"Por la obediencia a la Verdad habéis purificado vuestras almas".
Es lo que nos escribe San Pedro, en su Primera Carta. Y así nos ha llegado. Y así lo hemos recibido. Otra cosa bien distinta es qué hemos hecho, desde la Jerarquía -esta frase se nos destina muy en especial-, de su paternal y necesaria indicación. De absoluta necesidad, por cierto.
Tan totalmente necesaria que, a día de hoy, nuestra Iglesia -antes Católica; hoy convertida en “iglesita modernita y tal"-, nos es una auténtica “desconocida"; por no decir algo peor, claro. Antes, Madre, por supuesto. Ahora, rebajándose a ser y vivir como una de tantas otras: que no son iglesias, ni nada que se le parezca. Porque no lo pueden ser. Con el Jueves Santo, sin Eucaristía NO hay iglesia que valga: quedan las “iglesitas” o asimiladas.
En linea con estas palabras de Pedro, el cardenal Ratzinger-Benedito XVI, publicó un libro que recopilaba distintos artículos suyos, titulado “Cooperadores de la Verdad”. Quería subrayar con ello que somos “administradores” de la Verdad recibida de Dios: nunca “protagonistas’, en el sentido de tener derecho a “salirnos” de esa Verdad que sólo es de Dios. Mucho menos pretender “inventarnos” nada al respecto. Tampoco, por supuesto, a “despreciarla".
Y, antes que él, el Papa san Juan Pablo II, se abrasó los labios y requemó su pluma, prolíficamente generosa y gloriosamente fiel, alentándonos a ser y vivir en la “obediencia de la Fe”: que es exactamente lo que contiene y salvaguarda “la obediencia a la Verdad”, y lo que significa ser “Cooperadores de la Verdad”.
Ya se ve que ni los prelados de hoy -con las excepciones de rigor: pocas, pero las hay-, se han formado en estos firmes pilares -Palabra de Dios, lo de san Pedro; y de sus Cristos en la tierra, lo de san Juan Pablo II y Benedicto XVI-; ni a los sacedotes se les ha enseñado con/en estas savias protectoras y salvadoras de nuestro ser y vivir en nuestra grandísima identidad de Sacerdotes: otros Cristos.
Como es lógico, Pedro no se inventa nada. Es que ni se le ocurre. De ahí que su primera Predicación, el mismo día de Pentecostés, cuando la Iglesia echa a andar históricamente en medio de las gentes de todo pelaje, y ante el pueblo -una multitud: no los desiertos cuaresmales de tantas y tantas parroquias; ¡a dónde hemos llegado, y sin visos de rectificación alguna!-, que se ha congregado a las puertas del Cenáculo -cerradas, y con los Apóstoles dentro llenos de miedo-, se reduce exactamente a decirles a los protagonistas del evento que ha ocurrido en Jerusalén cuarenta días antes:
Conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quién vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías.
No teme enseñar la Verdad ni a los que se la conocen de memoria, pues son los mismos que han gritado: “-¡A ése: crucifícale, crucifícale!”. Pero a los que hay que ayudar a reconocerla; y luego, como hace él, ayudarles a arrepentirse y, ya puestos y cuesta abajo, a convertirse.
Ni tiene miedo a las consecuencias que puedan tener sus palabras; por ejemplo, volverse el personal contra él y los demás.
Y triunfa total y absolutamente. Ante la pregunta de “-¿Qué tenemos que hacer, hermanos?”, no lo duda ni medio segundo:
-Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el Nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el Don del Espíritu Santo. Porque la Promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos: para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro. Y los exhortaba diciendo: Salvaos de esta generación perversa!
Para decirlo ya todo: ese mismo día se bautizaron y fueron agregadas unas tres mil personas de los presentes. Que no está nada mal para una sola tacada. Creo yo…
Esto es lo que tiene la Palabra de Dios, la diga Dios mismo, san Pedro, san Pablo, san Juan Pablo II o santo Tomás. Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz. Y penetra hasta el hondón del alma. Y arrasa.
¡Cómo iba a salirse Pedro del guión que el propio Jesús había usado con aquellos dos que se iban a su casa, a Emaús, desengañados por lo sucedido los días anteriores en Jerusalén! Y eso que tenían bien frescos lo que habían dicho las mujeres, que Pedro y Juan habían corroborado de visu!
Todo su “razonamiento” no iba más allá de: pero a Él no lo encontraron. Y Jesús tuvo que echarle horas extras para meterles en la mollera y en su cerrado corazón, que todo eso tenía que pasar como habían dicho las Escrituras. Es que, como había dicho públicamente Jesucristo: Yo, para esto he venido.
Me da que no les convenció. La prueba es que solo Le reconocieron al partir el pan. Luego, ya sí se pudieron decir uno al otro: ¿acaso no ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?
Con las Escrituras les ardió el corazón. Y pudieron creer, y desandar el camino de la desilusión y de la desesperanza. Y se vuelven a Jerusalén para contar lo suyo a los Apóstoles.
Si vamos a Pablo, su predicación es, como dice él mismo: Yo predico a Cristo y, a Éste, Crucificado.
No hay más guión. NO hay otro guión. La prueba es evidente: desde que en la Iglesia se ha dejado de predicar lo que se debía predicar, la Iglesia está desaparecida, en el menor de los casos. Esto es lo que ha traído la Descristianización a países enteros.
De este modo, y desde esta manera, se pasa a hablar de los plásticos, de la tierra, de los colectivos maltratados -mentira total y absoluta: es el modus operandi del mundillo masón y comunista trasladado al interior de la Iglesia-, etc., que por esa deriva deja de ser Católica, como se demuestra cada día.
Con una circunstancia agravante: al callar al respecto, al dejar de tener en los labios la Instrucción del Señor (Cf. Ex 13, 9), los miembros de la Jerarquía, en lugar de haber purificado vuestras almas, nos habríamos pasado al Enemigo.
Podría seguir, pero ya lo dejo.