Realidad, sueños y pesadillas.
“Los valores familiares tradicionales son un mito". Así se ha despachado el arzobispo anglicano de Canterbury -cuyo nombre no voy a citar-, en un acto litúrgico, para conmemorar la acción de una mujer que, hace 140 años, salió en defensa de la familia, de la mujer y de los niños, fundando la que se llamó “Unión de Madres"; acción social que tuvo una gran trascendencia en el mundillo anglo; acción y recuerdo que se pretendía conmemorar solemnemente en una de las catedrales más simbólicas del anglicanismo, la catedral de Winchester, y que el señor arzobispo anglicano se encargó de apagar todo entusiasmo.
A la “Unión de Madres” les salió rana la conmemoración; porque lo más que llegó a decir el susodicho después de calificar los valores familiares como “mitología", es que “la iglesia [se entiende que hablará de la suya: de lo que queda de ella, que debe ser él mismo y tres o cuatro diáconas, seis o siete sacerdotas y un par de obispas] ya se encuentra viviendo en una cultura de familia que no acaba de entender".
Por cierto, y como dice el refrán, “cuando veas las barbas del vecino pelar…".
Palabras que no dejan de ser “curiosas", por no decir sorprendentes, en boca de un anglicano de pro -con pedigrí liberal, “of course"-, que son los que han traído todo ese batiburrillo de divorcio, mariconería, anticoncepción, sacerdotas, aborto, obispas, etc., con lo que han convertido a la iglesia anglicana en la nulidad y en el cero casi absoluto que es hoy; lógicamente, después de haber infectado a la misma sociedad con esa “cultura” que ahora dice “no reconocer". ¡Si son los frutos de su siembra!
Como dice otro refrán: “es mejor escarmentar en cabeza ajena"-
Para mayor oprobio a lo que se celebraba, y para mayor orgía de confusión creada por el liberalismo anglicano, añadía que “el divorcio y el matrimonio gay son realidades, nos gusten o no". Con la cantada conclusión “lógica": no se podía ir contra la realidad, sino más bien aceptarla tal como es.
Es lo que tienen los “sueños” cuando se pretende sustituir con ellos a la misma realidad -a la misma verdad- de las cosas. Al principio todo parece onírico, flipante, moderno y pregresista, liberal y liberador, motor de aires nuevos y más “ecológicos” -más “puros"-…, pero acaban convirtiéndose en una pesadilla que devora a sus mismos padres y convierte en un infierno la vida de sus hijos.
Sin ir más lejos, el mismo Santo Padre, en Georgia, acaba de denuciar el sufrimiento brutal de los niños ante las rupturas y los divorcios de sus padres. acaban rotos.
No se puede ir contra la realidad. En esto sí tiene razón el arzobispo anglicano. El problema es que reduce la realidad a las situaciones -reales, sí- que no solo no la respetan, sino que la inculcan porque la sustituyen. Llámese divorcio -"derecho a rehacer mi vida"-, llámese aborto -derecho a la salud reproductiva"; ahora ya lisa y llanamente “derecho a decidir"-, llámase “matrimonio homosex” o como se quiera denominar al imposible ayuntamiento antinatura.
Por supuesto: se obvia también, voluntariamente, la realidad del “pecado", la necesidad de “conversión", la Palabra de Dios y el ejemplo de Cristo. Es que estas cosas como mínimo, molestan; cuando no se las descarta catalogándolas de “mito” o de “mitología". Fantasías e idealismos.
Todo esto se ha inflitrado y echado raíces -se ha hecho (infra y contra)"cultura"- en todo el mundo accidental. Y ahí están todas las leyes que, país tras país, en una cadencia de fichas de dominó que se van derribando unas a otras en una cadena continua, han traído las leyes del divorcio, de la anticoncepción, del aborto, del matrimonio gay y de la eutanasia…, precisamente en los países donde, para mayor sarcasmo y para mayor corrupción de las conciencias, la “cultura del bienestar” hace absolutamente innecesarias cualquiera de esas medidas, inhumanas y crueles.
Una “cultura del bienestar” que se ha trocado, necesariamente, en “cultura de la muerte", “cultura del mal", y “cultura de la mentira"…, con las estructuras que todo eso ha ido creando, y que han terminado por instalar -como no podía ser de otra manera- la “cultura de la corrupción", atornillándola bien con tuerca y contratuerca.
Esto ya sería un grave problema. De hecho, lo es. Pero el mayor problema surje cuando en la misma Iglesia Católica, que tiene como vocación específica la de ser “alma de la sociedad", se está infliltrando -se ha inflitrado ya- el mismo virus “liberal", -cuajado en las más destructoras ideologías-, que siempre corroen y acaban derribando las coordenadas de verdad y de bien -las coordenadas intelectuales y morales- de la persona y de la misma sociedad; y entonces esta, de la mano de los poderes públicos, deja de proteger a la persona y a la familia, y se convierte en su más encarnizado enemigo.
Todo esto se traslada a la sociedad eclesial cuando personas de la misma Jerarquía se suben a ese carro. Y ya se han subido. La descristianización de países enteros -son millones y millones de almas, de católicos que han dejado de serlo- no es más que la demostración práctica -el precipitado- de lo que estoy describiendo. Descristianización, que no hubiese sido posible si cada miembro de la Jerarquía hubiese encarnado al Buen Pastor.
El mismo papa Francisco, denunciando en Georgia hace un par de días la ideología de género “que es una guerra mundial contra el matrimonio y la familia” -va, por tanto, contra los padres y las madres, contra los esposos, contra los hijos, y contra la misma sociedad, ya que la familia es la célula esencial e insustituible, básica, de la propia sociedad en la que está inmersa-, nos señala el camino: no tener miedo a proclamar la verdad.
Como leemos en la exhortación de san Pablo a Timoteo: “No nos dio el Señor un espíritu de temor, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. No te avergüences, pues, (…) del testimonio que has de dar de nuestro Señor (…); sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa (…). Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros” (2 Tm 1, 7-14).
Hemos de huir, en la Iglesia Católica, de cualqueir veleidad pseudopastoralista, que choca frontalmente con la Doctrina, con la Fe y las Costumbres; de toda mal llamada -y peor asumida- “apertura"; de toda “novedad” -como denuncia también san Pablo- que se aparte de lo dicho y hecho por Cristo y entregado a su Iglesia, huyendo como de la peste de atribuirle a Él lo que nunca ha dicho y, menos aún, lo que nunca ha hecho; y sobre todo, hemos de tener -en la Iglesia Católica- la honradez, la lealtad y la fortaleza de rectificar el rumbo cuando vemos que los frutos de lo que se ha pretendido “edificar” son un montón informe de ruinas, sin pretender presentarlas -rizando el rizo-como “arquitectura moderna", de factura “libre y espontánea: natural".
¿Aprenderemos? Estamos a tiempo: Jesús lo quiere, y la Iglesia, el mundo y las almas lo necesitan… Pero, la verdad y tal como van las cosas, a corto plazo al menos, lo dudo. Aunque siempre hay esperanza.