularlo.

Todos los países afectados deberían colaborar más. Si los que emigran provienen de países muy pobres, habrá que tratar de que tengan más oportunidades en sus lugares de origen. Si escapan de la guerra, habrá que ser un poco más generosos.

Pío XII escribió en 1952: “La familia de Nazaret en exilio, Jesús, María y José, emigrantes en Egipto y allí refugiados para sustraerse a la ira de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de cada época y país, de todos los prófugos de cualquier condición que, acuciados por las persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia y los amigos entrañables para dirigirse a tierras extranjeras”.

Yo no soy un político. No tengo la capacidad de decidir en estos temas. Pero sí sé que muchos pueblos de España están desiertos. O casi desiertos. ¿No se podría ofrecer a algunos inmigrantes repoblar esos lugares? Creo que sería un bien para ellos y para todos.

Habría que preservar, eso sí, nuestro propio estilo de vida. No cabe venir a un país pretendiendo saltarse las leyes, las costumbres y la civilización que lo configura. Pero, si se diese esa voluntad de integración, ¿por qué no hacer más?

No se puede abandonar a las personas a su suerte. No es razonable que se trafique con seres humanos. Lo que está pasando no puede seguir pasando. Y sé, de sobra, que el problema es muy grave y de difícil solución.

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24.08.15

Ser católico es algo muy serio

Algunas personas, en esta época secularizada, podrían llegar a pensar que ser católico es una especie de broma. No lo es. Es algo muy serio. Ser católico supone – como preámbulo de la fe –  reconocer que Dios existe. Y no solo esto, sino que supone creer que Dios puede comunicarse con nosotros y que, de hecho, se ha comunicado. Y no de cualquier modo, sino mediante la Encarnación de su Hijo; mediante Jesucristo.

Y supone más: Un católico cree que, si Dios se ha comunicado, no nos dejará nunca en la incertidumbre acerca de si se ha comunicado o no. Supone, pues, que si Dios se ha comunicado con nosotros en Jesucristo, esa comunicación – o revelación – quedará garantizada de algún modo.

La Iglesia entra dentro de la lógica de la revelación y de la garantía. Si Dios habla, si lo ha hecho, hablará para todos y para siempre, no solo para unos pocos y ahora. Si habla, necesitamos contar con una cadena de transmisión que, con garantías, nos haga llegar ese hablar de Dios.

Entre Jesús de Nazaret y nosotros han transcurrido ya muchos siglos. Las palabras de Jesús, su memoria, solo pueden llegarnos a través de una institución que no dé motivos para desconfiar; en definitiva, que nos dé motivos para creer. Y esa realidad es la Iglesia. Esa realidad tiene su origen, su Fundador y su fundamento en Jesús.

La Iglesia tiene en Jesús su origen, su principio y su nacimiento. Sin Jesús, no habría Iglesia. El origen es Él, claramente. Es su actitud, su predicación, su muerte y el testimonio de su Resurrección. Sin Él, no quedaría nada. Nada merecería permanecer en el tiempo. Algo tenía que tener ese tal Jesús – el Verbo encarnado – para que hoy exista la Iglesia.

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21.08.15

Y tú, más

Acabo de leer una carta al Papa en la que veinte personas, que dicen que son teólogos, le piden al Romano Pontífice que apruebe la posibilidad de que los divorciados vueltos a casar (civilmente) puedan acceder, sin más, a la comunión eucarística.

Los argumentos son un tanto pobres. No piden un cambio “dogmático” – no piden que lo que era verdad deje de serlo - , sino un cambio “pastoral”. Ya no sé qué significa eso. En nombre de la “pastoral” parece que cabe todo. Pero no puede caber todo si se trata de seguir a quien se definió a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida.

Lo sensato sería que, si piden un cambio, pidiesen no un cambio pastoral, sino un cambio dogmático. Algo así como decir: “Hemos descubierto nuevos campos en el mapa de la verdad. Lo que considerábamos que era la verdad, no lo es en realidad. Por fidelidad a la misma, rogamos que se tenga como verdad lo que hasta ahora no se reconocía como tal". Eso sería más honrado.

Si ese punto no queda claro, no cabe invocar soluciones “pastorales”, suponiendo quizá que la “pastoral” sea algo así como las rebajas de la temporada. Las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio son muy claras: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Estas palabras son tan absolutas que no se prestan a mucha interpretación. Ni parecen ser unas palabras dependientes de un contexto cultural, ya que Jesús remite no a una cultura, sino al proyecto creador de Dios (“Al principio, no era así”).

La misericordia es un atributo divino. Que Dios es misericordioso significa que Dios está dispuesto a perdonarnos. Pero la misericordia no puede amparar la injusticia. Dios no puede decirnos, por ejemplo: peca y sigue pecando, roba y sigue robando, fornica y sigue fornicando. Dios sí nos dice que, a pesar de nuestros pecados, Él está dispuesto a perdonarnos. Pero si nosotros no nos burlamos de su misericordia, trataremos de dejar de hacer lo que no está bien, sino mal.

Comparar la indisolubilidad del matrimonio con la norma de la circuncisión tampoco es un argumento que me convenza.  La circuncisión no forma parte, que yo sepa, del orden de la creación. Era una norma, diríamos hoy, de derecho positivo, no de derecho natural. O sea, una norma que se puede cambiar.

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17.08.15

Cómo se pasa la vida

“Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando", decía Jorge Manrique, recogiendo, eso creo, una experiencia universal: la vida, la vida terrena al menos, se escurre entre los dedos como si se tratase de agua que quisiésemos retener.

Cuando veo a mis padres pienso, a veces, que los conocí, a ellos, con menos edad de la que yo tengo hoy. Yo no pensaba, entonces, que dejarían de ser jóvenes, que se multiplicarían las visitas al médico… Nada eso pensaba, in illo tempore.

Estoy, no diré que en la mitad de la vida, sino, más bien, en la segunda etapa. Que se extenderá más o menos en el tiempo, pero que es ya, claramente, la segunda etapa, la última. Ya no es la mitad, es menos de la mitad, porque ya tengo 48 años.

Me habían dicho que a los 40 se sufría una crisis. Yo no recuerdo haber padecido ninguna a esa edad. Ya no sé si pensaré lo mismo cuando cumpla 50, si llego a cumplirlos.

Lo que más nos sitúa ante la realidad de nosotros mismos es encontrarnos con compañeros de la infancia y de la adolescencia. Al hacerlo, tras muchos años sin verlos, se comprueba cómo han cambiado. Y supongo que ellos tendrán la misma impresión sobre nosotros, sobre mí, que nosotros (o yo) tenemos (tengo) sobre ellos.

Este proceso de envejecimiento es, digámoslo claramente, una aproximación a la muerte. Que sí, que puede sobrevenir al cualquier edad, pero que, mayormente, sobreviene a ciertas edades. A las que ya, peligrosamente, uno se acerca, aunque sea un poco de lejos de momento.

Pero esta evocación del paso del tiempo, de la brevedad de la vida, se hace más dolorosa si uno piensa que, quizá, su vida ha sido leve hasta ahora. No se trata de revivir el pasado que, para bien o para mal, pasado está. Se trata, más bien, de aprovechar mejor el presente, en una especie de carpe diem no hedonista, sino fructífero.

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