Luterándonos: sexo y poligamia
La doctrina[1] de la Iglesia respecto del matrimonio, desde San Agustín en adelante, ha sido siempre constante: el matrimonio es un sacramento que corona una vocación especial por el cual se otorga el derecho a poner los medios para la transmisión de la vida, de allí que “el acto conyugal verificado para la procreación de los hijos o en pago del débito conyugal no contiene culpa o pecado”[2]. Al contrario: el acto conyugal, con sus debidas disposiciones y en la debida es hasta meritorio, según Santo Tomás y toda la doctrina de la Iglesia[3].
Es decir, para la Iglesia, el sexo es algo bueno, no malo pero, como todas las cosas, debe “ubicado”, es decir, regulado.
- “El agua es buena para el cuerpo, pero demasiada puede matarnos - dijo el suicida al arrojarse desde un puente…
Para Lutero, al contrario, el sexo era un pecado necesario y se encontraba “entre los más grandes y execrables pecados mortales”[4] que sólo podían satisfacerse en el matrimonio (aunque no sólo en él):