Fracaso matrimonial = derecho a comulgar.
El «fracaso matrimonial» se ha convertido en «derecho a comulgar». Bueno, aún no se ha convertido; pero, por parte de algunos -Cardenal Martínez Sistach, padre Costadoat, etc.,- se está en ello, se «trabaja» para ello, y se quiere así. Incluso no dudan en afirmar, públicamente, que el Papa le va a dar el visto bueno: el «via», que dicen en italiano.
¿Cómo se convierte doctrinal, moral, teológica y eclesialmente un «fracaso matrimonial» en un «derecho a comulgar»? Vamos a intentar una «aproximación» al tema, que debe estar más o menos al caer, o no.
En primer lugar, se engloba en el término «fracaso matrimonial» toda ruptura matrimonial entre católicos; incluyendo también ahí -faltaría más-, a los católicos que, divorciados del verdadero matrimonio, se han reajuntado por sus pistolas con una segunda «pareja». «Pareja» que será estable o no -qui lo sá?-, pero que ahí está; y que, hasta no hace mucho tiempo, ni en las leyes eclesiales, ni en la doctrina, ni en la praxis pastoral se le antojaba a nadie que podían ser admitidos a la comunión si no cambiaban de vida.
Por tanto, se engloban ahí las segundas situaciones -los «divorciados reajuntados»-; porque con las primeras -la simple ruptura matrimonial- nadie tiene impedido, solo por ese hecho, el acercarse a comulgar. Que se rompa un matrimonio no impide a los conyuges ir a comulgar porque no están en una situación irregular: confiesan las culpas que personalmente puedan tener, en cualquier orden que sea, y a comulgar con toda conciencia de lo que hacen, y hacen bien.