17.05.16

La fe y la cultura, el creyente y el ciudadano

Algo nos pasa a los católicos. Es verdad que nuestra fe no es “mundana”, pero también es verdad que nuestra respuesta a la revelación divina ha de darse “en el mundo”. El “mundo” es un término ambiguo. Puede referirse a lo que Dios ha creado – y, en ese sentido, es básicamente bueno – o puede referirse a una especie de entramado que se opone a los planes de Dios – y, en este otro sentido, es malo -.

Pensar la fe como algo desencarnado, como una especie de compromiso de la conciencia ante la Palabra de Dios, sin más consecuencias en la realidad cotidiana, carece de coherencia. La fe cristiana es un sí a la verdad sobre Dios que afecta a la totalidad de lo que somos: nuestros pensamientos, nuestras acciones y, hasta, nuestras omisiones.

“Creer”, en el significado pleno de esta palabra, es profesar la verdad sobre Dios que Él mismo nos ha comunicado por medio de Jesucristo. Es, asimismo, observar los mandamientos: “el que obra la verdad se acerca a la luz” (Jn 3,21). Creer es orar. Creer es celebrar los sacramentos, sabiendo que Dios se sirve de lo sensible para conducirnos hacia Él.

La fe sola – la fe “sola” jamás es fe – es incompleta. La fe no consiste solo en creer lo que Dios ha revelado, ni solo en fiarse de Dios. La fe es la respuesta humana a la revelación divina (cf “Dei Verbum ” 5). Y una respuesta “humana” es completamente humana; afecta al alma y al cuerpo, al yo y a la sociedad, al espíritu y al mundo.

La fe implica la cultura: ”Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”, decía San Juan Pablo II. La “cultura” es el conjunto de los modos de vida y de costumbres de una sociedad. Una fe que no se concreta, que no se traduce, en modos de vida, no es fe, en el sentido pleno de la palabra “fe”.

No se puede ser cristiano, coherentemente, sin pretender que el mundo cambie para bien. No se puede ser cristiano y cruzarse de brazos ante la maldad evidente del aborto provocado. No se puede ser cristiano y racista. No se puede ser cristiano y defensor de la explotación de los débiles. No es compatible ser cristiano con cualquier cosa, porque la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Y como el hombre es un ser social, la gracia ha de ayudar, asimismo, a mejorar la convivencia.

Y llegamos así al Estado. El Estado es el conjunto de los poderes y órganos de un país soberano. O sea, es una construcción humana, que surge como consecuencia del carácter social de los seres humanos. Lo que no es bueno para el hombre como individuo, no puede serlo para el Estado.

No es bueno para el hombre como individuo ignorar a Dios. No es bueno que cada uno considere su propio capricho como la norma del bien y del mal, de lo permitido y de lo prohibido. Si no lo es para el individuo, tampoco lo será para el Estado. Un Estado que se considere la “instancia última” sobre todo lo posible será, la historia así lo prueba, un Estado totalitario, que lo abarca todo, que se mete en todo, que no deja respiro a la libertad.

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14.05.16

Pentecostés

Un texto de gran profundidad de San Pablo, que la Iglesia nos presenta en la solemnidad de Pentecostés, dice: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom  5,5). Las palabras del apóstol están relacionadas con la justificación y con la esperanza, con una esperanza que no defrauda, porque está fundamentada en la Pascua de Cristo, en su paso – a través de la muerte – de este mundo al Padre.

Realmente, el mensaje cristiano es a la vez muy creíble y muy increíble. Es muy creíble porque tiene pleno sentido, una gran coherencia interna. Lo es porque la historia de Jesús lo respalda – en Él el “amor hasta el extremo” no es un eslogan, sino algo muy concreto - . Lo es, también, porque en esa historia encontramos las claves básicas que son capaces de iluminar nuestra vida. La creación - y en la creación, la humanidad - es la “gramática” de Dios. Es decir, Dios no es ininteligible, sino que se hace entender y nos habla valiéndose de elementos que nos hacen posible la intelección de lo que nos comunica. En el hombre hay algo divino, decía ya Aristóteles.

Pero, y sin que sea contradictorio, es muy increíble. Cuando algo muy bueno nos sucede, algo extraordinario, gratuito e imprevisible, solemos decir: “Es increíble”. No dudamos de que, de verdad, haya sucedido, sino que mostramos, de este modo, la sorpresa que nos causa ese acontecimiento. Algunas cosas son difíciles de creer, pero no por ser contrarias a la lógica, sino porque exceden lo habitual. Por ejemplo, podemos decir: “Ha sido increíble. Justo me han preguntado en el examen los temas que mejor había preparado”.

En Dios, lo más creíble y lo más increíble coinciden plenamente. Él es, a la vez, lo más afín a nosotros – hemos sido creados a su imagen y semejanza – y lo que más nos supera – Él es Dios y nosotros criaturas suyas - . Pero Dios ha querido superar esa aparente contradicción, esta enorme distancia. Ha decidido, en su infinita misericordia, en el fondo de su ser, compartir con nosotros lo que Él es. Es casi imposible imaginar una bondad tan difusiva, un bien que solo busca expandirse – aunque esa sea una propiedad del bien  - .

¿Qué nos ha dado Dios? Nos lo ha dado todo. Nos ha dado a su Hijo, el Verbo, el Logos, la Palabra. Ha querido, el Padre, que su Hijo fuese el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios en medio de nosotros. Esa donación ha sido tan radical que el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado.

En Jesús, Dios ha mostrado, sobradamente, en la gramática humana, su ser, su amor: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Los extremos de Dios no son los extremos viciosos, en cuyo medio estaría la virtud, según Aristóteles. En Dios, el extremo es la superación de la virtud – del extremo bueno – en orden a una perfección que solo puede venir de lo alto.

Dios es así. Él mismo es amor. Si le preguntásemos a Dios: “¿Qué eres?”, el nos diría: “Soy amor”. Pero su ser, amor, no es impersonal, sino personal. Dios es amor personal, interpersonal: Es el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Si le preguntásemos a Dios: “¿Quién eres?”, diría: “Soy el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”.

También a nosotros pueden preguntarnos: “¿Qué eres?” Y deberíamos contestar: “Soy un ser humano”. Pero si nos preguntan: “¿Quién eres?, solo podríamos contestar con nuestro nombre. Claro que hay muchos seres humanos – muchas personas humanas que comparten un modo de ser -, pero solo hay un Dios – aunque no sea impersonal, sino tripersonal -. Solo hay una realidad divina, pero en esa única realidad, hay diálogo y amor. El único y solo Dios es Padre e Hijo y Espíritu Santo.

Dios no solo nos ha dado al Hijo, nos ha dado – el Padre y el Hijo – al Espíritu Santo. Es el gran don de la Pascua. Esto significa que Dios ha decidido comunicarnos lo que en Él, en su naturaleza, es vínculo, unión. Lo que une al Padre y al Hijo es el Espíritu Santo. Pero este vínculo, en Dios, no es una cosa, sino una Persona, una relación subsistente: El Espíritu de Dios, común al Padre y al Hijo.

Es casi imposible pensarlo, pero es real. Lo que, en el seno de Dios, une relacionalmente al Padre y al Hijo, se nos ha donado para que nuestra relación con Dios, a pesar de la diferencia de naturaleza – Él es Dios, nosotros criaturas – , sea posible por pura gracia, por puro exceso del amor divino.

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11.05.16

La nostalgia de la tribu

La nostalgia es la pena melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida. Claro que, a veces, esa dicha “perdida” se ha perdido solo en la imaginación, o en las reconstrucciones ideológicas de lo que se supone que fue algún día, y que quizá no fue nunca. En cierto modo, la nostalgia del Paraíso, o algo similar a ello, se ha perpetuado también en las visiones secularizadas de la historia. Con el riesgo, en estas últimas, de pensar que no cabe una superación de lo primero por lo último, a costa de la gracia, sino que lo único viable es la apuesta – caiga quien caiga – de lo primero sobre lo último, de la añoranza – onírica o voluntarista – de los orígenes. Aquí no cabe – en este supuesto - ni el pecado original ni la culpa, ni tampoco el perdón y la redención, tan exageradamente “heterónomos”.

Un nostálgico de primera división fue Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Su nostalgia no era de la tribu – que supone una forma de civilización – sino, directamente, del estado salvaje. Yo no me atrevería a decir del “Paraíso”, aunque quizá él sí. “Lo bueno es lo salvaje, lo malo es lo civilizado” sería el eslogan de Rousseau. ¿Y cuál ha sido la fatal culpa, la maldita causa, que ha trocado lo malo en bueno, lo salvaje en civilizado? Sin duda, una invención diabólica: la propiedad privada. Para deshacer el mal, para lograr la redención (laica), solo haría falta abandonar la civilización.

Rousseau, dispuesto a abandonar, abandonó hasta a sus hijos; a los cinco hijos tenidos con Thérèse le Vasseur, sirvienta de su hotel en París. A todos ellos los llevó al hospicio, a los Enfants trouvés. Ya el Estado – no la tribu, sino el resultado del contrato social – velaría por ellos. Mientras tanto, Rousseau podría dedicarse tranquilamente, sin cargas molestas, a teorizar sobre pedagogía. En 1755 Voltaire agradecía del siguiente modo el envío, por parte de Rousseau, de su “Discurso sobre la desigualdad”: “Nunca se ha empleado tanta inteligencia en el designio de hacernos a todos estúpidos”.

¡Tanta inteligencia mal empleada!. Le daría la razón, sin que sirva de precedente, a Voltaire. Es una tentación poco sensata pensar que quienes promueven lo peor sean tontos o poco documentados. En general, lo peor lo proponen los listos. No cabe pensar que Satanás sea un ser falto de inteligencia. Los demonios en general saben tanto, son tan perspicaces, que no pueden ni negar las verdades de la fe – no las aceptan, porque les disgustan, pero no las niegan, porque saben que son verdaderas - . Es el famoso tópico de “la fe de los demonios”, que creen – sí -, pero sin confianza, haciéndose violencia a sí mismos, a regañadientes.

La historia reciente no está privada de “demonios”. No tan inteligentes como los ángeles caídos, pero casi. Por lo menos con idéntica astucia – virtualidad en la que siempre adelantan a los hijos de la luz los hijos de las tinieblas - .Si Rousseau se remontaba a algo así como el “estado salvaje” – en el que, obviamente, no creía ni él – , Engels en su ensayo titulado “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado” (1884), pretendía corroborar, con el apoyo de supuestos análisis históricos y antropológicos, las tesis materialistas de Marx: La familia “es el elemento activo; nunca permanece estacionada, sino que pasa de una forma inferior a una forma superior a medida que la sociedad evoluciona de un grado más bajo a otro más alto”.

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7.05.16

No “Padre”, sino “Don”

No “Padre”, sino “Don”

 

No deja de ser una tontería este post. No tiene la menor importancia lo que voy a decir. Pero, a pesar de todo, noto que se emplea cada vez más para referirse a un sacerdote secular – como es mi caso – el tratamiento de “padre”, en lugar del tratamiento, más tradicional entre nosotros – hablo de España – , de “don”. Es verdad que yo soy del siglo pasado – el XX - , pero jamás he tratado de “padre” a mi párroco, o a mis profesores del Seminario, salvo que fuesen religiosos; es decir, que hubiesen profesado en alguna Orden: Agustinos, Carmelitas, Jesuitas, etc.

Desconozco el motivo por el cual a los sacerdotes de una Orden religiosa se les trata de “padres”. Quizá sea para distinguir entre “padres” – los que han recibido el sacramento del Orden – y “hermanos” – aquellos que, habiendo profesado en esa Orden, no han recibido la Ordenación sacerdotal - .

Pero, a los curas seculares, se nos ha tratado de “don”, no de “padre”. Para ser más exactos, de “Reverendo Señor Don”. O, si uno es canónigo, se le llama: “Muy Ilustre Señor Don”. Y hasta a los obispos y arzobispos: “Excelentísimo Señor Don”. O a los cardenales: “Eminentísimo Señor Don”.

Creo que la generalización del tratamiento de “padre” a todos los sacerdotes debe de provenir de los EEUU. Ahí hablar de “father” equivale, sin más, a referirse a un sacerdote. Eso es habitual en América – incluso en la América hispana - , o en los países de habla inglesa, no aquí, en esta patria nuestra.

Ya digo que es un tema menor. Hay una paternidad espiritual de los sacerdotes, es cierto. No está mal que nos llamen “padres”, pero, no obstante, sigo prefiriendo el título de “don”. Un sacerdote secular no es un religioso. No ha hecho votos. No ha salido del mundo, sino que está en medio de él. Como sacerdote, sin duda, pero también como parte del “siglo”, en lo que en el “siglo” no equivale a alejamiento de Dios.

Estamos en el mundo, no hemos dejado el mundo, aunque no debemos ser mundanos. Ya ha pasado a la historia, eso creo, una especie de complejo de inferioridad del cura secular ante el sacerdote religioso. Casi como, si para ser personas espirituales, hubiese que profesar en una Orden. O para ser intelectuales.

Eso se ha acabado. Los religiosos – y los sacerdotes religiosos – son un bien enorme para la Iglesia. Todos, los que hemos recibido el sacramento del Orden, somos sacerdotes. Pero no me disgusta que me llamen “don” en vez de “padre”, aunque este último tratamiento no me moleste.

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4.05.16

La misericordia pone un límite al mal, pero no lo disimula

Disimular el mal no es misericordia, es falsedad. “Disimular” es tolerar o disculpar algo, afectando ignorarlo o no dándole importancia. Es algo así como lo que expresa el refrán: “ojos que no ven (que no quieren ver), corazón que no siente”. Si lo que no se quiere ver es una injusticia manifiesta, una afrenta contra la dignidad del hombre y un grave pecado contra Dios, disimularlo es hacerle el juego al Diablo, el maestro por antonomasia en todo tipo de engaños y fingimientos.

En medio del mal, bajo el peso del mal, Dios no nos va a abandonar nunca. No solo el mal se autodestruye, sino que, también, Dios mismo le pone freno. Ese freno, ese límite, es la misericordia. El exceso de bondad y de amor que limita el poder del mal viene de Dios: es su misericordia. Esta “ley”, por decirlo así, está inscrita en la misma lógica del ser y, esta misma ley, caracteriza la Redención y el Evangelio. No es una fuerza abstracta, sino muy concreta. Tiene rostro y manos y voz: Esta fuerza es Jesucristo, que “desequilibra”, así lo expresaba Benedicto XVI, el mundo hacia el bien.

En un pasaje del Evangelio, el Señor se encuentra con una mujer adúltera (cf Jn 8,1-11). El Señor no disimula nada, sino que enfrenta a cada uno con la verdad de su propia existencia. Y es a ese juicio de la verdad, a ese espejo de lo que somos, a lo que no se pueden resistir quienes, con razón, pero sin piedad, acusaban a la mujer: Se fueron todos, “comenzando por los más viejos”.

Verdad y piedad. Amor y perdón. Justicia y misericordia se unen en Jesucristo: “Vete y en adelante no peques más”. El Señor condena el pecado, no al pecador. Él es realmente el que puede condenar – Él está libre de pecado – y, de hecho, condena, pero no al pecador – a quien le da la ocasión de cambiar de vida - , pero sí el pecado. No cubre el pecado con el manto de la mentira, sino que lo expone en la realidad de lo que es: un mal.

Quizá hoy podemos sentirnos tentados de banalizar la misericordia, de considerarla insustancial, porque algunas palabras – centrales en la fe – como “pecado”, “culpa” y “redención” ya no nos dicen nada o casi nada. Quizá tengamos que profundizar en la realidad de nosotros mismos y en la realidad del plan salvador de Dios para que estas palabras – y lo que ellas significan – emerjan desde el olvido interesado de una vida que prefiere la frivolidad a la verdad, el disimulo a la misericordia.

En la misericordia se expresa la santidad de Dios, su divinidad, “el poder de la verdad y del amor”, decía San Juan Pablo II. La misericordia es una síntesis de verdad y de amor. Jamás la misericordia pondrá entre paréntesis la ley moral. Jamás la misericordia cambiará la naturaleza del pecado. Pero si hay, por parte del hombre, en esa “fides qua” por la que acepta ser salvado, un reconocimiento del mal, unido al arrepentimiento y al propósito de la enmienda, Dios quemará el pecado en el fuego de su amor. Nada es más fuerte que el amor de Dios, pero el amor de Dios no nos fuerza, sino que solicita nuestra aceptación.

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