- En primer lugar, la revolución del Yo contra Dios: relativismo subjetivista
Como hemos podido ver, el principio de inmanencia o el “advenimiento del Yo” no sólo han sido el principio, sino la causa del resto de las tesis protestantes. Ese vuelco hacia la subjetividad y hacia la interioridad se disparará pocos años después de la “Reforma” tanto en su vertiente racionalista, fideísta o empirista. Se trata, en inmejorables palabras de Fabro, de un “subjetivismo dogmático” por el cual “el Protestantismo terminará inevitablemente en el anarquismo”[1] a partir del cual “el acto de fe que termina por tragar o ahogar el elemento dogmático”[2].
En palabras memorables ya lo denunciaba Pío XII:
“En estos últimos siglos… quisieron la naturaleza sin gracia… Cristo sí y la Iglesia no (Revolución humanista y protestante)… después Dios sí y Cristo no (Revolución liberal)… Al fin, el grito impío: Dios ha muerto (Revolución comunista)”[3].
Ese culto por el YO, hará del hombre un Dios-para-sí que, lejos de regresar a su formalidad “natural”, o “racional” lo desbarrancará a un lodazal sin límites. Es decir, el culto personal, no lo llevará nuevamente a un ámbito “natural” sino a uno alejado de éste. Pero, ¿por qué? -podríamos preguntarnos lícitamente- no vuelve el hombre, abandonando la gracia, al orden natural existente previo al cristianismo, por ejemplo? ¿por qué no vuelve a la sabiduría de los griegos o al orden romano?
La razón parece encontrarse en la misma idea de redención. En efecto, cuando Dios quiso irrumpir agresivamente en la historia, llegada la plenitudo temporum (Gál 4,4) la inteligencia humana fue elevada por la gracia haciendo al hombre “más hombre” (si se nos permite la expresión). Ahora, al volver a la propia interioridad subjetiva, el hombre vuelve como un Prometeo desencadenado no al manejo de sus pasiones, sino al desorden de las mismas.
Chesterton lo ha retratado con inmejorables palabras:
“Es imposible adorar a la humanidad, del mismo modo que resulta imposible adorar (…) (un) club; ambas son instituciones extraordinarias a las que puede darse el caso de que pertenezcamos. (…). Si suprimimos lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural”[4].
¿A qué se refiere el escritor inglés al decir, “nos queda lo antinatural”? A que, abdicando de la primacía de Dios, no se vuelve al hombre, sino que se cae incluso más. Veamos en palabras de Lutero cómo, volviéndose hacia sí, despreciaba la realidad anterior a él, como queriendo inventar la rueda:
“Lutero lo quiere, Lutero habla así. Lutero es un doctor por encima de todos los doctores de todo el papismo (…)[5]. “Aunque los santos Cipriano, Ambrosio y Agustín; aunque San Pedro, San Pablo y San Juan; aunque los ángeles del cielo te enseñen otra cosa, esto es lo que sé de cierto: que no enseño cosas humanas, sino divinas; o sea que todo lo atribuyo a Dios, a los hombres nada (…). Los Santos Padres, los doctores, los concilios, la misma Virgen María y San José y todos los santos juntos pueden equivocarse” (él no, claro)”[6].
La primacía del YO personal hará que la misma concepción de verdad se vea afectada. Verdad que no será ya conformidad del intelecto a la cosa, sino simplemente un producto de la voluntad:
“Lo que más llama la atención en la fisonomía de Lutero, es el egocentrismo: algo mucho más sutil, más profundo y más grave que el egoísmo; el egoísmo metafísico. El yo de Lutero se convierte prácticamente en el centro de gravedad de todas las cosas (…). ‘No admito, escribía en junio de 1522, que mi doctrina pueda ser juzgada por nadie, ni siquiera por los ángeles. Quien no reciba mi doctrina no puede llegar a salvarse’ (…). El yo de Lutero, era según él, el centro en torno al cual debía gravitar la humanidad entera; se convirtió a sí mismo en el hombre universal en quien todos debían encontrar su modelo. Abreviando, se colocó en lugar de Jesucristo”[7].
A lo que remata:
“Pero el caso de Lutero –se pregunta Maritain– ¿no nos muestra en lo real uno de los problemas contra los cuales se debate en vano el hombre moderno? Me refiero al problema del individualismo y de la personalidad[8] (…). Llegamos aquí al fondo del error inmanentista. Consiste éste en creer que la libertad, la interioridad, el espíritu, residen esencialmente en una oposición al no-yo, en una ruptura del adentro con el afuera: verdad y vida han de ser, pues, únicamente buscadas en lo interior del sujeto humano; todo lo que proviene en nosotros de lo que no es nosotros, o sea lo que proviene de otro, es un atentado contra el espíritu y contra la sinceridad. Y todo lo que es extrínseco a nosotros, significa la destrucción y la muerte de nuestro interior (…). Por consiguiente, para el individualismo protestante moderno, la Iglesia y los sacramentos nos separan de Dios; para el subjetivismo filosófico moderno la sensación y la idea nos separan de lo real”[9].
Haciendo del hombre el centro de la realidad y, mejor dicho, la única realidad “real”, es absolutamente necesaria la caída en la aislada interioridad. Para la cultura moderna sólo existe el Yo y es él quien posee los criterios de bien y de verdad. La norma de la verdad no es ya el objeto acerca del cual se emite un juicio, sino la psicología del sujeto, lo que se afirma en el ambiente, las condiciones culturales de una sociedad, etc. Toda verdad resulta relativa pues sólo es válida en relación con el sujeto que la piensa: el bien, la ética, la religión, etc., sólo valen lo que el hombre o el grupo de hombres quiera pagar por ellas según sus diversos condicionamientos; “en esta perspectiva, todo se reduce a opinión”[10], como dice Juan Pablo II.
Lewis, en una perla literaria titulada “El veneno del subjetivismo” señala que en la modernidad el hombre “no cree que los juicios de valor sean siquiera realmente juicios. Son sentimientos, o complejos, o actitudes, producidos en una comunidad por la presión de su ambiente y de sus tradiciones, y difieren de una comunidad a otra. Decir que una cosa es buena es simplemente expresar nuestro sentimiento hacia ella”[11].
El mismo concepto de “afirmación” sin más, de “definición” puede ser para el hombre actual considerado obtuso; el sí, sí; no, no evangélico resulta para la cultura moderna como fascista e intolerante. “Todo es negociable”, afirma Rojas[12], pues no existe más “la verdad”, sino “mi verdad”, “tu verdad”, según las propias preferencias; “una verdad a la carta”. Es un nuevo código ético donde todo puede ser, alternativamente, positivo o negativo, haciendo imposible todo diá-logo por no existir un punto de encuentro con la cosa.
2. Segunda caída: revolución de la sensibilidad contra la inteligencia
La segunda revolución se dará, según el esquema trazado, de la formalidad sensible a la racional. Lutero –ya lo hemos dicho– desconfiaba del papel de la inteligencia más allá del ámbito práctico. Nada de contemplación, nada de vida según las potencias superiores. Las frases ilustrativas resultan innumerables; veamos algunas de ellas:
“La razón se opone directamente a la fe, y deberían dejarla que se vaya; en los creyentes hay que matarla y enterrarla (…). Debes abandonar tu razón, no saber nada de ella, aniquilarla completamente; sin eso no entrarás nunca en el cielo (…). Hay que dejar la razón en su casa, pues es la enemiga nata de la fe. Nada hay tan contrario a la fe, como la ley y la razón. Precisamos vencerlas, si queremos alcanzar la beatitud”[13].
(La razón) “cuando trata de inmiscuirse en las cosas espirituales, es ceguera y tinieblas (…) solo pude blasfemar y deshonrar todo lo que Dios ha dicho y hecho (…) La razón es la prostituta del diablo, por su esencia y manera de ser, es una prostituta dañina (…) que debería ser pisoteada y destruida[14].
Un detalle a resaltar es que resulta llamativo que Lutero llame prostituta a la razón y que luego, la Revolución Francesa, hija de la luterana, la entronice exaltándola después en la catedral de Notre Dame de París. Es que, como decía Fraile más arriba, sólo se trata de acentuar uno y otro principio (la fe o la razón) desde la misma subjetividad.
De Aristóteles, quizás el pensador más grande de la Antigüedad y “maestro di color che sanno” decía:
“Aristóteles es el baluarte impío de los papistas. Es a la teología lo que las tinieblas son a la luz. Su ética es enemiga de la gracia; es un filósofo rancio, un bribón que deberían meter en el chiquero o en la cuadra de los asnos… un calumniador sin vergüenza, un comediante, el más artero y astuto corruptor de los espíritus. Si no hubiera realmente existido en carne y en hueso, pudiera tenérsele, sin ningún escrúpulo, por el diablo en persona” (…). “Es imposible reformar la Iglesia si antes la teología y la filosofía escolástica no son arrancadas de raíz”[15].
Si la razón no sirve, sólo queda la sensibilidad. Es el hombre patas para arriba del que hablaba el padre Alberto Ezcurra siguiendo a Ovidio:
“Cuando Dios crea al hombre lo crea vertical (…). Esa creación del cuerpo del hombre vertical es un signo de lo que tiene que ser el hombre por adentro, en su alma (…). Dios lo creó con la cabeza arriba del corazón, con el corazón arriba del estómago, del sexo y de los pies. Y esa jerarquía del hombre vertical nos está indicando también lo que el hombre tiene que ser por adentro:
Arriba de todo está la cabeza; es decir, la inteligencia que me hace conocer la realidad y conocer la verdad. Y esa verdad que la inteligencia conoce se la muestra al corazón, es decir, a la voluntad; para que la voluntad ame lo que es verdadero y lo que es bueno. Y después vienen también las pasiones, los sentimientos y los instintos que, iluminados por la inteligencia y gobernados por la voluntad, sirven para que el hombre sea capaz de entusiasmarse por todo lo que es verdadero y por todo lo que es bueno.
Esa es la imagen del hombre como Dios lo creó: inteligencia que conoce la verdad, se la muestra a la voluntad como algo bueno y las pasiones y los sentimientos son gobernados por la voluntad y dominados por la inteligencia. Ahora bien, el hombre moderno es un hombre puesto “patas” arriba. Al hombre vertical que Dios creó se le opone un hombre invertido. ¿Qué es lo que está arriba? Arriba de todo están las pasiones, están los instintos, están los sentimientos. ¿Por qué se guía el hombre? “Me gusta”, “no me gusta”; “tengo ganas”, “no tengo ganas”; “¡qué lindo!”, “¡qué feo!”. Nos guiamos por los instintos. Y después viene la voluntad. La voluntad para satisfacer todos los caprichos de los instintos; y a la cola, abajito de todo, viene la pobre inteligencia. ¿Para qué? Para justificarme y decir que todo lo que a mí me gusta está bien”[16].
Al haber abdicado de la inteligencia, sólo resta que ésta funja de sierva de las pasiones, quedando el hombre imposibilitado del libre arbitrio en manos de un Dios predestinador. Max Weber ha explicado con maestría cómo esta concepción determinista del protestantismo llevará necesariamente al capitalismo moderno: si Dios ha dispuesto desde toda la eternidad que algunas personas se salven y otras se condenen, independientemente de lo que hagan, ¿no podrá descubrirse desde ahora cuál es su voluntad? Es decir, ¿cómo saber si uno se encuentra en estado de condenación o de salvación eterna? Pues bien: dado que Dios no se muda, no cambia, debe existir algún indicio que nos indique cuáles son los signos de la predilección divina en sus elegidos. ¿Cuáles serán? Pues sencillo: la prosperidad económica; el triunfo en esta vida: la prosperidad, así como se enseñaba en el Antiguo Testamento:
“Fui joven, ya soy viejo / nunca he visto a un justo abandonado,
ni a su linaje mendigando el pan. / A diario se compadece y da prestado;
bendita será su descendencia (…). Los justos poseen la tierra,
la habitarán por siempre jamás”[17].
Calvino, el gran teórico del protestantismo (y su verdadero creador, según Belloc), instaurará este principio: los hombres deben intentar enriquecerse y, si lo hacen, es porque han sido elegidos por Dios; de lo contrario, es signo de que están condenados para toda la eternidad[18].
Pero aún queda una caída; la caída en la formalidad “cosa”.
3. Tercera caída: la persona como objeto
Las raíces filosóficas y teológicas del Protestantismo, con su voluntarismo irracional, llevarán a que el hombre sea considerado simplemente un objeto, una cosa que, como tal, no dependa más que del arbitrio de otro más poderoso que dicten las leyes.
El orden de la ley eterna, ley divina, ley natural y ley positiva ha sido alterado o negado, admitiendo solamente la última como válida y fracturando la objetividad del Derecho sin más sustento que la voluntad del legislador, de allí que un filósofo del derecho como Kelsen, haya terminado por aceptar que no existe más ley que la positiva, incluso cuando no fuesen de su agrado, como las del régimen nazi.
Con peculiar estilo lo expresa Lewis:
“Cualquiera se indignaría al oír decir a un alemán [nazi] que justicia era ‘lo que convenía a los intereses del tercer Reich’. Pero no siempre se recuerda que esa indignación carecería totalmente de fundamento si uno mismo considerase la moralidad como un sentimiento subjetivo que puede ser alterado a voluntad. A menos que haya algún patrón objetivo del bien, que abarque igualmente a los alemanes, a los japoneses, y a nosotros mismos —lo obedezca o no cualquiera de nosotros—, por supuesto que esos alemanes estarán tan autorizados para crear su ideología como lo estamos nosotros para crear la nuestra”[19].
Si la única regla del bien obrar es la voluntad política, alejada de la razón y dominada por caprichos positivos, lo que hoy pueda ser bueno o verdadero, mañana podrá ser malo y falso y la política, en el mejor de los casos, quedará gobernada por principios ideológicos sujetos al gobernante de turno. Por otra parte, el súbdito, no alcanzará su propio bien, sino en vistas del Estado, del cual será una parte cuasi accidental del todo y en lugar de ordenación del bien propio al bien común habrá subordinación -ontológica- de la parte al todo, así como la mano se subordina al cuerpo y la rama al árbol. El individuo “será” para el Estado porque sólo en él hallará su esencia, libertad y verdad (como individuo)[20], como un momento que halla su concreción. La persona en cuanto tal quedará convertida a objeto, y ella misma a su vez, a simple referencia a objetos (de placer, de estudio, etc.).
De la formalidad sobrenatural, entonces a la mera formalidad de cosa.
Conclusión
Decía Belloc en la introducción que dedicó a Chesterton en “Así ocurrió la Reforma”:
“(La reforma) no fue el incendio intencional de un noble edificio; menos aún la meritoria demolición de uno innoble. Se pareció más a un gran fuego destructor encendido por hombres que habitaban una casa y que, empeñados en un experimento violento que requería el uso de llamas, se hallaban demasiado excitados para percibir el riesgo que corrían. El experimento se realizó mal, y la mitad de las habitaciones de la casa resultaron quemadas hasta sus cimientos, y las demás se salvaron, pero chamuscadas y ennegrecidas”[21].
Eso fue el protestantismo: una herejía que, como confesión religiosa se encuentra en clara extinción (incluso más que la católica), pero que engendró una cultura que hoy subsiste en muchos aspectos.
Nos ha tocado habitar esa “mitad de las habitaciones” de las que hablaba Belloc; habitaciones chamuscadas, ennegrecidas y hasta abandonadas por sus propietarios; pero habitaciones de una casa fundada sobre Roca, que debe ser reconstruida y restaurada desde la verdadera religión que engendrará una verdadera cultura cristiana.
¿Cómo reformar nuestra cultura ante este barbarismo? ¿Cómo no plegarnos a ella? Hace apenas unas semanas le preguntaron lo mismo al cardenal Cafarra, a lo que respondió –y nosotros con él, para terminar- lo que creemos que es el inicio de la solución:
“Le diré con toda franqueza: yo no veo ningún otro lugar fuera de la familia, donde la fe que hay que creer y vivir pueda ser suficientemente trasmitida. Por otra parte, en Europa durante el colapso del Imperio Romano y durante las invasiones bárbaras posteriores, lo que hicieron los monasterios benedictinos entonces, del mismo modo puede ser hecho ahora por las familias de los que creen, en el reinado actual de una nueva barbarie espiritual (que es una) barbarie antropológica”[22].
P. Javier Olivera Ravasi
21/7/2016
Artículo completo, AQUÍ
[1] Cornelio Fabro, “La spiritualità protestante e il pensiero moderno”, en Dal Essere al essistente, 83.
[4] Gilbert K. Chesterton, “La Navidad y los estetas” en Herejes, El Cobre, Madrid 2007, 80-86.
[5] Alfredo Sáenz, op. cit., 171.
[10] Juan Pablo II, Fides et ratio, nº 5.
[11] C. S. Lewis, The Poison of Subjectivism, 73 (citado por Alfredo Sáenz, El hombre moderno. Descripción Fenomenológica, Gladius, Buenos Aires 1998, 128).
[12] Ricardo Rojas, El hombre light. Una vida sin valores, Planeta Argentina, Buenos Aires 1994, 28.
[13] Alfredo Sáenz, op. cit., 162.
[14] Alfredo Sáenz, op. cit., 161.
[16] Alberto Ezcurra, Los jóvenes y la sociedad de consumo.
[18] Calvino tomó lo que es una de las potencias más peligrosas y antiguas de la humanidad: el sentido de la fatalidad; lo asiló, lo convirtió en supremo y lo introdujo por la fuerza. Calvino aceptó la Encarnación, pero la obligó a encajar en el viejo horror pagano de la compulsión: Ananké… Dios se había encarnado para salvar a la humanidad, pero esa humanidad en las cantidades y los individuos para quienes Él había resuelto obrar. La idea de lo Inexorable se mantenía; los méritos de Cristo eran atribución y nada más. Dios era Causalidad y la Causalidad es un todo inmutable. Un hombre era condenado o salvado, y esto no dependía de él. El reconocimiento del mal como igual al bien, que se convierte rápidamente en la adoración del mal, la gran herejía maniquea fue enunciada por Calvino en una nueva forma extraña. En realidad no opuso los dos principios iguales, sino que presentó sólo un principio: Dios. Pero atribuyó a ese Único Principio todos nuestros sufrimientos, y para la mayoría de nosotros un sufrimiento eterno y necesario. Hizo que nuestro destino, bueno o malo, se igualara dentro de la Divinidad: creó una inmortalidad de perdición y una condenación de beatitud.
[19] C. S. Lewis, op. cit.
[20] Hegel, Filosofía del Derecho, pgf. 257.La sociedad entonces, no es para Hegel un todo práctico accidental de la categoría relación, sino una suerte de substancia que anonada, ingurgita, y aniquila a las personas. La cuestión de su bien no se plantea, formalmente; hay, por lo tanto en Hegel y al decir de Komar, una “participación aplastada”.
[21] Hilaire Belloc, Así ocurrió la Reforma, Thau, Buenos Aires 1984, 9-10.