La doctora de la síntesis
Hay santos que traspasan las fronteras de la Iglesia y cautivan incluso a los más alejados. Podríamos pensar, por ejemplo, en san Francisco de Asís. Santa Teresa de Lisieux (1873-1897) es otro caso señalado. La UNESCO la ha reconocido como una de las figuras más significativas para la humanidad contemporánea.
Teresa puso su confianza en Dios, en su misericordia, y se preocupó de todos, hasta de aquellos que, humanamente, parecían irrecuperables. Antes de ingresar en el Carmelo, sintió una profunda cercanía espiritual con un criminal no arrepentido, Henri Pranzini, condenado a muerte por un triple asesinato. Teresa estaba segura de su salvación y solo a última hora, cuando ya estaba el reo en el cadalso, tuvo una prueba de la conversión de este hombre, que cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote y lo besó por tres veces.
La santa de Lisieux experimentó en el Carmelo, ya casi al final de su vida terrena, la prueba contra la fe de la oscuridad del ateísmo y del rechazo de la fe cristiana. Llega a percibir la desesperación y el vacío de la nada. Pero, a pesar de ese descenso a los infiernos, mantiene la fe y la confianza ilimitada en la misericordia de Dios. El pecado del mundo es inmenso, pero no es infinito. Solo el amor misericordioso del Redentor es infinito. La oscuridad no llega a extinguir la luz: “Corro hacia mi Jesús y le digo que estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre por confesar que existe un cielo; le digo que me alegro de no gozar de ese hermoso cielo aquí en la tierra para que Él lo abra a los pobres incrédulos por toda la eternidad”, escribió.