El "pensamiento débil" instalado en la Iglesia.
El título del artículo viene a cuento de la presentación que ha hecho el cardenal, don Luis Martínez Sistach, de su libro Cómo aplicar Amoris Laetitia, que pretende “manual” -literalmente: tenerlo siempre a mano- para ayudar a concretar -a obispos, sacerdotes, religiosos y fieles-, los principios y orientaciones presentes y sugeridas en la última exhortación pastoral del papa Francisco. En especial, y como no podía ser de otra manera por razones evidentes, en relación al tan traído y llevado cap. VIII de la citada exhortación.
Para decirlo todo al princiipio y de una vez: el sr. cardenal está totalmente a favor -aboga por ello sin ningún resquicio- de la comunión a los católicos divorciados y arrejuntados con otra, sin mediar sentencia de nulidad respecto a su matrimonio. Matrimonio, por tanto, que está vigente y que le sigue comprometiendo: “en conciencia", por cierto.
Y aquí, en este concepto y en la realidad que significa -la conciencia-, el sr. cardenal pone toda la justificación de la pastoral que ha de ser llevada a la práctica por todos aquellos a quienes compete tal menester; porque -y son palabras del sr. arzobispo de Madrid, don Carlos Osoro, en la misma presentación en la que flanqueaba a mons. Martínez-, “es importante conseguir que la Iglesia sea familia en la que se vive, se ama, se perdona, se construye". Palabras -¡qué duda cabe!- a las que nadie en su sano juicio puede poner, objetivamente, el menor pero. El problema es que, de palabras bonitas y biensonantes, en la Iglesia estamos más que saturados. El problema viene al pretender que signifiquen lo que a cada uno le parezca mejor. O peor.
Porque el punto no es ese: la Iglesia, Madre y amorosamente Maternal. El punto son sus hijos: las locuras que hacemos y que luego pretendemos que nos las arregle la Iglesia, pagando ella el pato, y yéndonos nosotros de rositas, que para eso es Madre.
Se centra el cardenal en las líneas de la polémica -cap. VIII-, y hace bien, porque ahí es donde está todo el meollo del asunto: “Si el interesado [el interesado es el católico casado, divorciado por lo civil, que convive maritalmente con otra, sin que haya sentencia de nulidad de su matrimonio], en conciencia y ante Dios, constata que se da alguna circunstancia que hace que a la situación objetiva de pecado no le corresponde imputabilidad subjetiva grave, puede acceder a los sacramentos".
Así de fácil, así de sencillo, y así de lejanías de disquisiciones que “no hacen más que liarla", como me dijo hace años un individuo que me espetó: -"Y usted, ¿qué quitaría de la Misa?". Yo, la verdad, no supe qué contestarle; y notando mi vacilación y viendo mi mutismo, me soltó: -"Pues yo, la homilía; porque algunos, en la homilía, no hacen más que liarla". Pues eso.
Como es cardenal, al abogar por “la primacía de la conciencia", añade: “rectamente formada, pero de la conciencia". Y puntualiza: “Estamos llamados [obispos, sacerdotes] a formar las conciencias, no a pretender sustituirlas". Porque -explica el sr cardenal- “si no damos importancia a la conciencia en la Iglesia, hacemos un teatro", añadiendo sin solución de continuidad y con ánimo ligeramente graciosillo: “¿Le pedimos a la gente la partida de bautismo o si han confesado antes de darles la comunión?".
Por si no fuera poco lo que ha dicho y de lo que se ha reído, le echa un poquito más de leña al fuego: “Hoy, más importante que la pastoral de los fracasos, es el esfuerzo para consolidar los matrimonios y no las rupturas. Es preferible prevenir que curar”; para rematar con lo que se ha hecho ya un verdadero sonsonete -desvirtuado y huero ya desde el primer momento- que, tal como están las cosas, nada significa: “Acompañar, discernir e integrar".
Para liarla más se envuelve en un sin fin de declaraciones acerca de las actitudes a tener en cuenta en la pastoral con estas personas: la misericordia hacia las familias, integrar más en la comunidad cristiana, doctrina moral de las circunstancias atenuantes y eximentes aplicables a los actos humanos, discernimietno de los divorciados y vueltos a casar civilmente sobre el precedente matrimonio y sobre la nueva unión…, sin que pudiese faltar lo de los obispos de la Región de Buenos Aires.
Pues vamos a entrarle; porque aquí es donde viene a cuento lo del “pensamiento débil” del título: “il pensiero debole", acuñado por Vattimo, marxista confeso y confuso, como exponenete del movimiento intelectual más influyente de la postmodernidad; el castellano, en su lenguaje más coloquial, usa unos términos que no son reproducibles aquí, y no los voy a poner por tanto. “Pensamiento” y “debilidad" que, en la Iglesia, tiene efectos devastadores, como vemos en la exposición bienintencionada del sr. cardenal.
Al “mezclar churras con merinas", al enfatizar lo obvio, al mezclar lo esencial con lo accidental puesto todo en el mismo plano…; es decir, al “emborronar” la situación y el problema -a eso lleva un “pensamiento” que ha renunciado a serlo y, por tanto, no es que sea “débil", es que está muerto-, se crea tal confusión que entonces puede meterse, como el que no quiere la cosa, lo que a uno le interese meter. Y se mete, claro: si cuela, cuela.
Porque, ¿qué tiene que ver una “pastoral de los fracasos” con aceptar -por las bravas- que “una situación objetiva de pecado" se convierta en una situación moralmente aceptable en la Iglesia? ¿El esfuerzo por “consolidar los matrimonios y no las rupturas” debe traducirse en la práctica pastoral de obispos y sacerdotes en aceptar las muy bien llamadas -las nombra así incluso el papa Francisco- “situaciones irregulares"? Si obispos y sacerdotes no hacemos las cosas así, como nos dice el sr. cardenal, ¿nos convertimos ipso facto en actores teatrales, titiriteros, saltimbanquis y asimilados?
Lo que está en juego, ni más nimenos, es el acceso libre a la comunión de unas personas en situación objetiva de pecado grave, para las que no hay circunstancias atenuantes que valgan. Y todo desde la “primacia de la conciencia” que se arroga el posicionarse como instancia última y unica contra las mismas palabras de Jesucristo, que no dejan el menor resquicio; por ejemplo: lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre; o contra los mismos Mandamientos de la Ley de Dios: No cometerás actos impuros. Y la fornicación y el adulterio lo son -como actos esporádicos; mucho más como situacionesn consolidadas y asumidas como “normales, inmodificables e irrenunciables"-, sin atenuantes que valgan; porque en el capítulo de la pureza, ‘no hay parvedad de materia".
Para más inri, ¿qué significa “acompañar, discernir e integrar” en este contexto? Si el fiel de la balanza está en la propia conciencia, ¿para qué necesita “compañía"? Si es la propia conciencia la que juzga si sus “circunstacias personales", y no la objetividad de la situación grave de pecado es lo determinante, ¿qué significa “discernir” en este marco? Y en esa situación, ¿"integrar” en la Iglesia es, lisa y llanamente, “llevarla a comulgar tal cual, porque su conciencia se lo dice, y sufre sobremanera si no comulga"?
Efectivamente, así no hay ningún peligro de “sustituir” a las conciencias. Pero entonces y frente a una mera posibilidad, en realidad se crea un problema mayor: el dejar a las conciencias a solas con ellas mismas, dejarlas sin ese “rectamente formadas", con lo que en realidad la conciencia, al hacerse autónoma de toda norma, se corrompe y desaparece.
Como muy bien ha enseñado siempre nuestra Madre la Iglesia Santa, solo “la conciencia recta, cierta y verdadera", además de “la conciencia invenciblemente errónea", es norma moral, y hay, por tanto, obligación de seguirla. Ninguna de las otras situaciones de la conciencia -dudosa, torcida, falsa, venciblemente errónea, perpleja- ha de ser seguida como norma moral; lo que hay que hacer -y es una “obligación en conciencia"- es salir precisamente de esas situaciones. Y para ello tiene a mano dos agarraderos: (1) la Ley Moral -los Mandamientos- con la Doctrina de la Iglesia, y (2) la dirección espiritual: todo ese “acompañar, discernir e integrar” que la Iglesia ha ofrecido siempre, y sigue ofreciendo.
Seamos intelectualmente serios. Pero, sobre todo y en la Iglesia, respetemos la verdad de Dios y la verdad de la persona.